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Sacó la pistola de la guantera y la ropa de detrás del asiento, bajó del coche y se fue en su Jeep.

Me quedé pensando que me tocaba sentir todo aquello por los dos.

Capítulo 18

La vecina de la casa de al lado estaba en el jardín, regando unas plantas carnosas de un rojo intenso. Los vientos de Santa Ana se habían alejado, pero la quietud me hizo pensar que volverían. El aire nunca está tan sosegado en Los Ángeles como en esos momentos que preceden al regreso del viento, que vuelve a atacarnos y a incendiar el mundo. Quizá la serenidad es una advertencia.

La señora me llamó desde tan lejos que apenas la oí.

– ¿Qué tal por ahí?

– Muerto de calor. ¿Y sus hijos?

– Lo normal. Son chicos. Le he visto en la tele.

No sabía de qué hablaba.

– En las noticias de las doce. En el entierro. Oh, el teléfono.

Cerró el grifo del riego y se metió corriendo en casa.

Entré por la cocina y puse el televisor, pero sólo emitían culebrones. Pensé que mis quince minutos de fama habían llegado y se habían acabado como si tal cosa, y yo sin enterarme.

Me puse unos vaqueros y una camiseta y me preparé unos huevos revueltos. Me los comí de pie ante el fregadero, mirando por la ventana mientras bebía leche directamente del envase. El suelo de la cocina era de baldosas mexicanas, algunas de ellas todavía sueltas desde el terremoto del 94. Cuando no se tiene trabajo hay tiempo para pensar en cosas así, pero no sabía cómo arreglarlas. Pensé que podía aprender. Así tendría algo que hacer, y hasta podría ser gratificante. A diferencia de mi trabajo habitual.

Fui poniéndome encima de todas y cada una de las baldosas, balanceándome un poco para ver si se movían. Había seis sueltas.

Entró el gato y se sentó a mirarme junto a su cuenco. Llevaba algo entre los dientes.

– ¿Qué tienes ahí?

Lo que fuera que llevara se movió.

– Me parece que tengo que arreglar estas baldosas. ¿Me ayudas?

El gato salió de la casa a lo suyo. Ya sabía cómo se me daba hacer arreglillos.

A las cinco menos veinte ya había roto en pedazos cuatro de las baldosas y había cubierto el suelo de pedacitos de cemento. Volví a encender la televisión con la idea de dejar las noticias de fondo mientras arreglaba el suelo, pero allí estaba Eugene Dersh, plantado delante de su casa, mientras una docena de policías sacaban cajas de pruebas que iban pasando delante de la cámara. Se le veía asustado. Cambié de canal y me encontré con una noticia grabada: Dersh entrevistado desde la puerta de su casa, medio asomado por la ranura de cinco centímetros, que era lo que daba de sí la cadena, diciendo: «No entiendo nada de esto. Yo lo único que he hecho ha sido encontrar el cadáver de la pobre chica. Yo no he matado a nadie». Volví a cambiar de canal y me di de bruces con Krantz rodeado de periodistas. Cada vez que uno de ellos le preguntaba algo, él respondía: «Sin comentarios».

Apagué el aparato.

– Krantz. Menudo gilipollas.

A las seis y veinte, cuando andaba otra vez liado con las baldosas, entró Lucy con una gran bolsa blanca llena de comida china.

– Te llamé para avisarte de que iban a dar la noticia.

– Estaba en Forest Lawn.

– ¿Qué ha pasado con este suelo? -me preguntó, dejando la bolsa en la encimera.

– Estoy arreglando las baldosas.

– Ah.

Parecía tan entusiasmada como el gato.

– Elvis, ¿tú crees que ha sido ése?

Dersh ya era «ése».

– No lo sé, Luce. Me parece que no. Krantz quiere creer que ha sido Dersh y le parece que la forma de demostrarlo es presionarle hasta acabar con sus defensas. Todo lo que estamos viendo ahora sale directamente de Krantz. Ya estaba preparándolo cuando me he ido de Parker Center. Esos periodistas están diciendo exactamente lo que quiere que digan: que Dersh es culpable porque así lo indica el retrato psicológico.

– A ver, un momento. ¿No tienen nada concreto que vincule a Dersh con esos asesinatos?

– Nada.

Me senté en el suelo cubierto de polvo de cemento y le conté todo lo que sabía, empezando por Jerry Swetaggen, aunque sin decir su nombre. Mencioné el informe del criminólogo y los resultados de la autopsia, y todos los detalles del caso que recordé de las explicaciones de Dolan. Mientras yo hablaba, ella se quitó los zapatos y la chaqueta y se sentó conmigo en el suelo. Llevaba un traje de seiscientos dólares y se sentaba conmigo en el suelo sucio. Amor.

– ¿Me he subido a la máquina del tiempo y estoy en la Alemania nazi? -me preguntó cuando hube terminado.

– Aún hay más: Frank nos ha despedido.

Me miró con un cariño infinito y me acarició la cabeza.

– Veo que has tenido un día de perros.

– Peor.

– ¿Quieres que te dé un abrazo?

– ¿Tienes algo más para elegir?

– Lo que tú quieras.

Lucy sabía hacerme sonreír aunque la situación se torciera.

Después de pasar el aspirador por la cocina preparé dos copas. Lucy puso a Jim Brickman en el equipo de música y entre los dos metimos los envases de comida en el horno. Estábamos en ello cuando llamaron al timbre.

Samantha Dolan estaba plantada en la puerta.

– Espero que no te importe que me presente así, tan de improviso.

– Tranquila.

Llevaba vaqueros y una camisa blanca de hombre por fuera. Le brillaban los ojos, pero no porque hubiera llorado. No parecía muy estable.

Al entrar y ver a Lucy en la cocina, me tiró del brazo.

– Supongo que ésa es tu novia.

Se había tomado un par de copas, desde luego.

Entró en la cocina tras de mí y las presenté.

– Lucy, ésta es Samantha Dolan. Dolan, ésta es Lucy Chenier.

– No me llames Dolan, por el amor de Dios.

Se estrecharon las manos.

– Encantada -le dijo Lucy-. Eres policía, ¿no?

Dolan se aferró a su mano.

– De momento -contestó. Entonces vio las copas que nos habíamos servido-. Ah, estáis bebiendo. Acepto un trago encantada.

Se había tomado más de un par.

– ¿Te apetece un gin tonic?

– ¿Tienes tequila?

Más bien habían sido tres o cuatro.

Mientras le servía la copa, miró las baldosas con cara muy seria.

– ¿Qué ha pasado en el suelo?

– Bricolaje.

– Es la primera vez, ¿no?

Por lo visto, todo el mundo tenía algo que comentar sobre el tema.

– Estábamos a punto de cenar comida china -explicó Lucy-. ¿Quieres quedarte?

Dolan le sonrió.

– Qué acento. ¿De dónde eres?

– De Luisiana -contestó Lucy con una sonrisa-. ¿Y tú?

– De Bakersfield.

– Allí tienen muchas vacas, ¿no?

Le di la copa de tequila.

– Bueno, ¿qué pasa, Dolan?

– Krantz me ha echado del grupo operativo.

– Lo siento.

– No es culpa tuya. No tenía que haberme comportado así y no creo que fueras tú el que se fue de la lengua con la prensa -dijo, levantando su copa hacia Lucy-. Ni siquiera aunque tu amiga sea periodista. En fin, que no te echo la culpa; sólo quería que lo supieras.

– ¿Y qué vas a hacer?

Se echó a reír, con esa risa que aparece cuando la única alternativa posible es llorar.

– No puedo hacer nada. Bishop ha vuelto a ponerme en la mesa, pero no quiere olvidarse del tema. Dice que va a esperar unos días para que la cosa se enfríe y que luego lo comentará con los jefes adjuntos para ver qué es lo más conveniente. Está pensando en trasladarme a otro sitio.

– ¿Y todo porque has confirmado que Elvis ya lo sabía? -dijo Lucy.

– En Parker Center se toman muy en serio sus secretos, abogada. No permiten que nadie ponga en peligro una investigación, y eso es lo que creen que he hecho yo. Si soy buena y le hago la pelota a Bishop, a lo mejor me permite quedarme.