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—¡Es curioso! Oí hablar a menudo de usted en la Tierra — dije.

— En fin, yo mismo, Artur Jeans.

Presenté a mi mecánico y añadí:

— Señores, hay que tratar de salvar todo lo posible de su avión, y marcharse. ¿Han vuelto a ver las hidras gigantes?

— No — repuso Jeans—. Los restos de las que abatimos podrá usted verlas al otro lado del avión.

Llegamos allí en la camioneta. Enormes masas acababan de pudrirse.

—¿Les han dado que hacer estos animales? — preguntó Biraben.

—¡Ya lo creo! Pero las nuestras eran verdes y más pequeñas, lo cual no les impedía ser peligrosas. ¿Vuestro avión es un buen refugio?

— Sí.

— En este caso, voy a tomar conmigo a cuatro de vosotros. Los otros tres se quedarán aquí con mi marinero. Desmontad las armas de a bordo. ¿Tenéis aún municiones?

— Estamos muy bien provistos.

— En este caso, las llevaremos en un tercer viaje.

Jeans designó a Smith, Brewster, Biraben y a Wilkins. Los demás se encerraron en el avión.

Tomé a Smith a mi lado. Yo hablaba mal el inglés, pero bien el alemán. Smith lo hablaba suficientemente, y pudimos informarnos. Supe, así, que New-Washington era un fragmento de los Estados Unidos caído en pleno océano teluriano. No había habido más que diez mil sobrevivientes y cuarenta y cinco mil muertos. La isla así formada se extendía sobre treinta y siete kilómetros de largo por siete de ancho. Había una fábrica de aviación casi destruida por el choque y que habían reconstruido, campos de labranza, grandes reservas de víveres y municiones y, cosa extraña, varias naves: el crucero ligero francés, el Surcouf, un destructor americano, el Pope, un torpedero canadiense y dos barcos mercantes: un carguero mixto noruego y un petrolero argentino. Yo tenía en el Surcouf a un amigo de la escuela y me enteré con pena que había desaparecido en la catástrofe. Todos los navíos se encontraban en alta mar, consiguiendo al cabo de un tiempo llegar a New-Washington, con las arboladuras destrozadas como después de un combate, navegando a veces con velas de ocasión, pero básicamente intactos. El cataclismo se les presentó bajo la forma de una gigantesca tromba de agua.

—¿Por qué habéis tardado tanto en explorar?

—¡Había cosas muy urgentes! Enterrar a los muertos, despejar las ruinas, reconstruir. El poco combustible que poseíamos lo utilizamos para poner en funcionamiento a uno de los diecisiete aviones, no excesivamente perjudicados; es el que ha caído aquí.

—¿Habéis recibido nuestros mensajes?

— No, jamás. Y no obstante, permanecimos a la escucha más de un año.

— Es curioso. ¿Cómo os habéis mantenido?

— Teníamos muchas conservas. Cultivamos trigo; pudimos pescar bastante, y algunas formas terrestres sobrevivieron y se multiplicaron considerablemente. Por falta de leche hemos perdido muchos niños — añadió con tristeza.

Le puse al corriente de lo que habíamos hecho. Hacia las tres de la madrugada llegamos al Temerario. Dejé allí a los que habíamos rescatado, y a pesar de las protestas de Miguel, volví a marchar inmediatamente. Iba a presenciar un espectáculo que me heló la sangre.

Cuando avisté el avión observé, un poco a la derecha, a una enorme masa gelatinosa de un color violeta claro, que se desplazaba a una considerable velocidad, quizá a 30 ó 40 kilómetros por hora. Medía unos diez metros de diámetro por un metro de alto. Intrigado, me detuve. El animal no se preocupó de mí y continuó su ruta hacia el avión. El canadiense abrió la puerta y salió. Vio la camioneta detenida y vino hacia ella. Detrás de él aparecieron Etienne, O'Hara y Jeans. Me fijé de nuevo en el monstruo: su rico color violeta había desaparecido, convirtiéndose en gris opaco; parecía una roca cubierta de líquenes. Previendo el peligro me puse en marcha y toqué la bocina. El mecánico agitó la mano otra vez y aceleró su paso.

Yo di todo el gas. Llegué tarde. El monstruo, de nuevo violeta, se precipitó sobre él. Pary lo vio, dudó un momento y corrió hacia el avión. Entonces ocurrió algo extraño; resonó un ruido seco, y una especie de chispa alcanzó al canadiense, que se desplomó. Desapareció englobado por los seudópodos.

Horrorizado, frené en seco. El animal se volvió y vino recto hacia mí. Salté de mi asiento, trepando hasta la cúpula del lanzagranadas. Febrilmente apunté los tubos, cargados por la mañana. La centella azul saltó nuevamente, dando contra el radiador. Percibí una sacudida. No una sacudida eléctrica, sino como un frío glacial que me obligó a detenerme. Apreté el disparador. Las dos granadas dieron de lleno en el monstruo, a diez metros. Hubo dos explosiones sordas, una serie de crepitaciones violentas acompañadas de chispazos. Saltaron como unos jirones de gelatina. El animal se abarquilló y quedó inmóvil. Puse el motor en marcha y me acerqué con cuidado. Unas irisaciones recorrían aún la jalea viviente que todavía palpitaba. Del canadiense, ni rastro. Por la portezuela lancé dos granadas incendiarias. Con un calor intenso, se arrugó, se redujo y dejó de palpitar. Llegaron los demás.

— What an awful thing — dijo Jeans. Repitió en francés: ¡Qué cosa más horrible!

— Temo que no podamos hacer nada por nuestro mecánico. Enterrarlo, como máximo.

Pero cuando abrimos a hachazos la rígida gelatina, que se había vuelto más densa que la madera, ¡no encontramos más que un anillo de oro!

Apenados, subimos al coche, cargando las ametralladoras. Etienne volvió a su puesto con el lanzagranadas. Al día siguiente hicimos más expediciones para llevar el resto de las armas, las municiones, los motores eléctricos y todo lo que pudo ser salvado. La última, conducida por Miguel, tuvo que luchar con la «muerte violeta». Destruyeron cuatro de estos innobles animales.

Embarcada con rapidez la camioneta, partimos, saludando con una lluvia de granadas una hidra demasiado curiosa, que cayó destrozada. Yo estaba más confiado que en la ida, cumplida mi misión y pudiendo encargar la dirección del navío a unos hombres de los cuales, al menos dos, sabían realmente lo que era un barco.

IV — HE DESCUBIERTO TIERRAS IGNORADAS…

Dejé la dirección técnica en manos de Jeans y sus oficiales, reservando para mí y para Miguel el mando general. Envié un mensaje a Cobalt. Después, aconsejado por Wilkins, intenté comunicar con New-Washington. Con gran sorpresa de mi parte, lo conseguí. Jeans les explicó sucintamente lo ocurrido, y nos transmitió el agradecimiento de su gobierno y una invitación.

— Sintiéndolo mucho, no puedo aceptar de momento — respondí—. No tenemos bastante carburante para recorrer los 10.000 kilómetros que nos separan de New-Washington. Primero pasaremos por Cobalt-City.

—¿Cómo es que vosotros, franceses, habéis bautizado así vuestra ciudad? — inquirió O'Hara.

— Pues, porque es idéntica a uno de los pueblos de vuestro «Far-West» por allá el 1880. ¡Al menos tal como nosotros lo imaginamos!

Apenas dejamos el río nos dirigimos hacia el Nordeste. Soplaba un fuerte viento, y el Temerario, con gran malestar de algunos estómagos, danzaba notablemente. Estuvimos hablando, medio en francés, medio en inglés. Cuando nos faltaba una palabra, Biraben hacía de intérprete. Nuestro primer día en el mar pasó sin incidentes. Por la noche, aunque el mar se había calmado, aminoramos la marcha. Me fui a dormir, dejando a Smith en el puente. Un cambio de oscilación del Temerario me despertó. Escuché, con la sensación de que ocurría algo anormal. Inmediatamente lo comprendí: los motores se habían parado. Me vestí a toda prisa y subí al puente. Pregunté a un hombre de servicio:

—¿Qué pasa?

— No lo sé, señor, acabamos de parar.

—¿Dónde está el comandante americano?

— A popa, con el ingeniero. Miguel sacó la cabeza por un tragaluz.