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Teresa Wu le había mirado con aire escrutador por encima de las gafas rojas, había puesto los ojos en blanco como si acabara de pedirle que le diera un mordisco a un bocadillo de mocos y le había contestado:

– Ni de coña, John.

Qué puta.

Aquello había pasado una semana antes, pero en la nueva filosofía vital de John había otro lema: «El que no se atreve no folla». Se había pasado los siete días siguientes reuniendo el valor suficiente para volver a pedírselo, y estaba a punto de hacerlo cuando le llamó un tal Elvis Cole, que quería hablar con él.

John colgó fastidiado después de hablar con Cole, porque Teresa ya se había ido a la universidad. La llamada no sólo le había hecho perder la oportunidad de pedirle una cita a Teresa Wu, sino que además Cole había dado a entender que Chen había pasado algo por alto en la escena del crimen, lo cual no le hacía ninguna gracia. Y aún le hacía menos gracia haberse dejado convencer a fuerza de insistencia para ir a verle en casa de Dersh. Aun así, le intrigaba lo que pudiera decirle Cole; al fin y al cabo, si conseguía descubrir algo en el caso de Dersh que apareciera en las noticias, quizá Teresa Wu cambiara de opinión y saliera con él. ¿Cómo iba a rechazar a un tío que tenía un Boxster y que encima salía en la portada de Los Ángeles Times?

Cuarenta minutos después, John Chen dejó el Porsche ante la casa de Dersh junto a un taxi verdiblanco. Ya se había retirado de la puerta la cinta de la policía y la casa no estaba vigilada como escena de un crimen. Sólo era un cebo para los morbosos.

Cuando Chen bajó del Boxster, un hombre con el hombro metido en una escayola que le separaba el brazo del cuerpo salió del taxi. Parecía un camarero.

– Señor Chen, soy Elvis Cole -le dijo.

Menudo nombre más idiota. Elvis.

Chen estudió a Cole con resentimiento, pensando que seguramente quería que falsificara o colocara pruebas.

– ¿Es usted el compañero de Pike?

– Sí. Gracias por venir.

Cole le tendió la mano buena. No era tan corpulento como Pike, pero también apretaba demasiado. Seguro que era otra rata de gimnasio con demasiados cromosomas y que jugaba a ser detective privado para poder darse el gusto de intimidar a la gente. Chen le dio la mano rápidamente y se apartó, pensando que a lo mejor Cole era peligroso.

– No tengo demasiado tiempo, señor Cole. Hace cinco minutos que tenía que estar en la oficina.

– No tardaremos mucho.

Cole tomó sin esperar el callejón que discurría junto a la casa de Dersh, y Chen le siguió sin saber muy bien por qué. No le hacía gracia: los tíos con cojones son los que abren camino, no los que siguen a los demás.

– Cuando revisó la zona de Lake Hollywood, siguió las huellas del asesino hasta un camino y descubrió dónde había aparcado el coche -recordó Cole.

Chen entornó los ojos. Aquello le dio mala espina, pero el que había seguido las huellas había sido Pike. Chen se había limitado a seguirle. Naturalmente, eso no lo había mencionado en el informe.

– ¿Y?

– En el informe de Dersh no consta el vehículo del asesino. Me preguntaba si lo habría buscado.

Chen sintió una ola de alivio y a la vez de irritación. Ésa era la gran idea de aquel tío, por eso quería verle. Le contestó con determinación, para que se enterase de que él no era ningún gilipollas ni podían tratarle como si fuera el empollón de la clase.

– Pues claro que lo busqué. La señora Kimmel oyó cómo se cerraba de golpe la puerta del coche delante de la casa de su vecino. Miré en el asfalto y en el bordillo justo allí y delante de la casa de al lado por si había huellas de neumáticos, pero no había nada.

– ¿Buscó manchas de aceite?

Cole lo preguntó con naturalidad, sin acusarle de nada, y Chen notó que se ponía colorado.

– ¿Qué quiere decir?

– En el informe de Lake Hollywood se mencionan manchas de aceite que encontró usted allí, tomó muestras y lo identificó.

– Penzoil 10-40.

– Si el coche del asesino goteaba en el lago, seguramente también goteaba aquí. Si encontramos esas manchas, a lo mejor puede probar que proceden del mismo vehículo.

Chen se puso aún más rojo. Le ardía la cara y al mismo tiempo sentía una gran emoción. Cole había dado con algo. Chen podía comprobar la marca, los aditivos y la concentración de partículas de carbono para comparar las dos muestras. Si coincidían, el caso Dersh quedaría resuelto y eso le garantizaba la primera plana de los periódicos.

Pero cuando llegaron a la calle su entusiasmo se desvaneció. El asfalto no se había renovado desde los años sesenta y estaba lleno de baches, resultado de la acción del calor infernal de Los Ángeles, y presentaba toda una red de pequeñas grietas causadas por los terremotos. En la zona general en la que le parecía que debía de haber aparcado el asesino, la calzada estaba llena de manchas que podían haber sido cualquier cosa: líquido de la transmisión, de la servodirección o de los frenos, anticongelante, escupitajos de conductores que pasaban por allí o cagadas de pájaro.

– No sé, Cole -dijo-. Han pasado dos semanas; cualquier mancha de aquella noche se ha secado, los coches han pasado por encima y quizás otras sustancias la han contaminado. No vamos a poder encontrar nada.

– No lo sabremos si no miramos, John.

Chen recorrió el borde de la calle, pateando guijarros y frunciendo el entrecejo. Aquella calle de mierda estaba tan llena de manchas que parecía que tuviera el sarampión. Aun así, era una idea interesante, y la recompensa podría ser enorme si salía bien: un polvo con Teresa Wu.

Chen se echó al suelo boca abajo, como si fuera a hacer flexiones, tal y como le había enseñado Pike, y estudió la luz de la superficie del asfalto. Dejó que lo demás se volviera borroso y se concentró sólo en la luz. Así se percató de que algunas manchas brillaban más que otras. Serían más frescas. Se fue hasta el bordillo y se imaginó un coche aparcado allí, un cuatro por cuatro como el de Lake Hollywood. Volvió a tumbarse en el suelo en aquel punto, buscando señales. Un vehículo aparcado durante un rato no habría dejado una sola mancha, sino varias que estarían superpuestas.

– ¿Qué le parece? -preguntó Cole.

John Chen, perdido en su análisis de la calzada, no le oyó.

– ¿John?

– ¿Sí?

– ¿Qué le parece?

– Me parece que es una posibilidad remota.

– ¿Es que hay alguna de otro tipo?

John Chen volvió al Boxster a buscar la caja de recogida de pruebas y se pasó el resto de la tarde tomando muestras y soñando despierto con Teresa Wu.

Capítulo 42

Veintidós días después de que la oficina del fiscal del distrito de la ciudad de Los Ángeles registrara mi condena, recibí una carta del Tribunal de Licencias del Estado de California en la que revocaba mi licencia de investigador. En la misma carta, la Comisión de Sheriffs de California cancelaba mi licencia de armas. No quedaba nada de la Agencia de Detectives Elvis Cole. No quedaba nada de mi trabajo como investigador privado. Siempre podía montar una plantación de maría.

Dos días más tarde los médicos me quitaron la escayola y empecé la recuperación. Me dolía. Era peor que cualquier dolor físico que hubiera sentido jamás, peor incluso que recibir un disparo, pero el brazo me funcionaba y podía volver a conducir. Y además ya no parecía un camarero.

Me fui a la oficina por primera vez desde lo del desierto, subí los cuatro tramos de escalera y me senté a mi mesa. Llevaba más de diez años en aquella oficina. Conocía a los que trabajaban en la oficina de seguros de delante y había salido con la propietaria de la empresa de cosméticos de al lado. Compraba bocadillos en el puesto que había en el vestíbulo y tenía la cuenta en el banco del mismo edificio. Joe también tenía una oficina allí, pero estaba vacía. Nunca la había utilizado y quizá ya no la utilizaría nunca.