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Fue exactamente el 12 de julio de 1975, a las cuatro de la tarde, cuando tuve noticia de los primeros signos anunciadores del cataclismo. Terminaba de hacer mis maletas, cuando llamaron a la puerta. Fui a abrir y me encontré con la visita de mi primo Bernardo Verilhac, geólogo como yo. Tres años atrás, había formado parte de la primera expedición Tierra-Marte. El año anterior había vuelto a marchar.

—¿De dónde vienes ahora? — le pregunté.

— Hemos dado una pequeña vuelta, sin escala, más allá de la órbita de Neptuno. Como un cometa.

—¿En tan poco tiempo?

— Pablo ha perfeccionado positivamente nuestra vieja astronave, «Rosny». ¡Ahora alcanza con facilidad los 2.000 km. por segundo!

—¿Qué tal fue?

—¡Magnífico! Hemos tomado un montón de fotos espléndidas. Pero la vuelta ha sido difícil.

—¿Accidente?

— No. Nos hemos desviado. Pablo y Claudio Rommier, el astrónomo de a bordo, lo explican por la incursión de una enorme masa material, pero invisible, deslizada en el sistema solar. También es cierto que Sigurd no comparte esta opinión y que Ray Mac Lee, nuestro periodista, cree que los cálculos de la vuelta se realizaron después de celebrar con exceso el paso de la órbita neptuniana.

Consultó su reloj.

— Las 4 y 20. Debo marchar. ¡Felices vacaciones! ¿Cuándo vendrás con nosotros? Próximo objetivo: los satélites de Júpiter. Por cierto que habrá trabajo para dos geólogos, como mínimo. Allí tendrás un buen tema para la tesis, bastante nuevo al menos. Volveremos a hablar de ello. Tengo la intención de pasar a ver a tu tío este verano.

Cerró la puerta tras él. Jamás volveríamos a vernos. ¡Mi viejo Bernardo! Seguramente ha muerto. Tendría ya noventa y seis años. Sostenía, por cierto, que los marcianos poseen el secreto para doblar la vida de los hombres. Quizá vive aún, en algún lugar del Espacio. Si hubiera sabido lo que debía acontecerme, no me habría abandonado.

Con mi hermano tomé el tren aquella misma noche. Al día siguiente, hacia las cuatro de la tarde, llegamos a la estación de… no importa el nombre, no lo tengo anotado y no puedo acordarme de él. Era una estación pequeña e insignificante. Nos aguardaban. Apoyado en un coche, un hombre joven, rubio y más alto que yo, hizo señas. En seguida se presentó.

— Miguel Sauvage. Vuestro tío se excusa de no haber podido venir, ya que se halla retenido por un urgente e importante trabajo.

—¿De nuevo con las nebulosas? — preguntó mi hermano.

— Con las nebulosas, no. Mejor en el Universo. Ayer noche, yo quise fotografiar Andrómeda, a causa de una «supernova» que habíamos descubierto. Hice el cálculo para enfocar el gran telescopio y, afortunadamente, por curiosidad, eché un vistazo por la mirilla, el pequeño anteojo que se regula paralelamente al gran «tele». ¡Andrómeda no estaba! ¡La encontré… a 18 grados de su posición normal!

— Es curioso — observé, vivamente interesado—. Bernardo Verilhac me dijo ayer…

—¿Ha regresado? — cortó Miguel.

— Sí, atravesaron la órbita de Neptuno. Me dijo que sus cálculos resultaron falsos, o que algo, a la vuelta, les había desviado de su ruta.

— Esto interesará mucho al señor Bournat.

— Bernardo pasará este verano por el observatorio. Entre tanto, voy a escribirle pidiendo detalles.

Mientras estábamos hablando, el coche corría con rapidez por el valle. Una vía férrea seguía la carretera.

—¿El tren llegará hasta el pueblo?

— No, es la línea construida recientemente por la fábrica de metales ligeros, que nos ha sido cedida. Afortunadamente toda la instalación es eléctrica. En otro caso, habría sido forzoso desplazarla, o desplazar el observatorio.

—¿Es importante esta fábrica?

— Trescientos cincuenta obreros, de momento. Su número doblará, como mínimo.

Tomamos la carretera en espiral que subía al observatorio, situado en la cima de un pequeño montículo. A sus pies, en el valle, el pueblo se encaramaba graciosamente. Algo más elevada se extendía la aglomeración de la industria y las casas prefabricadas del personal. Una línea de alta tensión se perdía a lo lejos, detrás de las montañas.

— Proviene de la presa construida especialmente para la fábrica. Nos suministra también la corriente — explicó Miguel.

En la base misma del observatorio se levantaban las casas de mi tío y sus ayudantes.

—¡Cómo ha cambiado en dos años! — observó mi hermano.

— Esta noche seremos muchos a cenar: vuestro tío, Menard, vosotros dos, mi hermana y yo, Vandal, el biólogo…

—¡Vandal! Nos conocemos desde niños. Es un viejo amigo de la familia.

— Está aquí con uno de sus colegas de Academia, el célebre cirujano Massacre.

— Un nombre curioso para un cirujano — bromeó mi hermano Pablo—. Francamente no me dejaría operar por él.

— Te equivocas. ¡Es el cirujano más hábil de Francia y probablemente de Europa! Tenemos también con nosotros a un amigo y discípulo suyo, el antropólogo Andrés Breffort.

—¿Breffort, el que ha investigado sobre los patagones? — pregunté.

— El mismo. Como veis, la casa es grande, pero bien poblada.

Tan pronto como llegamos, penetré en el observatorio y llamé a la puerta del despacho de mi tío.

—¡Entre! — gritó.

—¡Ah! eres tú —dijo, suavizando el tono de voz. Se levantó del sillón, desplegando su gigantesca estatura, y me estrechó en un feroz abrazo. Lo veo todavía, con su cabello y sus cejas grises, los ojos como carbón y su enorme barba de ébano en abanico sobre su chaleco.

Un tímido «Buenos días, Sr. Bournat» me obligó a dar media vuelta, Allí estaba de pie delante de su mesa, el insignificante Menard, con todos sus papeles plagados de signos algebraicos. Era un hombrecito con barba de chivo y una inmensa frente llena de arrugas. Bajo esta mezquina apariencia se ocultaba alguien capaz de hablar doce idiomas, de extraer raíces inverosímiles y para quien las más áridas especulaciones matemáticas y de física trascendental eran tan familiares como, para mí el contorno de las cercanías de Burdeos. En estas materias, mi tío, observador e investigador admirable, no le llegaba a la suela de los zapatos; pero compenetrados dominaban completamente la Astronomía y la Física Nuclear.

El teclear de una máquina llamó mi atención hacia otro ángulo.

— Es verdad — dijo mi tío—. Olvidé presentarte. Señorita, mi sobrino Juan, una mala pieza que jamás ha sabido sumar correctamente. ¡La vergüenza de la familia!

— No soy el único — protesté—. Pablo no es mejor que yo.

— Es cierto — admitió—. ¡Y pensar que su padre hacía malabarismos con las integrales! La raza pierde. En fin, no seamos injustos con lo que son. Juan será un excelente geólogo y espero que Pablo realizará un buen estudio sobre los asirios.

—¡Los hindúes, tío, los hindúes!

—¡Es igual, son de la misma ralea! Juan, te presento a Martina Sauvage, la hermana de Miguel, nuestra ayudante.