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Dersh se subió al coche sin que los periodistas dejaran de preguntarle cosas a gritos. Su voz se dejaba oír por encima de las de ellos, aguda y atemorizada.

– Pero ¿qué dicen? ¡Yo no he matado a nadie! ¡Yo sólo encontré el cadáver!

– Te mataré -gritó Frank.

Se lanzó con tanta fuerza hacia adelante que se cayó de la silla. Sus familiares se quedaron atónitos, y dos de las mujeres lanzaron agudos chillidos. Pike, Montoya y algunos familiares le rodearon. Pike levantó al anciano como si no pesara nada y lo colocó en la silla de ruedas.

Cuando Dersh cruzó la puerta, los dos coches con los agentes de paisano le siguieron discretamente.

El cura pidió a los hermanos de Frank que la familia se sentara lo antes posible. Todo el mundo se sentía violento e incómodo, y la asistenta de Frank lloraba estentóreamente, pero la gente se colocó en su sitio mientras los portadores del féretro iban hacia el coche fúnebre. Busqué a Dolan, pero estaba metida en una conversación frenética con Mills, Bishop y Krantz en un extremo del grupo.

Al verme, Krantz se me acercó hecho un basilisco.

– En cuanto la hayan enterrado, quiero veros a tu amiguito y a ti en Parker Center. Vamos a enterarnos de qué coño ha pasado aquí.

Se alejó a toda prisa.

El sol continuaba su ascenso y se había convertido en una ardiente antorcha en mitad del cielo cuando la familia se sentó y los encargados de portar el féretro lo llevaron hasta la tumba. El sol me quemaba los hombros y la cara, y de repente sentí el suave cosquilleo del sudor por la frente. Oía llorar a un par de personas, pero la mayoría permanecían quietas y calladas, perdidas en un momento triste a la vez que incómodo.

Los tres equipos de noticias se colocaron en fila un poco más abajo, grabando el entierro de Karen García.

Parecían un pelotón de fusilamiento.

Capítulo 17

En Los Ángeles Street, delante de Parker Center, había una larga hilera de furgonetas de las distintas televisiones. Los periodistas y los cámaras pululaban nerviosos por la acera, y se arremolinaban en torno a cualquier policía que saliera a fumarse un cigarrillo como pirañas ante un trozo de carne podrida. El Ayuntamiento no permitía fumar en los edificios públicos, así que los agentes adictos tenían que esconderse en las escaleras o en los lavabos, o salir a la calle. Aquellos tíos no sabían nada sobre Dersh o sobre los asesinatos que no supiera todo el mundo, pero los periodistas no les creían. La noticia se había extendido como un reguero de pólvora y alguien tenía que calmar el hambre informativa de las televisiones.

Las tres palmeras escuálidas que había ante Parker Center parecían torcidas y frágiles cuando Joe y yo llegamos al edificio, dos coches por detrás del de Dolan. La limusina de Frank ya estaba aparcada en la calle, y el chófer y Abbot Montoya le ayudaban a sentarse en la silla de ruedas.

Aparcamos entre un Porsche Boxster plateado y un Jaguar XK8 de color marrón claro. Abogados. Habían ido a sacar tajada. Cuando bajamos Pike se quedó mirando el edificio achaparrado. El sol de media mañana rebotaba con fuerza en las siete tiras de cristal azul y nos abrasaba. También se reflejaba en las gafas de Pike.

Mi socio me sorprendió al decir:

– Hacía mucho tiempo que no venía por aquí.

– Si no quieres entrar, puedes esperar aquí fuera.

La última vez que Joe Pike había ido allí había sido el día de la muerte de Abel Wozniak.

Pike me dedicó su conato de sonrisa de siempre.

– No será tan duro como el Mekong.

Se quitó la americana, se desabrochó la pistolera que llevaba al hombro y ató sus correas en torno al revólver Python del 357. Metió la chaqueta en el compartimiento que había tras los asientos, se desabotonó el chaleco y lo dejó con la americana. Luego se quitó la corbata y la camisa. Debajo llevaba una camiseta blanca sin mangas, y se quedó así. La camiseta, los pantalones gris marengo, los zapatos de piel negros, contrarrestados por los músculos bien definidos de los hombros y el pecho, y los tatuajes de un rojo intenso, formaban una combinación estética bastante llamativa. Una inspectora que salía del edificio se lo quedó mirando.

Le dimos nuestros nombres al vigilante del vestíbulo, y al cabo de unos minutos bajó Stan Watts.

– ¿Ha subido ya Frank García? -pregunté.

– Sí, sois los últimos.

Watts se había quedado al lado del ascensor, con los brazos cruzados, contemplando a Pike. Éste le aguantaba la mirada tras las gafas de sol.

– Yo conocía a Abel Wozniak -soltó Watts.

Pike no contestó.

– Por si no tengo otra oportunidad de decírtelo, que te den por el culo.

Pike ladeó la cabeza.

– Si quieres putearme, ponte a la cola.

– Oye, Watts -intervine-, ¿tú crees que ha sido Dersh?

No me contestó. Me pareció que seguía pensando en Joe.

Bajamos del ascensor en el quinto piso y seguimos a Watts por la sala general de Robos y Homicidios. Casi todos los inspectores estaban al teléfono, aunque aún quedaban más teléfonos sonando. Estaban muy ocupados debido a que la noticia estaba saliendo en los medios de comunicación, pero la sala se quedó muda cuando entramos. Todo el mundo clavó la mirada en Joe, que atravesaba la habitación.

A nuestras espaldas, una voz que no reconocí dijo algo apenas audible:

– Asesino de polis.

Pike no se dio la vuelta.

Watts nos acompañó a la sala de reuniones, donde Frank García estaba diciendo:

– Quiero saber por qué el hijo de puta ése sigue suelto. Si ese hombre ha matado a mi hija, ¿por qué no está en la cárcel?

El concejal Maldonado estaba de pie a un lado de Frank, con los brazos cruzados, y Abbot Montoya al otro, con las manos en los bolsillos. Dolan se había sentado lo más alejada posible de todo el mundo, como en las reuniones en que me habían puesto al día. Krantz y Bishop estaban hablando con Frank. El primero de ellos intentaba explicarle lo sucedido.

– Dersh es el sospechoso, señor García, pero aún tenemos que preparar el caso. El fiscal del distrito no quiere acusarle si no hay pruebas suficientes que garanticen una condena. No queremos dejar ningún cabo suelto. No queremos que se repita lo de O. J. Simpson.

– ¿Cómo se atreve a bromear con eso? -replicó Frank, con el rostro congestionado.

Bishop nos pidió que nos sentáramos.

– Sé que estáis preguntándoos qué ha pasado antes. Estábamos explicándole al señor García que la investigación ha sido más complicada de lo que hemos dejado entrever.

Bishop valía para aquello. Hablaba con calma y seguridad, y tanto Montoya como Maldonado estaban mucho más tranquilos que en el cementerio, aunque Frank temblaba ostensiblemente.

Maldonado no estaba nada satisfecho.

– Me gustaría que le hubiera parecido adecuado contarnos que había determinadas cosas que tenían que mantener en secreto, capitán. Al señor García le habríamos ahorrado el sobresalto que acaba de llevarse. Lo cierto es que todos estamos consternados. Son cinco muertos. Un asesino en serie. Y el hombre que dicen ustedes que es el culpable se presenta en el entierro.

Krantz se sentó con medio culo encima de la mesa y miró a Frank a los ojos.

– Quiero atrapar al cabrón que mató a su hija, señor García. Lamento que haya tenido que enterarse así, pero al mantener esto en secreto tomamos la decisión más acertada. Ahora que Dersh sabe que sospechamos de él, bueno, hemos perdido la ventaja que teníamos. Me encantaría saber quién coño informó a la prensa, para agarrarle por los huevos.

– Oiga, no me molesta que no me lo contaran, ¿vale? -replicó Frank-. Al principio estaba cabreado con ustedes pero puede que no tuviera razón. Lo único que me importa es que atrapen al hijo de puta que mató a Karen.

– ¿Por qué no acabas de ponerles al día, Harvey? -pidió Bishop.