– ¿Cuánto tiempo llevan?
– No mucho. Riley se va de paseo con Gene tres veces por semana, pero nosotros sabemos lo que pasa en realidad -me dijo arqueando las cejas. Entonces entró en la casa y miró por encima del hombro para cerciorarse de que no había nadie que pudiera oírla-. Ya me gustaría a mí que me persiguiera alguien tan guapo como Gene.
Le dediqué mi mejor sonrisa.
– Para mí que algún hombre muy guapo está a punto de perder la chaveta por ti, Holly.
Pestañeó repetidamente sin dejar de mirarme y sonriendo.
– ¿Tú crees?
– Tengo novia. Lo siento.
– Bueno, si alguna vez te apetece cambiar…
Dejó la frase inconclusa, me sonrió más abiertamente aún e hizo ademán de volver al trabajo.
– ¿Holly?
Me sonrió.
– No le digas a nadie más lo que acabas de contarme, ¿vale?
– Quedará entre tú y yo -contestó, antes de cerrar la puerta.
Bajé los escalones del porche de la preciosa casita y crucé la calle hasta donde tenía el coche. Los periodistas y los cámaras me miraban. El surfista tenía cara de mala uva.
– Eh, ¿has hablado con Ward? -me gritó.
– No. Sólo les he pedido que me dejaran ir al lavabo.
Soltaron un suspiro colectivo y se relajaron. Aquello les gustaba más.
Me senté en el coche, pero no arranqué. Solucionar un caso es como vivir una vida. Uno puede ir avanzando con la cabeza gacha, tirando del arado con esfuerzo, cuando de repente pasa algo y el mundo cambia y ya no es lo que parecía. De pronto todo adquiere otra apariencia, como si el mundo hubiera cambiado de color, ocultando cosas que antes se veían y al mismo tiempo descubriendo otras que en otras circunstancias nunca habríamos visto.
Una vez fui muy amigo de un hombre. Era un policía que llevaba dieciséis años en el cuerpo, un hombre bueno y respetable. Estaba casado desde hacía muchos años con una mujer a la que era fiel, tenía tres hijos con ella y una cabaña en Big Bear. Era un hombre feliz, hasta el día que abandonó a su esposa de siempre y se casó con otra. Cuando me lo contó le comenté que no sabía que tuviera problemas con su mujer, y me confesó que él tampoco. Su esposa quedó destrozada y mi amigo se sentía terriblemente culpable. Le pregunté, como suelen hacer los amigos, qué había pasado. «Me he enamorado», respondió. Había conocido a una mujer en la cola del banco, y en lo que duró aquella conversación su mundo cambió por completo y para siempre. El amor le había pillado por sorpresa.
Pensé en Riley Ward y en la mujer y los dos niños de las fotos de su despacho. Pensé que quizá también a él la situación le había pillado por sorpresa, y de repente las contradicciones entre su versión de lo sucedido en el lago y la de Dersh, lo mismo que su actitud esquiva y defensiva en el interrogatorio, cobraron muchísimo sentido. Y nada de aquello guardaba la menor relación con las teorías de policías e investigadores privados con muy poco trabajo.
Dersh y Ward habían salido del sendero en la parte más densa para esconderse de quien pudiera pasar por allí. No querían ver nada ni querían que nadie los viera.
Habían bajado hasta la orilla precisamente porque aquella zona era prácticamente intransitable, sin sospechar que el cadáver de Karen García les estaba esperando y les obligaría a inventarse una excusa para explicar por qué habían acabado en un lugar tan poco accesible. Habían mentido para proteger los mundos que se habían creado los dos, pero de repente una mentira mucho mayor había empezado a alimentarse de su miedo.
Me quedé allí en el coche, compadeciendo a Riley Ward, un hombre que tenía mujer, dos hijos y un amante secreto, y después me fui a llamar a Samantha Dolan.
La oficina se había llenado de una luz dorada cuando Dolan me devolvió la llamada. No me importó. Iba por la segunda lata de Falstaff y ya estaba pensando en la tercera. Me había pasado casi todo el día contestando el correo, pagando facturas y hablando con el reloj de Pinocho. Aún no me había contestado, pero quizá con un par de cervezas más…
– Dios mío, habla como Escarlata O'Hara -me soltó Dolan-. ¿Cómo lo soportas?
– He ido a ver a Ward esta mañana. Tenías razón: mentían.
Me acabé la cerveza y miré de reojo la neverita. Debería haber sacado la tercera antes de empezar a hablar.
– Te escucho.
– Ward y Dersh se apartaron del sendero porque están enrollados.
Silencio.
– ¿Dolan?
– Sigo aquí. ¿Te lo ha dicho él? ¿Te ha dicho que por eso se salieron del sendero?
– No, Dolan, no me lo ha dicho Ward. Tiene mujer y dos hijos y me da la impresión de que sería capaz de cualquier cosa con tal de que no se enteraran.
– Tranquilo.
– Lo he sabido por alguien que trabaja en su despacho. Se ve que es la comidilla de toda la familia, Dolan, y he tardado como veinte minutos en enterarme. No puede decirse que os matarais precisamente en el trabajo de investigación de sus antecedentes.
– Te he dicho que te tranquilices.
La oí respirar. Ella debía de oírme a mí.
– ¿Te encuentras bien? -me preguntó.
– Me jode lo de Dersh. Me jode que todo esto vaya a salir a la luz y haga sufrir a la familia de Ward.
– ¿Quieres ir a tomar una copa?
– Me las arreglo solo, Dolan.
Guardó silencio durante un rato. Pensé en sacar otra cerveza pero me contuve. Pinocho me observaba.
– Iba a llamarte -dijo por fin.
– ¿Por qué?
– Hemos encontrado a Edward Deege.
– ¿Sabía algo?
– Eso nunca lo sabremos. Estaba muerto.
Me recosté en la silla y miré por el ventanal. A veces pasaban volando las gaviotas, a toda prisa o planeando en el aire, pero aquella tarde el cielo estaba vacío.
– Unos albañiles lo han encontrado en un contenedor, cerca del lago. Parece ser que lo han matado a golpes.
– ¿No sabéis qué ha pasado?
– Seguramente se lió a puñetazos con otro vagabundo. Ya sabes cómo son esas cosas. Puede que le robaran o que él le quitara la pasta a otro. El distrito de Hollywood está en ello. Lo siento.
– ¿Qué vais a hacer con lo de Ward?
– Voy a decírselo a Stan Watts y a ver qué le parece. Stan es buen tío. No se pasará.
– Perfecto.
– Es la única oportunidad que tiene Dersh.
– Perfecto.
– ¿Seguro que no quieres ir a tomar una copa?
– Seguro. Otro día será.
Guardó silencio. Cuando finalmente volvió a hablar, lo hizo en voz baja.
– ¿Sabes una cosa, superdetective?
– ¿Qué?
– No estás cabreado sólo por lo de Ward.
Colgó y me quedé con la duda de qué habría querido decir.
Capítulo 20
Aquel día
El dolor le quema por dentro como le ardía la piel cuando le pegaban de pequeño, pero le quema tanto que se le retuercen los nervios bajo la piel como si unos gusanos eléctricos le hurgaran en la carne. Puede dolerle hasta el punto de tener que morderse los brazos para no chillar.
Lo más importante es el control.
Ya lo sabe.
Si eres capaz de controlarte, no pueden hacerte nada.
Si eres capaz de mantener el dominio de ti mismo, acabarán pagando.
El asesino llena la primera jeringuilla con Dianabol, un esteroide del tipo metandrostenolona que compró en México, y se lo inyecta en el muslo derecho. La siguiente la carga con Somatropin, una hormona del crecimiento sintética que también se encuentra en México y que se utiliza para engordar el ganado. Esta se la pone en el muslo izquierdo, y disfruta de la sensación de ardor que siempre acompaña a la inyección. Hace una hora se ha tragado dos comprimidos de androstena para aumentar la producción de testosterona. Va a esperar unos minutos más y después se tumbará en el banco acolchado para levantar pesas hasta que los músculos no den más de sí, y sólo entonces descansará. Para conseguir algo hay que sufrir, y el asesino necesita fuerza, envergadura y potencia porque todavía tiene que matar a más gente.