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Les dimos las gracias y salimos al aparcamiento.

– Bueno, algo tenemos -comenté-. Vino a correr pero no pasó a buscar su acostumbrado batido de plátano.

Pike fue hasta la calle y observó el aparcamiento. Era pequeño y no había ningún Mazda rojo.

– Vino a correr, pero quizá se acordó de algo y no tuvo tiempo de pasar a por el batido, o tal vez se encontró a alguien y decidieron hacer otra cosa.

– Sí, quizá se fue con él a su casa porque se decidió por algo más apetitoso que el batido -contesté. Pike me clavó la mirada-. Lo siento.

– Puede que tengas razón -dijo, con la vista dirigida hacia la colina-. Si suele ir hasta el embalse, seguramente sube por Lake Hollywood Drive. Vamos con el coche.

Subimos por esa carretera y pasamos ante casas lujosas construidas en los años treinta y cuarenta que después se reformaron a fondo en los setenta y los ochenta para convertirlas en mil y una cosas, desde acogedoras imitaciones de ranchos hasta fortalezas contemporáneas pasando por aberraciones posmodernas. Como en la mayoría de los barrios antiguos de Los Ángeles -al menos hasta que la especulación inmobiliaria acabó por desbordarlo todo-, las casas mantenían la energía del cambio, como si lo que se veía un día pudiera evolucionar y convertirse en otra cosa al día siguiente. La mitad de las veces, la transformación era a peor, pero en la otra mitad de los casos daba buen resultado. La predisposición al cambio comporta una gran audacia, bastante optimismo y buenas dosis de valor. Lo que más admiraba yo era esto último, aunque los resultados muchas veces me producían escalofríos. Al fin y al cabo, la gente que se iba a vivir a Los Ángeles buscaba cambios. Los demás se quedaban en casita.

La carretera tenía curvas muy pronunciadas y zigzagueaba ante edificios y grandes robles agitados por el viento. Las calles estaban cubiertas de hojas, ramas y bolsas del antiguo Gelson's Market. Alcanzamos la cima y bajamos hasta el embalse, cuyas aguas estaban picadas y turbias por el viento. No vimos ningún Mazda rojo ni a nadie que se pareciera a Karen García, aunque tampoco lo esperábamos. Era una colina, sin más, y en aquel momento no me preocupaba demasiado la situación. Karen debía de estar despertándose junto a un tío con el que habría pasado la noche, y enseguida regresaría a su casa o escucharía los mensajes del contestador y llamaría a su padre para tranquilizarlo. Formaba parte de la gran responsabilidad de ser hija única.

Estábamos a mitad de la ladera, pensando qué hacer a continuación, cuando un vagabundo con una mochila y una esterilla salió tranquilamente de una bocacalle. Debía de tener treinta y tantos años y estaba tostado por el sol.

– Para -dije.

Cuando Pike frenó, el hombre se detuvo y nos estudió con la mirada. Tenía los ojos rojos y nos llegaba su mal olor pese al viento.

– Soy carpintero y busco trabajo. Estoy a su disposición para cualquier trabajito. Me pagan en metálico o con libros -nos informó con cierto orgullo, pero seguramente no era carpintero ni buscaba trabajo.

– ¿Has visto a esta mujer? -le preguntó Pike, enseñándole la foto de Karen.

– No. Lo siento.

– Ayer por la mañana estuvo corriendo por esta zona. Iba vestida con una camiseta azul y unos pantalones cortos grises.

Se acercó y examinó la fotografía con más detenimiento.

– ¿Es morena y con coleta?

– Puede ser -contestó Pike.

– La vi subir corriendo, esforzándose para superar la gravedad, que la aferraba contra el suelo. Un coche redujo la velocidad al pasar por su lado; y luego aceleró y se fue. Yo iba escuchando a Dave Matthews.

Llevaba un Discman Sony colgado del cinturón y los auriculares alrededor del cuello.

– ¿Qué tipo de coche era? -le pregunté.

Dio un paso atrás y miró el Cherokee de Pike.

– Éste.

– ¿Un Jeep rojo como éste?

– Me parece que era éste -replicó, encogiéndose de hombros-, aunque a lo mejor era otro.

Pike arqueó los labios. Desde que le conocía, jamás le había visto sonreír, pero sí había visto esa mueca. Para Pike, eso equivalía a desternillarse.

– ¿Viste al conductor? -pregunté.

– Era él -respondió señalando a Pike.

Mi compañero desvió la mirada y suspiró.

El vagabundo nos escudriñó con la esperanza de conseguir algo.

– ¿Tienen algún trabajito para el que necesiten a un artesano meticuloso? Estoy disponible, no sé si lo saben.

Le di diez dólares.

– ¿Cómo te llamas? -le pregunté.

– Edward Deege, carpintero. A su servicio.

– Vale, Edward. Gracias.

– Estoy dispuesto a hacer cualquier trabajito.

– Oye, Edward, si queremos volver a hablar contigo, ¿estarás por aquí?

– No soy más que un sureño que vaga por el río de la vida, pero sí, me gusta el embalse. No es difícil encontrarme por aquí.

– Muchas gracias, Edward.

Edward Deege observó un poco más a Pike y dio un paso atrás, como si le preocupara algo.

– Tienes que soltar la rabia, amigo mío. La rabia mata.

Pike se apartó.

– ¿Crees que realmente vio algo, o nos ha tomado el pelo? -le pregunté.

– Ha acertado en lo de la coleta. Puede que viera un cuatro por cuatro.

Bajamos por Lake Hollywood Drive hasta Barham. Cuando giramos a la izquierda para tomar la autovía, Pike me indicó que frenara.

– Elvis.

El Mazda RX-7 rojo de Karen García estaba aparcado junto a una floristería. Al otro lado de la calle se encontraba el Jungle Juice. Antes no habíamos reparado en el vehículo porque lo ocultaba un edificio. Sólo podíamos verlo al bajar, y no me hizo ninguna gracia que estuviera allí.

Pike se metió en el aparcamiento y salimos. El motor del Mazda estaba frío, como si llevara mucho tiempo aparcado.

– Lleva aquí toda la noche.

Pike asintió.

– Si subió corriendo por la colina, eso significa que no llegó a bajar -aventuré, mirando hacia arriba.

– O que no se fue sola.

– Iba corriendo, vio a un tío y se fueron en su coche. Ahora debe de estar volviendo para recoger el Mazda -deduje, pero ni él ni yo nos lo creímos.

Preguntamos a los dependientes de la floristería si habían visto algo, pero respondieron que no. Preguntamos en todas las tiendas, a todos los encargados y a casi todos los dependientes, pero todos contestaron negativamente. Tenía la esperanza de que hubieran visto algo que indicara que Karen estaba a salvo, pero en el fondo, en la parte en la que se te hiela la sangre, sabía que no.

Capítulo 3

Con el dinero de su padre, Karen García podría haber vivido en cualquier sitio, pero había elegido un piso modesto en una zona moderna de Silver Lake donde vivían sobre todo familias latinas. Los Gipsy Kings sonaban desde algún equipo de música; el aroma del chile y el cilantro era fresco e intenso. Los niños jugaban en la hierba y las parejas se reían del bochorno. A nuestro alrededor, las grandes palmeras y los palisandros se agitaban como la cola de un gato nervioso, pero la zona no estaba cubierta de ramas y hojas. Cuando uno se preocupa por el barrio lo limpia, sin esperar a que la ciudad lo haga por él.

Dejamos el Jeep de Pike junto a una boca de incendios y entramos en un patio repleto de macetas de barro pintadas a mano, rebosantes de gladiolos. La puerta tres, en la planta baja, era la de Marisol Acuna, pero Pike no me acompañó hasta ella. La propia señora Acuna le había dicho que Karen vivía en el segundo piso.

Me abrió una mujer robusta de poco menos de sesenta años.

– ¿Es usted el señor Cole?

– El mismo. ¿La señora Acuna?

Se dio cuenta de que Pike ya estaba subiendo las escaleras.

– No ha vuelto. Espere, voy a por la llave y les abro.

– Frank nos ha dado una llave. Es mejor que espere aquí.

Frunció el ceño y volvió a mirar a Pike.