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La reacción de los oyentes fue, en general, buena. Los campesinos habían, evidentemente, aceptado el catalismo. Rutinarios y apegados a la tierra, la mayoría de ellos habían conservado todas sus familias. Entre la gente del pueblo la incredulidad fue mayor:

—¡Caramba con la historia del viejo y su nuevo mundo! No lo esperamos hasta después de muertos.

— Pero, ¿y los dos soles?

— Es muy pequeño el mundo. ¡Y después, hay que ver las cosas que pasan con su ciencia! Si queréis saber mi opinión, se trata de un nuevo experimento dentro del género de la bomba atómica.

Los dramas familiares fueron también muy frecuentes. Un muchacho estaba aterrado ante la idea de que nunca más volvería a ver a su novia, que estaba de viaje, en casa de una prima. Quería a toda costa ponerle un telegrama. Otros, tenían familiares soterrados bajo las montañas o las ruinas de sus casas.

El día siguiente era domingo. Por la mañana fuimos despertados por un carillón. El párroco, ayudado por sus fieles, había recuperado las campanas de entre las ruinas de la iglesia, y ahora las tocaba en pleno aire suspendidas de la rama central de un roble. Cuando llegamos, estaba terminando de celebrar una misa de campaña. Era un hombre excelente este sacerdote, y demostró más tarde que bajo su rechoncha persona ocultaba vastas posibilidades de heroísmo. Me acerqué a él.

— Y bien, Monseñor, le felicito. Sus campanas nos han recordado agradablemente la Tierra.

—¿Monseñor? — preguntó.

— Claro está, sois el señor Obispo, ahora. Más aún: el Santo Padre.

—¡Dios mío! no había pensado en ello. Es una terrible responsabilidad — dijo palideciendo.

— Estoy seguro de que todo marchará perfectamente.

Le abandoné muy asustado y alcancé a Luis, instalado en la escuela. Estaba asistido por el maestro y su mujer, los dos jóvenes.

—¿Tu registro avanza?

— Más o menos. Lo que unos callan, los demás lo dicen en su lugar. Aquí tengo un recuento provisionaclass="underline"

2 maestros

2 carreteros

3 albañiles

1 carpintero

1 aprendiz de carpintero

1 garajista

1 párroco y 1 clérigo

1 sacristán

3 cafeteros

1 panadero

2 camareros

2 merceros

3 tenderos de ultramarinos

1 herrero y 2 ayudantes

6 picapedreros

2 policías

5 contramaestres

350 obreros

5 ingenieros

4 astrónomos

1 geólogo, tú

1 cirujano

1 médico

1 farmacéutico

1 biólogo

1 historiador, tu hermano

1 antropólogo

1 veterinario

1 relojero y especialista en radio

1 sastre y 2 aprendices

2 modistas

1 guarda jurado

Los demás son campesinos. En cuanto al viejo Boru, quiere ser clasificado como «cazador furtivo». ¡Ah! me olvidaba: el dueño del castillo, su hijo, sus hijas, su amante y al menos doce esbirros. ¡Estos únicamente nos causarán complicaciones!

—¿Y los recursos materiales?

— Once coches en rodaje, sin contar el de tu tío y el 20 HP. de Miguel, que consume demasiado; 3 tractores, uno de ellos con cadenas; 18 camiones, de los cuales hay 15 de la fábrica; 10 motos y un centenar de bicicletas. Por desgracia, solamente disponemos de 12.000 litros de bencina y 13.600 de gas-oil. Pocos neumáticos de recambio.

— No te preocupes por la bencina, los haremos marchar con gasógeno.

—¿Y cómo los construirás estos gasógenos?

— En la fábrica.

— No hay electricidad. Tenemos generadores auxiliares a vapor, pero hay poco carbón y no mucha madera.

— Habrá hulla no muy lejos de aquí, en las montañas. Debió «seguir». Difícil de explotar, ciertamente, pero no tenemos dónde escoger.

— Encuéntrala. Es tu oficio. En cuanto a víveres, estamos abastecidos, pero será necesario cuidar de ello hasta la cosecha próxima. Probablemente serán precisas las cartillas de racionamiento. ¡Me pregunto cómo les haremos aceptar esto!

Las primeras elecciones en Telus tuvieron lugar al día siguiente. Se realizaron sin programa definido: los electores fueron completamente advertidos de que iban a elegir un comité de Salud Pública. Debía componerse de nueve miembros, elegidos por mayoría relativa, votando cada elector en favor de una lista de nueve nombres. El resultado fue una sorpresa. El primer electo con 987 votos sobre un total de 1.302 votantes, fue el primer alcalde adjunto, Alfredo Charnier, un rico campesino. El segundo fue el maestro, su primo lejano, con 900 votos; el tercero el señor cura, con 890 votos. Después venían Luis Mauriere, con 802 votos; María Presle, campesina ilustrada, ex consejera municipal, con 801 votos; mi tío, 798 votos; Estrangers, 780 votos, y, ante nuestra sorpresa, Miguel, con 706 votos —¡era muy popular entre el elemento femenino! — , y yo, con 700 votos. Supe después que Luis había hecho campaña en mi favor, alegando que yo sabría encontrar el hierro y carbón necesarios. ¡El dueño del Café Principal, con gran despecho suyo, sólo obtuvo 346!

Lo que más nos sorprendió fue la insignificante proporción de campesinos elegidos. Quizá, en aquellas extrañas circunstancias, los electores se fijaron en los que por sus conocimientos serían más capaces de sacar partido de todo; puede ser también que desconfiasen los unos de los otros, y optaran por elegir a hombres ajenos a las querellas del pueblo.

Como se imponía, ofrecimos la presidencia a Charnier. Este rehusó, y, finalmente, se designó por turno al maestro y al párroco. Por la noche, Luis, que compartía una habitación con Miguel y conmigo, nos dijo:

— Es necesario formar bloque. Vuestro tío vendrá con nosotros. Creo que podemos contar con el maestro. Seremos cinco, es decir, la mayoría. Será menester imponer nuestros puntos de vista, lo que no siempre será fácil. Tendremos el apoyo de los obreros, quizá el de los ingenieros, y aún el de una parte de la gente del pueblo. No hablo de esta forma por ambición personal, pero creo sinceramente que somos los únicos que claramente sabemos lo que hace falta para dirigir este fragmento de tierra.

— En realidad — dijo Miguel—, tú nos propones una dictadura.

—¿Una dictadura? No, pero sí un gobierno fuerte.

— No veo muy clara la diferencia — dije yo—, pero creo, en efecto, que es necesario. Tendremos oposición…

— El señor cura… — aventuró Miguel.

— No es seguro — cortó Luis—. Es inteligente, y como nosotros no vamos, en modo alguno, a meternos con la cuestión religiosa, podemos tenerle incluso con nosotros. ¿Los campesinos? Tendrán tanta tierra como puedan cultivar. No hay nada en el colectivismo moderado que estoy proyectando, exclusivamente para la industria, que pueda inquietarles. No, las dificultades van a provenir del espíritu de rutina. Al menos en un futuro próximo. Más tarde, dentro de algunas generaciones, el problema podrá ser otro. Hoy se trata de subsistir. Y si comenzamos a pelearnos o a permitir que reine el desorden…

— Conforme, estoy de acuerdo.

— Yo también — dijo Miguel—. ¡Si me hubieran dicho que formaría parte de un Directorio!

La primera reunión del Consejo se dedicó a la distribución de «carteras».

— Comencemos por la de Educación Nacional — dijo Miguel—. Propongo que el señor Bournat sea nuestro ministro. No podemos, a ningún precio, dejar que nuestra herencia se pierda. Cada uno de nosotros, «los científicos», deberá escoger entre los alumnos de la escuela aquellos que nos parezcan más aptos. Les enseñamos, primero, el aspecto práctico de nuestras ciencias respectivas. La teoría se enseñará a los más capaces, si los hay. Será menester, también, escribir los libros necesarios para completar la biblioteca del observatorio, que es, afortunadamente, vasta y ecléctica, y la de la escuela.