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Por la noche hicimos una corta parada, y caminando discutimos nuestra aventura.

— Es curioso — dije— que estos Sswis conozcan el metal, y que sea además un acero de buen temple. Se trata, ciertamente, del pueblo de donde proviene la tribu de Vzlik, lo cual significa que pocas generaciones atrás estaban todavía en la edad de piedra. Los Sswis son realmente muy inteligentes, pero me sorprende tal rapidez de progreso.

Miguel reflexionaba.

— Quizá esto esté en relación con nuestro descubrimiento de la isla.

— Puede ser, tienen catapultas o, mejor dicho, ballestas que alcanzan a más de quinientos metros.

— En todo caso — dijo Smith en inglés—, al menos les he destruido seis torres.

— Si. Ahora marchémonos. ¡Este país no es seguro!

Rodamos toda la noche. En este planeta yo ya había vivido otras noches agitadas, ¡pero ninguna como aquélla! Las tres lunas se habían levantado, y toda la fauna de este mundo parecía haberse reunido en aquel rincón. Tuvimos que abrirnos camino a través de manadas de elefantes, atraídos por los faros. Después fue un tigrosauro al acecho quien, salvo un positivo pánico que nosotros compartimos ampliamente, salvó nuestro fuego, sin aparentes daños. Tres Goliats nos obligaron a cambiar de ruta, y dos de nuestros neumáticos sufrieron el mordisqueo de víboras. Sin embargo, antes de levantarse el día vimos ya los cohetes lanzados desde el Temerario, y al alba estábamos a bordo.

V — EL PELIGRO

Unos días más tarde, llegamos a la desembocadura del Dordoña, sin más contratiempo que una avería en los motores que nos obligó a marchar un día a la vela. Avisados desde Cobalt por radio, no nos sorprendimos de encontrar en la confluencia de la isla a Martina, Luis y Wzlik, en una barca a motor. Subieron a bordo, siendo remolcada su embarcación hasta Puerto-León. Hacía más de un mes que estábamos fuera. Es inútil que diga que estuve contento de ver de nuevo a Martina. Muchas veces en el curso del viaje creí no regresar.

Luis me tendió el texto del último radiomensaje recibido desde New-Washington. Lo leí con asombro, y lo pasé a los americanos. Biraben se lo tradujo. Su contenido podía reducirse así: New-Washington se hundía lentamente en el mar, y de no modificarse la regresión, máximo dentro de seis meses, la isla habría desaparecido totalmente. El gobernador nos lanzaba, pues, un S. O. S.

El Consejo se reunió en presencia de los americanos. Jeans tomó la palabra en francés:

— En New-Washington tenemos un crucero francés, dos torpederos, un carguero y un pequeño petrolero. Tenemos también dieciséis aviones en estado de vuelo, entre los cuales hay tres helicópteros, pero en cambio no nos queda más combustible. ¿Podría usted vendérnoslo?

— No se trata de esto — repuso mi tío—. Acudir en vuestro socorro es un deber elemental. Pero el gran problema radica en el transporte. Como barco, no tenemos más que el Temerario, que es muy pequeño.

— Conservamos aún el casco del Conquistador — dije—, y especialmente las barcazas remolcables que podrían fácilmente ser transformadas en petroleros. ¿Qué opinan ustedes? — pregunté a nuestros ingenieros.

Estranges reflexionó.

— Diez o doce días de trabajo para construir los depósitos. Otro tanto como mínimo para los dispositivos de seguridad. En total, un mes. Dos depósitos de 10 x 3 x 2 m., con una capacidad para 122.000 litros. Mitad bencina mitad aceites pesados.

— Preferiríamos menos bencina y más aceites pesados.

— Es posible. ¿Cuál es la cifra exacta de vuestra reserva?

— Seis millones de litros — dije—. Detuve la explotación, falto de lugar para el almacenamiento.

—¿Cuánto hay de New-Washington a Puerto-León?

— Unos 450 kilómetros.

— Sí —dije—, pero en alta mar pueden ser más.

—¿Si le confiamos al Temerario y a algunos de nuestros hombres, podría usted conseguirlo? — preguntó mi tío a Jeans.

— Respondo de ello. Vuestro pequeño navío es excelente.

— De acuerdo. Intentémoslo.

Un mes después, el Temerario partió con un remolque cargado con 145.000 litros de carburante.

Como Miguel me contó más tarde, el viaje no tuvo historia. No encontraron calamares, ni monstruo alguno. New-Washington estaba situado sobre una tierra baja, con dos colinas sembradas de casas. Fueron acogidos por salvas de los cañones de los navíos de guerra. Toda la ciudad, situada al borde del mar, estaba adornada. La banda de música del crucero tocó el himno americano, y después la Marsellesa. Los oficiales observaban con asombro al pequeño Temerario, que se deslizaba por el puerto. Los aceites pesados pasaron directamente a los pañoles del petrolero argentino, el cual aparejó en el acto. La bencina fue transportada en camión al campo de aviación.

Miguel fue recibido por el presidente de New-Washington, Lincoln Donalson, y después a bordo del Surcouf, a cuyos oficiales y tripulantes les encantó poder saludar a un pedazo de Francia.

Los ciudadanos de New-Washington se entregaron a un trabajo encarnizado, desmontando y abarrotando los navíos con todo lo que podía ser salvado. Después, regresó el Porfirio Díaz; y el cargo noruego, el Surcouf y los dos torpederos partieron, cargados hasta los topes de material y de hombres. Miguel me anunció su salida por radio. Por mi parte, le informé de que habíamos obtenido de Wzlik, gran jefe de los Sswis, desde la muerte de su suegro, la concesión a los americanos de un territorio, que en realidad pertenecía a los Sswis negros, pero sobre el que su tribu tenía ciertos derechos, y una parte de otro que les pertenecía realmente, comprendido entre el Dron y los Montes Desconocidos. Para nosotros, había obtenido un pasadizo a lo largo del Dordoña hasta su desembocadura, cerca de la que queríamos construir un puerto, Puerto del Oeste. No estábamos inactivos.

Se habían construido unas casas para los americanos cerca de las montañas, en la parte propiamente Sswis de su territorio, justamente al otro lado del Dron, enfrente de nuestra factoría del «Cromo».

Poco tiempo después llegó el primer convoy. Lo anunció una mañana el vigía situado en la desembocadura del Dron. El Surcouf y el carguero, demasiado grandes, no pudieron ir más lejos, y bajaron anclas. Los torpederos remontaron el Isla. Los emigrantes arribaron a sus nuevas tierras por medio de pequeñas embarcaciones remolcadas. Por el momento, se decidió que los americanos se contentarían con el territorio propiamente Sswis, dejando para más tarde la conquista — pues una conquista sería necesaria— del sector Sslwip.

Miguel regresó por avión poco antes del séptimo y último convoy. La isla estaba casi sumergida totalmente, pero ya Nueva América contaba con una ciudad y siete pueblos, e iban a recolectarse las primeras cosechas. Nuestra población se incrementó con seiscientos hombres del Surcouf, sesenta argentinos que prefirieron vivir en un «país latino» y unos cincuenta francocanadienses, a quienes aunque al principio desagradó nuestro colectivismo, reducido por otra parte a las instalaciones industriales, se apercibieron muy pronto de que nada les impedía la práctica de su religión. Los noruegos, en número de doscientos cincuenta — cuando el cataclismo habían recogido a los sobrevivientes de un paquebote de su nacionalidad— se establecieron, a petición suya, en un enclave de nuestro territorio, cerca de la desembocadura del Dordoña. Crearon allí un puesto de pesca. En realidad, la segregación nacional no fue absoluta, ya que hubo matrimonios internacionales. Afortunadamente, entre los americanos las mujeres eran mayoría, y muchos de los marinos del Surcouf se habían casado ya en el viejo New-Washington. Un año después de este éxodo, cuando acababa de nacer mi primer hijo Bernardo, Miguel se casó con una linda noruega de dieciocho años, Inge Unset, hija del comandante dei carguero.