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Para colmo, como si no fuera bastante, el mundo entero se rasga cuando Adam abre la puerta de su casa, haciéndonos una solemne reverencia, pero con un brillo y un secreto en la mirada, y una especie de mala acogida que inmediatamente hace que se me ericen los pelos de la espalda, «¿Qué pasa?» Advierto entonces la presencia de otras personas, además de Frank y Adam y Yuri. «Tenemos visitas.» «Oh», digo yo, «¿visitas importantes?» «Así parece.» «¿Quién?» «MacJones y Phyllis.» «¿Cómo?» (ha llegado el gran momento; por fin tendré que hacer frente -o retirarme- a mi superenemigo literario Balliol MacJones, en otros tiempos tan amigo mío que a veces, excitados por la conversación, nos volcábamos la cerveza sobre las rodillas, arrastrados por el interés de lo que decíamos; en esos años conversábamos, nos prestábamos libros y los leíamos, y literatizábamos tanto que el pobre inocente había terminado, aunque parezca mentira, por caer en cierto modo bajo mi influencia; es decir, en cierto sentido, ya de mí aprendió la forma de hablar y el estilo, sobre todo la historia de la generación de los beat, de los hipsters, de los subterráneos, y yo entonces le dije: «Mac, deberías escribir un gran libro sobre todo lo que sucedió cuando Leroy vino a Nueva York en 1949, pero sin dejar nada sin decir, hazlo»; y lo hizo, y me lo hizo creer, y en sucesivas visitas a su casa Adam y yo nos mostramos bastante descontentos con su manuscrito, exponiendo nuestras críticas; y sin embargo apenas el libro aparece le ofrecen veinte mil dólares de adelanto, una cantidad nunca vista, mientras todos nosotros los beat tenemos que vivir como vagabundos, vivimos en la miseria de la Playa o de la calle Market, o de Times Square cuando estamos en Nueva York, aunque Adam y yo hemos declarado solemnemente, con estas textuales palabras: «Jones no pertenece a nuestro mundo, sino al mundo de los idiotas urbanos» (un Adamis-mo). Por lo tanto, coincidiendo su gran éxito con el momento en que yo me encontraba en la mayor pobreza, y más olvidado por los editores, y (peor todavía, esclavizado por la droga y por la paranoia) me enfadé un poco, pero no demasiado, aunque algo le hice comprender, si bien después de varias calamidades y viajes y manifestaciones diversas de las diversas guadañas locales de nuestro padre el tiempo cambié de opinión y le escribí varias cartas de disculpas desde alta mar; cartas que luego destruía sin mandar. Y también él me escribía de vez en cuando, hasta que un año después, oficiando Adam en su calidad de santo y arbitro, informó que existían posibilidades de reconciliación, tanto de parte suya como de parte mía; había llegado por fin el gran momento en que tendría que enfrentarme con el viejo Mac, darle la mano y declarar que a lo pasado, pisado, y dejar a un lado todos nuestros rencores; lo que muy poca impresión podía causarle a Mardou, que es tan independiente y tan inalcanzable al estilo moderno, tan desesperante en realidad. De todos modos, MacJones estaba en casa de Adam, e inmediatamente exclamó en voz alta: «Qué bueno, qué grande, tenía tantas ganas de verte», me precipité en el living-room y pasando por encima de la cabeza de alguien que en ese momento se levantaba (era Yuri), Balliol y yo nos dimos un estrecho apretón de manos; luego me senté y me quedé un rato callado, reflexionando, ni siquiera observé dónde había conseguido ubicarse la pobre Mardou (aquí, como en casa de Brom-berg, como en todas partes, pobre ángel oscuro); finalmente me fui al dormitorio, incapaz de seguir soportando la conversación de sociedad que borbotaban no solamente Yuri sino también Jones (y su mujer Phyllis, que insistía en mirarme fijamente para ver si la locura se me había pasado), me precipité en el dormitorio y me acosté en la oscuridad; y a la primera oportunidad que se me presentó, traté de convencer a Mardou de que se acostara a mi lado, pero ella me contestó: «No, Leo, no tengo ganas de estar aquí acostada en la oscuridad.» Luego entró Yuri y se puso una de las corbatas de Adam, diciendo: «Salgo a buscarme una muchacha»; tenemos una especie de cambio de palabras en voz baja, lejos de los demás que están en la sala, y nos lo perdonamos todo. Pero al ver que Jones no se levanta de su sofá, pienso que en realidad no quiere hablar conmigo, y probablemente en secreto desea que me vaya; cuando por fin Mardou, en uno de sus paseos, vuelve a mi lecho de vergüenza y dolor y refugio, le digo: «¿De qué están hablando allí adentro, de bop? No le digas a él ni una palabra sobre la música» (que deslumhra lo que le interesa por sus propios medios, pienso egoístamente). ¡El único escritor de bop soy yo! Pero como me encargan que baje a buscar cerveza, cuando vuelvo con la cerveza en los brazos están todos en la cocina, y en primer plano Mac, sonriendo y diciendo: «Leo, déjame ver esos dibujos que has hecho según me han contado, quisiera verlos». Por lo tanto nos hacemos amigos otra vez, mientras miramos los dibujos, y Yuri no se puede contener y muestra también los suyos (porque también dibuja), y Mardou está en la otra habitación, nuevamente olvidada; pero se trata de un momento histórico, y mientras pasamos a estudiar los tétricos dibujos sudamericanos de Carmody, con aldeas en plena selva y ciudades andinas donde se ven pasar las nubes, advierto la ropa de calidad y sumamente elegante de Mac, y su reloj de pulsera; me siento orgulloso de éclass="underline" ahora se ha dejado un bigotito muy atrayente que confirma su madurez, cosa que anuncio a todos los presentes; la cerveza ya empieza a hacernos entrar en calor, luego Phyllis, la mujer de Mac, empieza a preparar algo de comer y la cordialidad aumenta…

En efecto, en la salita de la lámpara roja veo que Jones, a solas con Mardou, la interroga, como si estuviera entrevistándola; veo también que sonríe, se estará diciendo: «Nuestro viejo Percepied se ha conseguido una nueva amiguita de primera calidad», mientras yo pienso melancólicamente para mí: «Sí, hasta cuándo me durará»; en ese momento Mardou, impresionada, ya prevenida, comprendiéndolo todo, le está haciendo solemnes declaraciones sobre el tema del bop, por ejemplo: «No me gusta el bop, realmente lo odio, para mí es como la cocaína, casi todos los cocainómanos se dedican al bop y cuando lo oigo oigo la cocaína.» «Bueno, esto sí que es interesante», dice Mac, ajustándose las gafas. Me levanto y digo: «Es que nadie quiere acordarse de dónde viene» (mirando a Mardou). «¿Qué quieres decir?» «Que eres la hija del bop, o los hijos del bop, o algo así», con lo cual también Mac se muestra de acuerdo. De modo que más tarde todo el grupo en pleno baja las escaleras para proseguir las festividades de la noche, y Mardou, que se ha puesto la larga chaqueta negra de pana de Adam (que le queda larga) y además una larga bufanda de loca, ahora parece una muchachita polaca o un muchachito de los bajos fondos, en alguna de las cloacas de la ciudad, bonita, muy hipster; mientras vamos por la calle se pasa de uno de los grupos a mi grupo, y cuando se acerca le tiendo los brazos (me he puesto en la cabeza, bien derecho, el sombrero de fieltro de Carmody como una broma de hipster, y también mi camisa roja de siempre, ya difunta después de tantos fines de semana) y la levanto, tan pequeña, en mis brazos, y sigo adelante, siempre llevándola en brazos; oigo que Mac, apreciando mi gesto, exclama «¡Uau!», y «Vamos», sonriendo detrás nuestro; pienso con orgullo: «Se habrá dado cuenta por fin de que tengo una chávala de primera, algo grande, que no estoy muerto sino que sigo jodiendo como siempre, el viejo y continuo Percepied, que no envejece nunca, siempre en primer plano, siempre entre los jóvenes, entre las nuevas generaciones…» De todos modos, un grupo bastante colorido el nuestro, Adam Moorad se ha puesto un smoking completo que le prestó Sam la noche anterior, para que pudiera asistir a una proyección de gala con las entradas gratis que le habían dado en la oficina; el grupo se dirige al bar de Dante, y luego al Mask, como siempre; el viejo Mask de todas las noches, y el bar de Dante, donde en plena algarabía y en medio del estrépito y de la excitante camaradería alcé la vista tantas veces para encontrar los ojos de Mardou y jugar a mirarnos, pero ella parecía poco dispuesta, abstraída, concentrada en sí misma; como si ya no sintiera afecto por mí, como si estuviera harta de toda nuestra conversación, de Bromberg que reaparecía y de las largas discusiones que se reiniciaban y de ese entusiasmo de grupo, especialmente fastidioso, que es obligado manifestar por lo menos cuando, como Mardou, uno se encuentra en compañía de alguna de las estrellas del grupo o en todo caso, quiero decir, con un miembro importante de la constelación; qué fastidioso y cansado habrá sido para ella tener que admirar todo lo que decíamos, tener que mostrarse asombrada por el último juego de palabras en labios del único que importa, la más reciente manifestación del mismo tedioso y viejo misterio de la personalidad en Ka la el grande; en verdad parecía descontenta, con la mirada perdida en el vacío.

Por lo tanto, más tarde, cuando ya borracho conseguí que Paddy Cordavan se trasladara a nuestra mesa y nos invitara a todos a su casa para seguir bebiendo (el mismo Paddy Cordavan, por costumbre socialmente inabordable a causa de su mujer, que siempre quiere que vuelvan a casa los dos solos, Paddy Cordavan de quien dijo Buddy Pond: «Es tan hermoso que no puedo mirarlo», un vaquero alto, rubio, de anchas mandíbulas, sombrío, de Montana, lento de movimientos, de conversación, de hombros), Mardou no se mostró en absoluto impresionada, ya que en el fondo quería deshacerse de Paddy y de todos los demás subterráneos del bar de Dante, que acababan de enfadarse nuevamente conmigo porque había vuelto a gritarle a Julien: «Vengan, nos vamos todos a casa de Paddy, y Julien también viene»; al oír lo cual Julien se levantó inmediatamente de un salto y se precipitó hacia Ross Wallenstein y los demás que formaban un grupo aparte, pensando seguramente. «Dios santo, ese horrible Percepied me está gritando y haciendo lo posible para arrastrarme como siempre a uno de esos lugares estúpidos que frecuenta, Dios quiera que alguien le dé su merecido.» Ni tampoco se impresionó Mardou cuando, ante la insistencia de Yuri, me dirigí ai teléfono para hablar con Sam (que llamaba desde el trabajo) y arreglé con él que nos encontraríamos más larde en el bar de enfrente de su oficina. «¡Vamos todos, vamos todos!», me puse a gritar, y hasta Adam y Frank empezaron a bostezar de ganas de volverse a casa; Jones hace tiempo que se ha ido. Corriendo por las escaleras de Paddy, subiendo y bajando, para arreglar otros encuentros con Sam, en cierto momento me precipito en la cocina en busca de Mardou, para que venga conmigo a conocer a Sam, cuando Ross Wallenstein, que ha llegado mientras yo iba al bar de abajo a llamar por teléfono, levanta la vista y dice: «¿Quién ha dejado entrar a este individuo, eh, quién es este tipo? ¡Eh!, ¿de dónde sales tú? ¡Ven aquí, Paddy!», prosiguiendo en serio su anterior demostración de antipatía y su recepción «¿eres un invertido?» de la otra vez, que yo preferí pasar por alto, diciendo: «Oye viejo, si no te callas te rompo la cara» o alguna jactancia por el estilo, ya no recuerdo, suficientemente vigorosa como para hacerle girar sobre los talones, al estilo militar, como suele hacer siempre, y retirarse; y arrastrando a Mardou conmigo bajamos a buscar un taxi para ir a buscar a Sam, bajo la noche vertiginosa de este mundo enloquecido, mientras la oigo protestar, desde lejos, con su vocecita de siempre: «Pero Leo, querido, quiero irme a casa a dormir». «¡Al diablo!», contesto, y le doy la dirección del bar de Sam al chófer y ella dice que no, insiste, le dice que vaya a Heavenly Lañe: «Llévame primero a casa y luego puedes ir a encontrarte con Sam», pero yo estoy seriamente preocupado por el hecho innegable de que si la llevo primero a Heavenly Lañe, el taxi no podrá llegar al bar, donde Sam me espera, antes de la hora de cerrar; por lo tanto empiezo a discutir con ella, reñimos, le gritamos direcciones distintas al taxista, que espera en silencio como en las películas, pero de pronto, presa de la llamarada roja, la misma llamarada roja de siempre (a falta de imagen mejor) me bajo del taxi de un salto y me precipito hacia otro que pasa en ese momento, entro de un salto, le doy la dirección de Sam y partimos. Y Mardou se queda sola, abandonada en la noche, en un taxi, indispuesta y fatigada; y yo decidido a pagar el segundo taxi con el dólar que ella le había confiado a Adam para que le trajera un sandwich pero del cual ya nadie se había acordado en el revuelo, y que él por último me había dado para que yo se lo devolviera a ella; la pobre Mardou se vuelve a casa sola; una vez más, el borracho loco la ha dejado.