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—¿Dónde están los demás?

— Se quedaron allí.

—¿Dónde, allí?

— Ven, ya lo verás. Hemos hecho un descubrimiento.

—¿De qué se trata, pues?

— Ya lo verás.

Intrigado pasé el mando a Sinitb, y ocupé un lugar en el coche. La sabana ondulada, entrecortada de bosques. Cerca de uno de ellos erraba una manada de animales parecidos a los Goliats, pero sin cuernos. Después de una hora aproximada de camino vi un dolmen de varios metros de altura, y derecho, encima de él, a Jeans. Miguel se detuvo al pie. Bajamos, y por el otro lado entramos en un abrigo, debajo de la roca.

—¿Qué piensas de esto? — me preguntó Miguel.

Sobre la pared habían sido grabados una serie de signos; signos que se parecían curiosamente a los caracteres primitivos. Primero imaginé que se trataba de una broma, pero la pátina de la piedra me convenció muy pronto de mi error. Quizá habían tres o cuatrocientos signos.

— Hay más. Ven a verlo.

— Espera, voy a tomar un arma.

Fuimos para allá, ametralladora en mano. A doscientos metros el suelo descendía hacia un valle silencioso, en cuyo fondo se encontraba un amontonamiento de placas de metal y vigas torcidas, todo lo cual, sin embargo, había conservado un aspecto general fusiforme. Wilkins rodaba por entre los destrozos.

—¿Qué es esto? ¿Un avión?

— Quizá sí. ¡Pero no terrestre, esto es seguro!

Me acerqué, me adentré por el embrollo de restos. La chapa descansaba sobre la fina arena. Era de un metal amarillento, que no reconocí, pero del que Wilkins aseguró que era una aleación de aluminio.

El ingeniero me dejó curioseando el trasfondo de las placas, y se dirigió hacia la punta de aquel amasijo. Oímos una exclamación; después nos llamó. El extraño ingenio había sufrido allí menos desperfectos, conservando su forma de punta de cigarro. En un tabique intacto había una abertura. Reinaba una semiobscuridad en la cabina troncocónica en que penetramos, y al principio no pude ver nada más que la silueta imprecisa de mis dos compañeros. Después, mis ojos se habituaron a la penumbra y distinguí una especie de tabla de a bordo, con unos signos parecidos a los de la inscripción, unos signos metálicos, estrechos, unos cables de cobre, rotos y colgantes, y crispada sobre una palanca de metal blanco, una mano momificada. Enorme, negra, aún musculada a pesar de su desecamiento, no tenía más que cuatro dedos dotados de garras que debían ser retráctiles. La muñeca estaba cortada.

Por instinto, nos miramos. ¿Cuánto tiempo haría que esta mano se estaba momificando en esta isla perdida, en una última maniobra? ¿Quién era aquel ser que había pilotado aquel ingenio? ¿Provenía de otro planeta del sistema de Helios, de otra estrella, o como nosotros, había sido desalojado de su propio universo? Preguntas a las que hasta mucho tiempo después no hallaríamos más que una respuesta incompleta.

Estuvimos escudriñando hasta la noche, entre los restos del aparato. Nuestros hallazgos fueron mediocres. Algunos objetos de metal, cajas vacías, fragmentos de instrumentos, un libro de páginas de aluminio, pero por desgracia sin ninguna ilustración, un martillo de forma muy terrestre. Detrás, donde debieron colocarse los motores, bloques informes y enmohecidos, y en un espeso tubo de plomo, un fragmento de metal blanco que analizado en New-Washington resultó ser uranio.

Tomamos fotografías y volvimos. Era normal que nuestros hallazgos fueran escasos: algunos pasajeros de aquella máquina habían sobrevivido, como lo probaba la inscripción, y debieron llevarse todo lo que podía ser de utilidad. No teníamos tiempo de registrar la isla. Después de haberla bautizado como «Isla Misterio» partimos hacia la situada al Nordeste. Desembarcamos con dificultad, y no pudimos pasar el coche a tierra. La pequeña parte que visitamos era árida, poblada únicamente de «víboras» salvo algunos «insectos». Sin embargo, encontramos algunos útiles sswis, en obsidiana. Más movida y fructífera resultó la exploración de la punta Sur del continente boreal.

Al amanecer llegamos a una pequeña cala rodeada de altos peñascos, fantásticamente recortados. El desembarco del coche fue laborioso, y el sol estaba alto cuando partí con Miguel y Smith. No sin dificultad, llegamos hasta una meseta que se extendía hacia el Norte y el Este hasta perderse de vista. Al Sur se elevaban pequeñas montarías. Nos dirigimos hacia ellas, a través de la sabana manchada por pequeños bosques. El país estaba extremadamente poblado de variados animales: Goliats, elefantes, formas más pequeñas, aisladas o en rebaño. A nuestro paso, despertamos a una pareja de tigrosauros que no nos atacó, afortunadamente, pues nuestra camioneta no hubiera resistido el choque. A las tres de la tarde, cuando terminábamos de comer, apareció en la lejanía una nutrida manada. Se acercó, y reconocimos a los Sswis de la raza grande y roja, la raza de Wzlik. Me acordé que este último me había dicho en repetidas ocasiones que su tribu provenía del Sur, y que pocas generaciones antes se habían separado de su pueblo por razones que continué ignorando. Este encuentro nos incomodaba, pues nos cerraba el camino de las montañas, y si avanzábamos, dado su temperamento belicoso, la batalla parecía inevitable. Pero quizá no nos vieron, el caso es que torcieron a la izquierda y desaparecieron en el horizonte. Rápidamente, tuvimos consejo de guerra. Yo me incliné por el retorno inmediato, pues nos habíamos alejado del Temerario y estábamos en un país desconocido. Pero Miguel y Smith eran de la opinión de seguir adelante, y no regresar hasta el día siguiente. Continuamos, pues, hacia las montañas, y a las cuatro estábamos ante un acantilado que se levantaba delante de la cadena montañosa. A unos treinta metros de altura me pareció ver unas colmenas. Cuando estuvimos más cerca, pudimos observar unas fortificaciones constituidas por unas torres espaciadas a unos veinte pasos entre sí, y de una altura de diez metros. Al pie del acantilado, en una franja de cinco o seis metros, no había ni un árbol ni un matorral. Los Sswis galopaban entre las torres. Parecían muy agitados, y con los prismáticos vimos que nos señalaban con el dedo. Dudando, reduje la marcha.

De repente, una cosa larga y negra salió de lo alto de una torre que estaba frente a nosotros. Silbante, una gigantesca jabalina que debía pesar sus buenos treinta kilos, se clavó en tierra, a pocos pasos de nosotros. Frené, y después, recuperando mi sangre fría, viré acelerando.

—¡En zigzag! — me gritó Miguel.

Me volví, y pude ver una docena de dardos por los aires. Vibrando, se clavaron en el suelo a nuestro alrededor, y yo con un golpe de volante tuve que evitar a uno. Nuestra ametralladora funcionó. ¡Smith estaba a sus anchas! Había sido campeón de tiro de la aviación americana. Miguel me contó después que en un abrir y cerrar de ojos había incendiado seis torreones. No pude ver nada de esta fase del combate. Estaba agachado sobre el volante, con el pie sobre el acelerador, fastidiado por un piso desigual, la cabeza hundida entre los hombros y temiendo a cada instante sentir cómo una jabalina se clavaba en mi espalda. ¡En realidad, faltó muy poco para ello! Al llegar a los primeros árboles que limitaban con la zona devastada, se produjo a mi espalda un choque violento, un ruido metálico. Yo alteré el rumbo con violencia. Cuando, minutos después, pasé el volante a Miguel, vi que una jabalina había atravesado el techo, pasado entre las piernas de Smith y terminando su carrera con la punta hundida contra una lata de buey asado, clavándose contra el suelo. El asta sobrepasaba el techo de más de dos metros. Sin detenernos, la aserramos, y puede examinar la punta: era triangular, dentada, ¡y de acero!