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Sólo después de varios años se ha ido definiendo la perspectiva histórica en América y se han escrito volúmenes enteros para explicar las diferencias entre los lost y la beat generation, revolución activa la una y pasiva la otra, y para explicar la relación entre esta pasividad y el misticismo contemplativo de la religión Zen; a su vez, los críticos europeos comienzan ahora a vislumbrar la posible autoctonía de un movimiento que es, en realidad, el único fenómeno verdadera y típicamente americano que se ha producido en los Estados Unidos después del de la lost generation. No falta mucho ya para que se concluya que el dadaísmo tenía una función social absolutamente ajena a la de los beat, del mismo modo que les es ajena la función política del expresionismo; que la prosa surrealista estaba basada en un problema de desvinculación de lo irracional con respecto a lo racional, mientras que la prosa de Kerouac ni siquiera considera la posibilidad de lo racional y se sustenta sobre una realidad exclusivamente biológica y fisiológica; que la rebelión existencialista se basaba en ideologías morales firmemente arraigadas en fundamentos filosóficos, mientras que el abandono de los beat a la desesperación no se asienta siquiera en la más embrionaria de todas las ideologías, que es el hedonismo.

Parece bastante evidente que lo suyo no es dadaísmo, porque en el rechazo global del consorcio humano no se preocupan los beat de destruir mitologías o superestructuras; no es expresionismo, porque en la absoluta desconfianza ante una realidad social no afrontan el problema de agredir la inmoralidad del ejército, la política, la guerra, la burguesía o el conformismo; no es surrealismo, porque en la negación total de la supremacía racional no se plantean el problema de sustituir la conciencia por el subconsciente; no es existencialismo, porque en la negación del concepto mismo de norma no pueden admitir los imperativos categóricos, ni siquiera los de la angustia sartreana. Para convencerse de ello, basta con pensar en la insistencia con que, en las entrevistas, los beat «gordos» han afirmado que el decenio de los 50 ha sellado con la bomba atómica el final de los tres monstruos que en estos últimos treinta años han destruido a la juventud: los tres monstruos son Freud, Marx y Einstein.

En consecuencia, será por fuerza necesario considerarlos según otras claves, que no sean únicamente europeas, y rastrear sobre todo en los filones más autóctonos de su tradición literaria los puntos de referencia, en el supuesto de que sean necesarios, en torno a los cuales habrá que hacer girar sus experiencias literarias. Los nombres que más a menudo recorren -y recorrían- sus discuros son los de Walt Whitman, Edgar Poe y Hart Crane; y si las biografías de estos poetas pueden haber influido en la inquietud, el nomadismo y la desaparición de los jóvenes beat (especialmente la de Hart Crane, desarraigado, alcoholizado, homosexual y suicida a los treinta y tres años), está claro que también sus versos les impresionaron por lo que de dinámico e independiente, de atormentado y metafísico, de intenso y sobreentendido hay en el trasfondo de Whitman, Poe y Crane. De los poetas vivos, aquel al que preferentemente escuchó Ginsberg fue William Carlos Williams, un viejo ex imaginista al que los críticos no cesaron nunca de reprochar su excesivo amor por las cosas y los hechos de cada día y la capacidad para descubrir las bellezas de los aspectos más escuálidos y sórdidos de la realidad cotidiana. Ginsberg se distanció mucho de él cuando escribió Aullido, pero fue el mismo Williams quien escribió el prólogo al más polémico y revelador poema de estos últimos años.

Si hay una característica inconfundible en las primeras obras de Kerouac y de Ginsberg es precisamente su adhesión entusiasta a los hechos más menudos de la vida como fuente de inspiración. Bastaría esto para garantizar su autenticidad dentro de la tradición literaria americana; basta por lo menos para garantizar su independencia con respecto a los fenómenos literarios europeos, que siempre han estado basados en experiencias intelectuales o ideológicas, antes que en experiencias prácticas o mecánicas. Esto explica por ejemplo la diferencia entre cierta poesía beat y los fulgores de Rimbaud o las iluminaciones de Blake, aun habiendo sido reconocidos por los beat como los más cercanos, entre los europeos, a su poética: Rimbaud y Blake nos resultan demasiado familiares como para que merezca la pena comparar su mundo, aureolado de transcendencia y recogido en su ámbito totalmente intelectual, con los versos basados en la carne y en la sangre -si se quiere, con la vulgaridad, grosería y sordidez que a menudo derivan de la carne y la sangre- en los que Ginsberg describe sus alucinaciones. Sus visiones metafísicas no son conceptuales como las de Rimbaud, sino deformaciones de imágenes absolutamente concretas, absolutamente carnales, que pueden ir desde un semáforo hasta un neón indicativo; y no creo necesario recordar cuan distinta es la naturaleza de las visiones de Rimbaud o de Blake.

A una conclusión bastante semejante se llega cuando se examina la prosa de Kerouac, con o sin la ayuda de sus teorizaciones estilísticas. Cuando los reflectores de la celebridad -y de la publicidad- se volvieron hacia él, se dejó inducir a publicar en la revista que hace tiempo promovió su movimiento una especie de decálogo de su «prosa espontánea» y una «lista de elementos esenciales» de la prosa moderna. Es una ingenuidad en la que cayeron muchos literatos americanos, alargando sus bibliografías con algún que otro tratado o tratadillo teórico; y en verdad es siempre peligroso «descubrirse»: la sagacidad profesional europea casi siempre evitó que nuestros literatos hicieran gestos tan inocentes.

Y a pesar de que tanta ingenuidad provoca la sonrisa, de esa lista y ese decálogo se extrae una afirmación plenamente coherente con la posición poética de Ginsberg y reveladora de la actitud antiintelectual de la narrativa de Kerouac. El hecho de que Kerouac sea ya un profesional sagaz y haya leído a todos los autores racionalísimos o intelectualísimos que sus críticos le han atribuido como inspiradores y maestros no le impide dar como cuarto elemento esencial de la prosa moderna esta sugerencia: «Amad vuestra vida»; y como vigésimo: «Creed en las líneas santas de la vida»; y como primero: «Escribid para vuestra personal felicidad». Henry Miller ha vivido demasiado tiempo en París como para escribir un decálogo de este tipo, pero quienes mantienen correspondencia con él saben que sus cartas son una especie de himno ininterrumpido a la belleza no tanto de la vida como de la intensidad de la vida; y son cartas que ayudan mucho a comprender libros que en ocasiones han sido interpretados en clave de pesimismo o de derrotismo por críticos distraídos, desorientados por las experiencias expresionistas europeas. Kerouac ha expresado este himno a la intensidad de la vida de una forma más ingenua que el sapientísimo y expertísimo Miller (no en vano considerado el santón de los beat y el protector de Kerouac) en sus novelas y en esos decálogos; pero el mensaje no es diferente.

En el decálogo que alude a su verdadera técnica estilística se rastrea un sentimiento fundamental de adhesión a la realidad física, entendida como entusiasmo y expansión vital. Este decálogo (que, entre otras cosas, revela que para Kerouac la escritura automática no es en ningún caso la de los surrealistas franceses, sino la se-mihipnótica de Yeats) se cierra con la sugerencia de escribir «con excitación, a toda prisa, hasta sentir calambres, de acuerdo con las leyes del orgasmo». Es una sugerencia que, aparte la referencia precisa a las Funciones del orgasmo y a la orgone box del doctor Wilhelm Reich, el científico que ha sido el héroe de los beat igual que Freud lo fue de los lost, subraya aún más que el fundamento de la poética de Kerouac no pertenece ni a lo racional ni a lo irracional, sino a la realidad física exclusivamente.

Si ésta es la postura de Kerouac con respecto al acto de escribir, no menos apegado a la vida es su procedimiento estilístico, que nuevamente regresa a un elemento típicamente americano y con toda seguridad ajeno, al menos como inspiración literaria, a la cultura europea. Es en el jazz donde busca la base de su estilo, de su técnica e incluso de su punto de vista. En el decálogo de la prosa espontánea del que antes he hablado, Kerouac escribió bajo la voz «Procedimento»: «Dado que el tiempo es la esencia de la pureza del discurso, el lenguaje es un libre fluir de la mente en secretas ideas-palabras personales, un expresar (como hacen los músicos de jazz) el objeto de la imagen»; y bajo la voz «Método» escribió entre otras cosas: «No hagáis períodos que separen frases-estructuras ya confundidas arbitrariamente por falsos puntos y comas y por tímidas comas, en realidad inútiles, y servios en cambio de una enérgica abertura que separe la respiración retórica (igual que el músico de jazz toma aliento entre las distintas frases ejecutadas)».

Del revelador contenido de estas confidencias se han percatado de repente ciertos críticos progresistas americanos, y uno de ellos ha escrito ya un ensayo (hoy por hoy, el más penetrante de la bibliografía de Kerouac), titulado La expresión de Kerouac, en el que demuestra haber comprendido con exactitud lo que Kerouac entiende por «lenguaje». Está claro que ahora, cuando se habla de su lenguaje, no se alude ya a su lengua, a su slang, relegado como sus contenidos a la historia de las costumbres. Que los beat calientes de posguerra aceptaran el dialecto de los jazzmen más o menos drogadictos y más o menos negros del mismo modo que adoptaron su indumentaria y costumbres, y que Kerouac se erigió en portavoz de ellos, es cosa ya conocida y que interesa sobre todo a los traductores europeos de los libros beat, inmersos a menudo en dificultades casi insuperables debido a que aún no se ha publicado un auténtico diccionario de lengua beat [2].' Pero esta lengua sólo es, para Kerouac, un medio expresivo: aludir a su lenguaje significa en realidad hablar precisamente de su método descriptivo, de su punto de vista, de su tono, de su sonoridad.

Probablemente, la próxima misión de los críticos será examinar las fases a través de las cuales la lengua se ha transformado en él en lenguaje. Porque es fácil comprobar que las palabras de la jerga beat son siempre violentas, incisivas, encerradas y seleccionadas entre vocablos monosilábicos, con efectos infalibles de tensión y de potencia alusiva; pero esto no sería suficiente para indicar cuál ha sido la participación que el escritor ha tenido en la manipulación que, en su página, las ha hecho convertirse en «estilo» ya inconfundible. En este sentido, pueden representar alguna ayuda ciertas revelaciones localizables en Los vagabundos del Dharma, una novela en la que Kerouac quiso teorizar la filosofía Zen y que escribió con anterioridad a este decálogo. De esta novela se colegía que Kerouac había extraído de cierta literatura china el gusto de valorar las imágenes descarnando las frases y las palabras hasta el punto de llevar a los simples vocablos a tensiones y vibraciones casi simbólicas. El esfuerzo por eliminar todas las partes del discurso que no fuesen rigurosamente indispensables y que dificultaran, por tanto, la adhesión a la validez de la imagen, conducía a una intensidad más propia del poeta que del novelista: no en vano Kerouac componía por aquella época los versos que más tarde publicaría en México City Blues.

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[2]. En el momento de corregir pruebas nos llega el anuncio de un diccionario, en América, bastante prometedor a juzgar por lo que sobre él indica su lanzamiento publicitario.