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um, jum, el sollozo caprichoso infantil que se esfuerza por no explotar en un alarido ¡uaaa! inmenso y pueril con toda la cafa arrugada que les viene del regreso a la infancia provocado por la droga). Mardou estaba sentada entre ellos, y finalmente saturada de marihuana o de benzedrina empezaba a sentirse como si le hubieran puesto una inyección, se echaba a caminar por la calle sin saber dónde estaba y hasta llegaba a sentir el contacto eléctrico con los demás seres humanos (reconociendo un hecho en medio de su sensibilidad), pero a veces sentía fuertes sospechas, porque alguien le ponía secretamente las inyecciones y la seguía por la calle, él era realmente el responsable de la sensación eléctrica, tan independiente de toda ley natural del universo. «Pero realmente no habrás creído una cosa semejante; o tal vez sí, la has creído, cuando me fui del otro lado en 1945 con la benzedrina yo creía realmente que la muchacha quería mi cuerpo para quemarlo y meterme en los bolsillos los documentos de su amigo, para que la policía pensara que se había muerto, y se lo dije, además.» «Oh, ¿y qué hizo?» «Dijo: "Uuh, papito", y me abrazó y me cuidó, era una vagabunda loca, una tal Honey, me maquillaba con panca-ke para que no se viera lo pálido que estaba, yo había perdido quince kilos, o diez, o cinco, pero, ¿qué pasó después?» «Seguí paseando con mi clip nuevo.» Entró en una especie de tienda de recuerdos y se encontró con un hombre sentado en una silla de ruedas. (Encontró una puerta con jaulas y canarios verdes detrás del cristal y entró, quería tocar las cuentas, contemplar los peces de oro, acariciar el viejo gato gordo que tomaba el sol tendido en el suelo, detenerse en la fresca jungla verde de papagayos de la tienda, en lo alto de los ojos verdes que no son de este mundo, de los loros que retuercen sus cuellos estúpidos para empastarse y hundirse en pluma loca, y sentir gracias a ellos esa clara comunicación de terror ornitológico, los espasmos eléctricos de su percepción, scuok, lik, lik, y el hombre era extremadamente raro.) «¿Por qué?» «No sé, era sencillamente raro, quería, hablaba conmigo muy claramente e insistiendo… como mirándome intensamente en los ojos, prolongadamente, pero sonriendo ante los temas más sencillos y triviales, aunque ambos sabíamos que queríamos decir algo distinto de lo que decíamos -sabes cómo es la vida-, para decir verdad hablábamos de túneles, del túnel de la calle Stockton y del que acaban de construir en Broadway; en realidad se habló mucho más sobre ése, pero mientras hablábamos del túnel una gran corriente eléctrica de verdadera comprensión pasaba entre nosotros y yo podía sentir los otros planos, la cantidad infinita de otros planos, de distintas entonaciones en su voz y en la mía, y el mundo de significados de cada palabra; no me había dado cuenta nunca de cuántas cosas suceden todo el tiempo, y la gente lo sabe, lo demuestra en sus ojos, aunque se niega a demostrarlo delante de los demás. Me quedé muchísimo tiempo.» «Debe de haber sido un individuo rarísimo.» «Bueno, era un poco calvo, de aspecto afeminado, edad madura, con ese aire de degollado, o de tener la cabeza en las nubes» (alelado, escuálido) «pensándolo bien, supongo que su madre era esa anciana con el chai; pero, Dios mío, contártelo me llevaría todo un día.» «¡Oh!» «En la calle, esa hermosa anciana de cabello blanco se me había acercado y me había visto, pero preguntaba direcciones, porque le gustaba charlar…» (En esa acera recién llovida, soleada y ahora lírica como de mañana de domingo, Pascua en San Francisco y todos los sombreros rojos a la vista, los abrigos lavanda desfilando bajo las ráfagas frías, las niñitas tan pequeñitas con sus zapatos recién blanqueados y sus abrigos esperanzados pasando lentamente por las empinadas calles blancas, iglesias de viejas campanas activas y al pie de la bajada cerca de Market donde nuestra andrajosa santa Juana de Arco negra vagaba entre hosannas en su piel y en su corazón marrones prestados por la noche, temblores de formularios de apuestas en los puestos de venta de periódicos, admiradores de revistas con fotografías de mujeres desnudas, las flores de la esquina en canastas y el viejo italiano de delantal con los diarios, y el padre chino en su traje ajustado extático empujando al niñito en su coche de mimbre por la calle Powell con su mujer de mejillas como círculos rosados y ojos negros relucientes y sombrero nuevo con cola al sol, y allí en medio está Mardou sonriendo intensa y extrañamente, y la anciana señora excéntrica tan poco consciente de su raza negra como el inválido amable de la pajarería y tal vez a causa de su cara franca y abierta ahora, las claras indicaciones de un espíritu puro, inocente y turbado que acaba de emerger de un pozo en la tierra picada de viruela, y por un esfuerzo de sus propias manos rotas se ha levantado a sí misma hasta la salvación y la seguridad, las dos mujeres, Mardou y la vieja señora, en esas calles increíblemente vacías y tristes del domingo, después de los entusiasmos de •a noche del sábado, el gran reflejo de un lado y de otro de Market, como un baño de polvo de oro, el temblor del neón en los bares de O'Farrell y Masón, con los vasos de cocktail y los palitos para la cereza guiñando su invitación a los corazones abiertos y famélicos del sábado, y en realidad sólo para terminar en el vacío azul de la mañana del domingo, apenas el aletear de unos cuantos papeles junto a las aceras y el largo panorama blanco del lado de Oakland obsesionado por el domingo, todavía; las aceras de Pascua en San Francisco mientras los barcos blancos se abren paso por la bahía con líneas puras y azules desde Sasebo bajo el arco del Golden Gate, el viento que hace brillar todas las hojas de Marín bañando el reflejo mojado de la blanca ciudad gentil, entre las nubes de pureza perdida, altas sobre el camino de ladrillos y el murallón del Embarcadero, la alusión obsesionada y quebrada de canto de los viejos Pomos que antaño fueron los únicos visitantes de estas últimas once colinas norteamericanas ahora cubiertas de casas blancas, la cara del mismo padre de Mardou, ahora, cuando ella alza la cara para aspirar el aire y hablar en las calles de la vida que se materializa enorme sobre América, desvaneciéndose…) «Y como le dije, pero también conversé, y cuando se fue me dio su flor, me la prendió con un alfiler y me llamó tesoro.» «¿Era blanca?» «Sí, parecía, era muy afectuosa, muy agradable, parecía quererme, como si quisiera salvarme, ayudarme a emerger; subí la colina, por California, hasta más allá del barrio chino, en un lugar pasé delante de un garaje casi blanco, con una gran pared de garaje, y el hombre en un sillón giratorio quería saber qué quería, yo entendía que cada uno de mis movimientos era una obligación tras otra de comunicarme con cualquiera que no accidentalmente sino calculadamente se me apareciera por delante, comunicar y recibir esa noticia, la vibración y el nuevo sentido que había adquirido, hablar de todo lo que le ocurría a todo el mundo todo el tiempo en todas partes, decirles que no debían preocuparse, que nadie era tan mezquino como uno se imagina ni… era un hombre de color, en el sillón giratorio, y tuvimos una conversación larga y confusa; él no se mostraba muy dispuesto, lo recuerdo, a mirarme a los ojos ni realmente a escuchar lo que yo le decía.» «Pero, ¿qué le decías?» «Sí, ya lo he olvidado todo, algo tan sencillo que no te hubieras imaginado nunca, como esos túneles o como la señora de edad, y yo vagando por calles y direcciones, pero el hombre quería hacer algo conmigo, vi que se abría la cremallera pero de pronto se avergonzó, yo estaba de espaldas y podía verlo reflejado en el cristal.» (En los blancos planos de la blanca mañana de la pared del garaje, el hombre fantasmal y la muchacha de espaldas, encogida, contemplando en la ventana que no solamente refleja al hombre extraño tímido que secretamente la observa sino todo el interior de la oficina, el sillón, la caja de hierro, las profundidades de cemento húmedo del garaje, y los automóviles de brillo opaco, mostrando también las partículas de polvo no lavadas por la lluvia de la noche anterior, y a través del cristal el balcón inmortal de la acera de enfrente, con la ventana de madera del apartamento de inquilinato, donde pronto se verían tres chicos negros extrañamente vestidos que saludaban con la mano, pero sin gritar, a un negro cuatro pisos más abajo con mono de mecánico, y por lo tanto, al parecer, trabajando el domingo de Pascua, que respondía al saludo mientras seguía avanzando en su propia y extraña dirección, la que de pronto cortaba la lenta dirección que habían tomado dos hombres, dos hombres comunes con abrigo y sombrero, pero uno de ellos con una botella y el otro con una criatura de tres años, que de vez en cuando se detenían para llevarse a los labios la botella de jerez californiano Four Stars y beber mientras el sol absoluto de la mañana de San Francisco hacía ondear sus trágicos abrigos empujándolos de costado, el niño que vociferaba, sus sombras en la calle como sombras de gaviotas, del color de los cigarros italianos liados a mano en los profundos estancos pardos de Columbus y Pacific, y ahora el paso de un Cadillac con cola de pez, en segunda, que se dirigía hacia las casa de lo alto de la colina, con la vista de la bahía, para alguna perfumada visita de parientes que llegan con las historietas, noticias de las viejas tías, caramelos para algún niñito desdichado que anhela que el domingo termine de una vez, que el sol cese de penetrar a través de las persianas y circundar las plantas en maceta, prefiriendo la lluvia y nuevamente el lunes y la alegría del callejón con cerca de madera donde apenas la noche anterior la pobre Mardou casi se había perdido.) «¿Y qué hizo el negro?» «Se cerró otra vez la cremallera. No quería mirarme, volvía la cabeza, era extraño, se avergonzó y se sentó; me recordaba también cuando era niña en Oakland, y el hombre aquél nos mandaba a comprar caramelos y nos daba monedas, y luego se abría la bata y se exhibía.» «¿Un negro?» «Sí, del barrio donde yo vivía, recuerdo que yo no me quedaba nunca en su casa pero mi amiga sí se quedaba y creo que hasta hizo algo con él una vez.» «¿Y qué hiciste con el individuo del sillón giratorio?» «Bueno, creo que salí como había entrado, y era un día hermoso, el día de Pascua, viejo.» «Diablos, para Pascua, ¿dónde estaba yo?» «El sol suave, las ñores y yo que me alejaba por la calle y pensaba: "¿Por qué me habré permitido alguna vez aburrirme en el pasado?", y como compensación me emborrachaba o tomaba esas cosas o me daban ataques o todas esas artimañas que usan las personas porque desean algo, cualquier cosa, salvo la serena comprensión de lo que realmente existe, que después de todo es tanto, y las cavilaciones provocadas por las odiosas convenciones sociales, las rabias, el hacerse mala sangre por los problemas sociales y por mi problema racial, todo eso importaba tan poco; aunque ahora podía sentir esa gran seguridad y el oro de la mañana terminaría alguna vez por desvanecerse, y ya había empezado a hacerlo; hubiera podido construir toda mi vida como esa mañana solamente sobre la base de la pura comprensión y el deseo de vivir y seguir adelante, Dios, todo era la cosa más hermosa que jamás me había sucedido, a su manera; pero todo era también siniestro.» La aventura terminó cuando llegó a casa de sus hermanas, en Oakland, y las hermanas se pusieron furiosas con ella en realidad, pero les dio una explicación cualquiera, e hizo cosas raras; advirtió por ejemplo la complicada instalación de hilos eléctricos que su hermana mayor había inventado para conectar la televisión y la radio con el enchufe de la cocina en el destartalado piso superior de madera de su casita cerca de la Séptima y Pine, los porches con gárgolas de madera ennegrecida por el hollín del ferrocarril, como un puñado de tablas viejas en las casuchas construidas con cualquier cosa, donde el patio no es más que un montón de piedras rotas y madera negra mostrando el lugar donde los vagos se han bebido sus botellas la noche anterior, antes de alejarse cruzando la calle de empaquetado de la carne, del lado de la Línea Principal, en dirección a Tracy, a través del vasto imposible Brooklyn-Oakland, lleno de postes de teléfono y de residuos, y los sábados por la noche los bares desenfrenados de los negros, llenos de prostitutas, los mexicanos con su Ya-Ya en sus propios locales, el coche de la policía que se pasea por la larga triste avenida constelada de borrachos, el brillo de las botellas rotas (ahora en la casa de madera donde se crió en el terror, Mardou se ha acurrucado contra la pared en cuclillas mirando los alambres en la semipenumbra, se oye hablar y no comprende por qué está diciendo esas cosas, excepto que deben ser dichas, emerger, porque ese mismo día, por la tarde, cuando finalmente en su vagabundeo llegó a la alocada calle Tercera, entre las hileras de italianos lentos y los indios con vendajes que rodaban por los callejones bárbaramente ebrios y los cines de diez centavos con tres sesiones y los niñitos de los hoteles de mala muerte que corrían por las aceras y las casas de empeño y los saloncitos de diversiones para negros, al detenerse bajo el sol soñoliento a escuchar de pronto el bop que manaba de las máquinas de discos automáticas, como si fuera por primera vez advirtió la intención de los músicos, de las trompetas y demás instrumentos, e inesperadamente una mística unidad que se expresaba en ondas como si fueran siniestras, y otra vez la electricidad, pero clamando con palpable vivacidad la palabra directa de la vibración, los intercambios de afirmación, los planos de ondeante intimación, la sonrisa sonora, la misma viviente insinuación que advertía en la manera con que su hermana había dispuesto esos alambres enroscados, enredados y grávidos de intención, de aspecto inocente pero en realidad, detrás de la máscara de la vida casual, completamente por un acuerdo previo, la boca horrible casi emitiendo sardónicamente víboras de electricidad, colocadas adrede, las que ella había estado viendo todo el día y oyendo en la música y que ahora veía en los alambres). «¿Qué pretendéis hacer, tenéis realmente la intención de electrocutarme?» De modo que las hermanas comprendieron que algo andaba en realidad muy mal, peor que la menor de las hermanas Fox que era alcohólica y se hacía la loca por las calles y la patrulla del vicio debía arrestarla periódicamente, algo andaba horrible, inconfundible, innominablemente mal. «Fuma drogas, anda con todos esos tipos raros con barba de San Francisco.» Llamaron a la policía y se llevaron a Mardou al hospital; pero ahora comprendía: «Santo Dios, vi que lo que me ocurría era realmente espantoso, lo que me ocurría y lo que iba a ocurrirme, y te aseguro viejo que me sobrepuse en seguida, hablé cuerdamente con todos los que se me ponían al alcance, no hice nada equivocado, y me dejaron salir cuarenta y ocho horas después; las otras mujeres estaban conmigo, mirábamos por la ventana, las cosas que me decían me hicieron comprender qué precioso era realmente quitarse esas malditas batas y salir de allí y encontrarse en la calle, al sol, desde allí se veían los barcos; estar fuera de allí y libre para ir donde quisiera, qué grande es realmente y cómo no lo apreciamos nunca, todos tristes, encerrados en nuestras preocupaciones y en nuestra piel, como estúpidos, en realidad, o criaturas ciegas, mimadas, detestables, que hacen la trompa porque… no consiguen… todos… los… caramelos… que quieren, de modo que hablé con los médicos y les dije…» «¿Y no tenías adonde ir?, ¿dónde tenías la ropa?» «Dispersa por todas partes, por toda la Playa, tenía que hacer algo; me dejaron estar en esa habitación, unos amigos míos, durante el verano; tendré que irme en octubre.» «¿El cuarto de Heavenly Lañe?» «Sí.» «Tesoro; tú y yo, ¿no vendrías a México conmigo?» «¡Sí!» «Suponiendo que vaya a México, es decir, si consigo el dinero; aunque tengo ciento ochenta ya, y en realidad, mirándolo bien, podríamos irnos mañana y arreglarnos, como los indios, quiero decir, todo barato, viviendo en el campo o en los barrios pobres.» «Sí, sería tan hermoso irse ahora mismo.» «Pero si podríamos, o en el fondo preferirías esperar hasta que… se supone que recibiré pronto quinientos dólares, ¿comprendes? y…» (y ese fue el momento en que me la habría podido meter para siempre en el seno de mi propia vida) y ella decía: «Realmente no quiero tener nada más que ver con la Playa ni con ninguno del grupo, viejo, por eso… supongo que hablé y consentí demasido pronto, ahora no pareces tan seguro» (riendo al verme reflexionar). «Pero estoy solamente pensando en los problemas prácticos.» «Sin embargo estoy segura de que si hubieras dicho "tal vez…" ¡ooh!, no importa», besándome. El día gris, la lamparita roja, yo no le había oído contar una historia semejante a nadie, exceptuando a los grandes hombres que había conocido en mi juventud, esos grandes héroes estadounidenses que habían sido mis compañeros, con los cuales había vivido aventuras y había estado en la cárcel y conocido las auroras harapientas, los beaí sentados en los bordillos de las aceras viendo símbolos en las alcantarillas saturadas, los Rimbaud y los Vcrlaine de los Estados Unidos en Times Square, siempre muchachos. Ninguna mujer me había conmovido jamás con un relato de sufrimiento espiritual, mostrando tan hermosamente su alma resplandeciente como la de un ángel que vagara por el infierno y el infierno eran las mismas calles por las cuales yo había vacado siempre observando, esperando que apareciera alguien exactamente como ella, y ni siquera soñando la oscuridad y el misterio y la eventualidad de nuestro encuentro en la eternidad, la inmensidad de su rostro, que ahora era como la repentina y vasta cabeza del Tigre en un cartel detrás de la cerca de madera en los humosos corralones de residuos de las mañanas de sábados sin escuela, directa, hermosa, insana, en la lluvia. Nos acariciamos, nos abrazamos estrechamente, ahora era como el amor, yo estaba atónito; hicimos de todo en el living-room, alegremente, sobre los sillones, en la cama, dormimos enlazados, satisfechos; yo le enseñaría más sexo que…