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Mi primer pensamiento fue para mi hermano. Yacía, la espalda contra el suelo, a pocos metros. Me acerqué, admirado de gravitar de nuevo. Pablo tenía los ojos cerrados, y su pantorrilla derecha, lastimada por un residuo de vidrio, sangraba. Cuando le vendaba con el pañuelo, tornó en sí.

—¿Aún estamos vivos?

— Sí; estás herido, pero sin gravedad. Voy a ver a los demás.

Se enderezó:

—¡Vamos!

Vandal se incorporaba. Massacre tan sólo tenía los ojos algo descalabrados. Se dirigió hacia Pablo, para examinarlo.

— No es nada. El vendaje es casi inútil, porque no hay ninguna gran arteria afectada.

Breffort había sido alcanzado de más gravedad. Tenía una amplia brecha en la cabeza y estaba inconsciente.

— Precisa con urgencia una cura — dijo el cirujano—. Tengo todo lo necesario en casa de vuestro tío.

Observé la casa. Había resistido bastante bien. Faltaba una parte del techo, habían reventado postigos y ventanas, pero el resto parecía intacto. Entramos, llevando a Breffort y a mi hermano. En el interior, los muebles tumbados vomitaban su contenido sobre el suelo. A duras penas, enderezamos la mesa grande para colocar a Breffort. Vandal ayudó a Massacre.

Entonces me di cuenta que hasta aquel momento no me había preocupado de mi tío. La puerta del observatorio estaba abierta, pero nadie se movía.

— Voy a ver — dije, y me marché cojeando. Al dar la vuelta a la casa, apareció el jardinero, el viejo Anselmo, a quien habíamos totalmente olvidado. La cara le sangraba en abundancia. Le mandé a que le curaran. Subí la escalera del Observatorio. La cúpula estaba desierta, y el gran telescopio abandonado. En el despacho, Menard reajustaba, con aire sorprendido, sus lentes.

—¿Dónde está mi tío? — le pregunté.

Mientras frotaba sus cristales con un pañuelo, me contestó:

— Cuando aquello ocurrió, quisieron salir y no sé dónde están.

Me abalancé hacia fuera, llamando:

—¡Tío! ¡Miguel! ¡Martina!

Un «¡Hola!» me respondió. Detrás de unas rocas hundidas encontré a mi tío sentado, apoyado en un bloque.

— Se ha torcido un tobillo — aclaró Martina.

—¿Y Miguel?

A pesar de las circunstancias, estuve admirando la forma de su hombro, bajo la ropa destrozada.

— Ha ido a buscar agua a la fuente.

— Y bien, tío, ¿cómo se explica usted todo esto?

—¿Qué quieres que te diga? No sé ni una palabra. ¿Cómo están los demás?

Le puse al corriente.

— Va a ser necesario bajar al pueblo, para ver lo que ocurrió allí —observó.

— Por desgracia, el sol se pone.

—¿Se pone? Precisamente se está levantando.

— Se pone, tío. Hace un momento estaba más alto.

—¡Ah! ¿Estás hablando de este miserable lumiñón de cuero? Mira detrás tuyo.

Me volví y pude contemplar un radiante sol azulado detrás de las montañas segmentadas. Era preciso rendirse a la evidencia: estábamos en un mundo que poseía dos soles.

Mi reloj marcaba 0 h. 10 m.

SEGUNDA PARTE — LOS ROBINSONES DEL ESPACIO

I — LOS ESCOMBROS

No puedo describir el alud de sentimientos que se abatió sobre mí. Inconscientemente, a pesar de toda su novedad, yo había asimilado la catástrofe según las normas terrestres: grandes olas, seísmos, erupciones y súbitamente me encontré ante este hecho imposible, enloquecedor pero real. ¡Me encontraba en un mundo iluminado por dos astros solares! No, no sabría explicar la turbación que se apoderó de mí. Intentaba negar la evidencia.

—¡Pero… a pesar de todo estamos en la Tierra, aquí está la montaña y el Observatorio, y allí abajo el pueblo!

— Estoy realmente sentado en un pedazo de Tierra — repuso mi tío—. Pero, a menos que yo sea tan ignorante como para desconocer un hecho de esta importancia, nuestro sistema terrestre no admite más que un Sol, y aquí hay dos.

— Pero entonces, ¿dónde estamos?

— Te repito que no lo sé. Estábamos en el Observatorio. Al vacilar éste, pensé que se trataba de un temblor de tierra y salimos Martina y yo. Encontramos a Miguel en la escalera y fuimos proyectados fuera. Perdimos el conocimiento y no vimos nada más.

— Yo sí —dije con un escalofrío—. Vi cómo las montañas desaparecían con el Observatorio en medio de un resplandor lívido. Después me encontré fuera también, ¡y el Observatorio estaba allí de nuevo!

— Y pensar que con cuatro astrónomos, ninguno ha sido testigo de ello — se lamentó.

— Miguel vio cómo comenzaba. ¿Pero dónde está? Tarda demasiado…

— En efecto — dijo Martina—. Voy a ver.

— No, me corresponde ir a mí. Tío, por piedad, ¿dónde piensa usted que hemos ido a parar?

— Te repito que todavía no lo sé. Pero con seguridad no en la Tierra. Incluso pudiera ser — musitó— que ni en nuestro Universo.

—¿Entonces la Tierra se acabó para nosotros?

—¡Me lo temo! En fin, ocúpate ahora de encontrar a Miguel.

Lo encontré escasamente unos pasos más allá. Dos hombres le acompañaban, uno de ellos moreno, de unos treinta años, y el otro aproximadamente diez años mayor. Miguel nos presentó, lo cual me pareció cómico, teniendo en cuenta las circunstancias. Se trataba de Simón Beuvin, ingeniero electricista, y de Jaime Estranges, ingeniero metalúrgico, director de la fábrica.

— Veníamos a ver lo que ha ocurrido — dijo Estranges—. Ante todo hemos bajado al pueblo, donde los equipos de socorro se han organizado inmediatamente. Hemos mandado a nuestros obreros como refuerzos. La iglesia se ha hundido. La alcaldía ha sepultado al alcalde y a su familia. Los primeros cálculos fueron de unos cincuenta heridos, algunos de ellos graves, y once muertos, además del alcalde y su familia. Por lo demás, la mayoría de las casas han resistido bien

—¿Y vosotros? — inquirió mi tío.

— Pocos estragos. Sabe usted, estas casas prefabricadas son ligeras y hacen bloque. En la fábrica, algunas máquinas arrancadas. Mi mujer tiene unos cortes poco profundos. Es nuestro único herido — contestó Beuvin.

— Tenemos entre nosotros un cirujano. Vamos a mandarlo al pueblo.

Después, volviéndose hacia Miguel y a mí:

— Ayudadme. Me voy a la casa. Martina, lleva a Menard. Señores, vengan con nosotros.

Cuando llegamos a la casa vimos que Vandal y Massacre habían trabajado con eficacia. Todo estaba nuevamente en orden. Mi hermano y Breffort reposaban en sendas camas. Massacre preparaba su maletín.

— Voy a bajar — dijo—. Debe haber trabajo para mí.

— En efecto — corroboró mi tía—. Estos señores vienen de allí; hay muchos heridos.

Me senté cerca del lecho de Pablo.

—¿Qué tal va, muchacho?

— Bien, apenas un ligero dolor en la pierna.

—¿Y Breffort?

— También mejora. Ha vuelto en sí. No es de la gravedad que se podía temer.

— En este caso, voy a bajar al pueblo — dije.

— Esto es — dijo mi tío—. Miguel, Martina y Vandal id también con él. Menard y yo cuidaremos de aquí.

Nos marchamos. Por el camino pregunté a los ingenieros.