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—¿Qué ocurre? ¿Por qué hemos parado?

— No lo sé. Ven conmigo.

— Voy.

Al decir esto se produjo como una tromba de agua contra el casco; después una sacudida hizo vacilar el barco. Oí un sonoro Damn it! (¡Maldición!), después una exclamación de sorpresa y un grito, un grito terrible:

—¡Todo el mundo dentro!

Smith me cayó encima, proyectándose sobre el callejón. Wilkins se zambulló literalmente en el interior. Smith sacó la cabeza sobre el puente, comprobó que estaba desierto y cerró la puerta. A la luz de una lamparilla vi su rostro, lívido, descompuesto. Vi como la cubierta del puesto de tripulación se cerraba con violencia. Hubo otra sacudida, y el Temerario dio un bandazo a estribor. Yo tropecé y caí sobre el tabique.

—¿Puede saberse qué ocurre?

Wilkins, al fin, contestó:

—¡Calamares gigantes!

Quedé horrorizado. Desde mi primera infancia, cuando leía Veinte mil leguas de viaje submarino, estaba atemorizado por estos animales. Conseguí articular:

— Come with me (¡Ven conmigo!) Temblándonos las piernas subimos la escalerilla, que conducía a la cubierta. Lancé una ojeada a través de las claraboyas: el puente estaba desierto y relucía bajo las lunas. En la extremidad delantera, una especie de cable grueso oscilaba detrás del afuste de los lanzagranadas. A diez metros a babor, emergió, por un instante, una masa de un mar de tinta; después aquello fue un volteo de brazos, recortado por la luz lunar. Calculé la longitud de aquellos brazos en veinte metros. Miguel se unió al grupo y después los demás americanos. Smith explicó el incidente. Cuando las dos hélices se detuvieron a la vez, estaba a popa con Wikins, y vio a dos ojos enormes que relucían débilmente. El animal les lanzó un tentáculo. Fue entonces cuando oímos el grito.

Intentamos poner de nuevo en marcha el motor. Así lo hicimos, las hélices batieron el agua, el Temerario vibró y avanzó unos metros. Después los motores se calaron con una serie de sacudidas.

— Esperaremos el día — aconsejó Wilkins. La espera resultó larga. Al amanecer pudimos comprobar la extensión del peligro. Como mínimo estábamos rodeados de veinte monstruos. No se trataba de calamares, aunque a primera vista pudieran parecerlo. Tenían un cuerpo fusiforme, agudo por la parte trasera, sin aletas, de diez o doce metros de largo por dos o tres de diámetro. De la parte delantera partían seis brazos enormes de unos veinte metros de largo y cincuenta centímetros de diámetro. Estaban dotados de garras relucientes, aceradas, y terminaban en punta de lanza. Los ojos, igualmente en número de seis, se encontraban en la base de los tentáculos.

— Aparentemente son primos hermanos de las hidras — dije.

— Por el momento, muchacho, me importa un comino — replicó Miguel—. Si se echan encima del Temerario…

—¡Soy idiota! ¡Cómo no habré puesto lanzagranadas en los torreones!

— Es tarde ya. Pero ¿y si pasáramos una de las ametralladoras del avión por un ojo de buey? Sería necesario, también, esconder las hélices. ¡Si salimos de ésta!…

Grité a la tripulación.

— Llevad una ametralladora y cintas de munición. Sobre todo, no paséis por el puente.

—¡Atención! — gritó Miguel. Un monstruo se acercaba con gran revuelo de tentáculos. Con uno de ellos agarró la valla de estribor y la arrancó.

— Si pudiéramos matar a uno con la ametralladora, quizá los demás se lo comerían.

El tubo acústico de las máquinas susurró:

— Las hélices están libres, señor.

— Bien. Estad atentos. Cuando yo lo ordene marchad adelante, a toda velocidad.

Los marineros subieron una ametralladora. Bajé el cristal e hice penetrar el cañón del arma. En el momento en que iba a disparar, Miguel me golpeó la espalda.

— Aguarda. Es mejor que lo haga un americano Están habituados a sus armas.

Pasé la ametralladora a Smith, verdadero afuste viviente. Visó minuciosamente un calamar que se posaba entre dos olas y disparó. El animal dio un verdadero salto fuera del agua, después se zambulló. En el momento en que Smith se disponía a liquidar a otro, se desencadenó una tempestad. Una decena de brazos gigantescos despejaron el puente, arrancando los pasamanos, retorciendo la pequeña grúa y hundiendo la chapa de protección de la ametralladora pequeña. Se rompió un cristal y penetró un tentáculo por la toldilla reventando el marco del tragaluz. Se agitó furiosamente. Miguel cayó sobre el tabique. Wilkins y yo, horrorizados e inmóviles, no pudimos dar un paso. Jeans yacía por tierra, derribado. El primero en reaccionar fue Smith. Cogió un hacha fijada en el muro y con un magnífico golpe de carnicero cortó limpiamente el tentáculo. A través de la puerta entreabierta salté al aparato de radio que lanzaba un S. O. S. antes de que los mástiles fueran arrancados. El Temerario se inclinó notoriamente, y oí a un marinero que gritaba:

—¡Nos hundimos!

Por el ojo de buey vi el mar agitado de tentáculos. Después llegó el deus est machina que nos salvó.

A unos doscientos metros emergió una cabeza enorme y chata de más de diez metros, presidida por una boca inmensa con blancos y acerados dientes. El recién llegado se precipitó sobre el primer calamar y lo seccionó en dos. Después, él y dos de sus congéneres que corrieron a flanquearle y los calamares libraron un combate feroz. ¡No podría asegurar si duró una hora o un minuto! El mar se calmó y no quedó otra cosa que restos de carne flotando a la deriva. Necesitamos más de diez minutos para darnos cuenta de que estábamos salvados. Entonces, enfilamos hacia el Norte a toda marcha.

Por la noche avistamos a babor un archipiélago de arrecifes encrespados, como siluetas en ruinas enderezadas contra el sol poniente. Nos acercamos con precaución. A escasos cables de distancia, apreciamos entre dos rocas dentadas un bullicio sospechoso. Instantes después, reconocimos una banda de calamares, y, con el timón a estribor, y a toda velocidad, los dejamos detrás nuestro.

La noche, muy clara, nos permitió avanzar bastante aprisa. Rozamos un calamar aislado, medio dormido, que fue fulminado por nuestras granadas. Por la mañana estábamos ante una isla.

O'Hara subió al puente, llevando el mapa que había dibujado, según las fotografías con rayos infrarrojos, tomadas desde el avión. Pudimos identificar la isla que teníamos delante con una tierra muy abrupta orientada Este-Oeste, situada entre el continente ecuatorial de donde veníamos y el continente boreal. La fotografía, tomada desde mucha altura, no precisaba detalles, pero se podía distinguir una cadena montañosa y grandes bosques. Al Sudeste, más allá de un estrecho, se podía observar la punta de otra tierra. Decidimos alcanzar el extremo Este de la primera isla, el poniente de la segunda y la gran península, al sur del continente boreal.

Recorrimos la costa Sur de la primera isla. Era rocosa, abrupta e inhospitalaria. Las montañas no parecían muy elevadas. Al atardecer llegamos al extremo Este y bajamos anclas en una pequeña bahía.

Al alba roja, el río se dibujó llano y monótono, con algo de vegetación. Cuando Helios se levantó divisamos con claridad una sabana que moría en el mar por una estrecha playa de arena blanca. Nos acercamos, e hicimos el feliz descubrimiento de que la playa terminaba de súbito, de manera que la costa distaba pocos metros de fondos de diez brazas. Nos fue fácil colocar el puente móvil y desembarcar el coche, en el cual habíamos substituido el lanzagranadas por una de las ametralladoras del avión, más manejable. Miguel, Wilkins y Jeans se instalaron en él. No fue sin aprensión que los vi desaparecer en lo alto de una pendiente. Las hierbas aplastadas trazaban la pista del coche, lo cual, llegado el case, facilitaría su búsqueda. Con la protección de las armas de a bordo bajé a tierra y visité los alrededores. Entre las hierbas, puede recoger una docena de especies distintas de curiosos «insectos» telúricos. Unas pisadas indicaban la presencia de fauna más voluminosa. Dos horas más tarde, el ronquido de un motor anunció el retorno de la camioneta. Miguel bajó solo.