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Por la descripción del agricultor reconocimos al instante al animal de la marisma. Lo que nos sorprendió fue que volase. De todas formas, era un peligro terrible. Con Miguel montamos un vehículo, llevándonos las dos ametralladoras, y Vandal se instaló de vigía en el asiento trasero. Beuvin formó un destacamento de la guardia con un camión cubierto, y partimos.

Dos kilómetros más allá, encontramos la primera hidra. Es el nombre con que las designó Miguel y que ha permanecido. Estaba sobrevolando una oveja. Un tiro de fusil la abatió. A pesar de las súplicas del labrador, que no quería detenerse, mandamos parar la caravana.

— Es necesario conocer a los enemigos antes de combatir — le explicó Vandal.

El animal alcanzaba los cuatro metros de longitud y tenía la forma de una bota al revés, con una cola potente y aplastada. En la parte anterior, seis brazos cóncavos llevaban en su extremo una abertura coronada de dientes afilados, que segregaban una baba viscosa. Tenía seis ojos en la base de los tentáculos, y en el centro una protuberancia cónica dotada de un largo filamento, rematada por un tubo en forma de cuerno, seccionado oblicuamente, como una aguja de inyección.

— Una cápsula de veneno — dijo Vandal—. Aconsejo combatir desde dentro del camión, cuyo toldo de gruesa tela seguramente nos protegerá. Es realmente el animal del otro día, pero mayor y aéreo. ¿Cómo son capaces de volar?

En la parte superior del cuerpo, la hidra poseía dos grandes sacos deshinchados, perforados por el plomo. Detrás de la corona de tentáculos, el grueso de la carga había producido un desgarro considerable en la carne verdosa.

Partimos de nuevo. Bajé un poco el cristal de mi lado, con el fin de dar paso al cañón de la ametralladora. Miguel conducía. Vandal había tomado la otra arma y vigilaba el lado izquierdo. El camión nos seguía. Tras una vuelta de la carretera descubrimos otra hidra. Flotaba en el aire, inmóvil, los tentáculos caídos y ondulando ligeramente. A causa de la sorpresa, mi primera ráfaga fue mal dirigida; la hidra, con un violento coletazo, se escapó en zigzag, tomando altura a gran velocidad: ¡al menos a sesenta por hora! No pudimos alcanzarla. A seiscientos metros de allí estaba la casa. Una espiral de humo salía apaciblemente de la chimenea.

La sobrepasamos, tomando un camino de arena. Sus profundos carriles nos hicieron resbalar. Detrás de los cristales de una ventana entrevimos el rostro asustado de la granjera y el de su hijo menor, un muchacho de once o doce años. Siguiendo campo a través llegamos a los pastos. Más de sesenta hidras atareadas entre los cadáveres de las vacas. Cada una de ellas hincaba uno o dos tentáculos en su carne.

— Había más, hace un momento — gritó el campesino—. ¡Cuidado!

Hasta la primera carga, las hidras ni tan sólo se ocuparon de nosotros. Algunas, de puro hartas, abandonaban los cadáveres para ir a beber; al menos así fue como interpretamos su comportamiento. Volaban hacia una balsa y hundían en el agua un tentáculo, mayor que los demás, a modo de trompa. Después de un instante, parecían hincharse, y su vuelo era ostensiblemente más ligero.

Cada uno escogió su objetivo. Yo visé, cuidadosamente, el grupo más próximo, compuesto por seis de aquellos animales «enfrascados» con la misma vaca.

—¡Fuego! — gritó Beuvin.

Se produjo una salva, con sonoridad de seda desgarrada. Las cápsulas vacías de mi ametralladora crepitaban contra el parabrisas. Una de ellas, enrojecida, se metió por el cuello abierto de la camisa de Miguel, quien se exclamó. Entre las hidras, cundió el pánico. Un buen número de ellas, tocadas de muerte, cayeron al suelo, deshinchadas. Mis ráfagas dieron en el blanco. Vandal, más afortunado aún, o más certero, mató a dos de ellas con un solo cargador. Las cargas de las escopetas las despedazaron.

Las que quedaron salvas, tomaron altura a una velocidad que nos admiró. Segundos después, solamente se divisaba en lo alto una mancha verde. Con las armas cargadas de nuevo, bajé a tierra con Miguel y Vadal. Los demás permanecieron en el camión, atentos a cubrirnos con su fuego. La piel de las vacas muertas aparecía perforada por múltiples aberturas casi circulares, producidas evidentemente por los dientes punzantes situados al extremo de los tentáculos. La carne se había transformado en una especie de barro negruzco.

— Digestión externa — explicó Vandal—, como en la larva de dítico. La hidra mata con su mecanismo venenoso, y luego inyecta en el cuerpo de su víctima, a través de los tentáculos, los jugos digestivos que transforman esta carne en un hervido nutritivo, después de lo cual lo sorbe.

Deseoso de examinar al monstruo de más cerca, Vandal, en cuclillas, se aproximó. Al rozar con la mano la carne verde, lanzó un grito de dolor: —¡Cuidado! No lo toquéis. Esto quema. Su mano izquierda se cubrió de pústulas blanquinosas.

—¡Como un celentéreo! Ya sabéis el poder urticante de las medusas. Es el mismo resultado, quizá con idéntico procedimiento. Si se toca, escuece. Su mano se hinchó rápidamente, con dolor sensible, pero el efecto no duró más que dos días.

Mientras tanto, la nube verde de las hidras permanecía inmóvil. Estábamos por allí, inquietos temiendo marcharnos, por si atacaban de nuevo, y también por si mientras Honneger no intentaba un golpe de fuerza sobre el pueblo.

Las propias hidras debían sacarnos de nuestra indecisión.

—¡En retirada! — gritó de pronto Miguel, que las observaba. Saltamos hacia el coche. Vandal penetró en él, después Miguel y finalmente yo mismo. Estaba cerrando la portezuela, cuando una hidra se precipitó sobre el coche, aplastándose contra el techo, que afortunadamente resistió el embate. Las demás, en una ronda infernal, rodeaban a toda marcha el camión, en un fantástico carrusel.

Apresuradamente, levanté el cristal, observando el espectáculo, dispuesto a intervenir. Se produjo un nutrido escopetazo. Ciertamente, los de la guardia no economizaban la pólvora. Las hidras heridas caían al suelo, mientras las demás continuaban el enloquecedor tiovivo. De repente, como obedeciendo a una señal, pasaron con el dardo tendido al ataque. Del camión salió un grito: una hidra debía haber pasado su aparato venenoso por una hendidura del toldo, picando a un hombre. El camión se puso en marcha. Abrimos fuego. En poco tiempo realizamos un buen trabajo. Era difícil, pegadas como iban al camión, alcanzarlas sin herir a nuestros camaradas, pero como ninguna de ellas se ocupaba de nosotros, les dábamos como en un ejercicio de tiro. Demolimos a más de treinta, que sumadas a las víctimas del primer asalto aumentaba el total de sus pérdidas alrededor de las setenta. Esta vez aceptaron la lección y se elevaron definitivamente.

Una de ellas, muerta pero no deshinchada, derivaba en el aire a unos dos metros. Hábilmente, uno de nuestros hombres la cazó con un lazo y la llevamos al pueblo, remolcada como un globo cautivo. Nos llevamos también al granjero, su mujer, su hijo menor y el cadáver medio digerido del mayor. Las doce vacas muertas quedaron allí, como también las hidras, excepto una de ellas, que Vandal mandó cargar con cuerdas para su disección. Contrariamente a nuestros temores nadie había sido picado, y el grito que había oído fue debido al miedo. Pero, en resumen, ahora conocíamos ya la gravedad de la amenaza que la fauna salvaje de Telus representaba para nosotros.