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Sentía la necesidad de contármelo todo; sin duda, apenas unos días antes, le había contado ya toda la historia a Adam y él la había escuchado retorciéndose la barba con un sueño en sus ojos lejanos para parecer atento y amante en la desolada eternidad, asintiendo. Pero ahora conmigo todo empezaba nuevamente desde el principio, aunque como si yo fuera (así me pareció) un hermano de Adam, un amante más grande y más importante, un espectador más terrible y que suscitara mayores preocupaciones. Allí estábamos en el San Francisco todo gris del grisáceo Oeste, casi se podía oler la lluvia en el aire; lejos, al otro lado del Estado, allende las montañas, más allá de Oakland y más allá también de Donner y de Truckee estaba el gran desierto de Nevada, las tierras áridas que lindaban con Utah, con Colorado, con las llanuras frías, frías cuando llega el otoño, donde yo seguía imaginándome el padre vagabundo mestizo de indio tendido panza abajo sobre una chabola mientras el viento le remueve los harapos y el sombrero negro mexicano, con su cara triste y morena frente a todas esas tierras y toda esa desolación. Pero en otros momentos me lo imaginaba trabajando de bracero en los alrededores de Indio; bajo la noche sofocante está sentado en una silla sobre la acera, entre hombres en mangas de camisa que se hacen bromas, y él escupe y ellos le dicen: «Oye, indio, cuéntanos otra vez la historia de cuando robaste un taxi y llegaste a Manitoba en el Canadá; ¿nunca se la oíste.Cy?» Yo veía la visión de su padre: de pie, orgulloso, magnífico, bajo la luz desolada, roja y mortecina de América en un rincón, nadie sabe cómo se llama, a nadie le importa…

Eran pequeñas anécdotas sobre sus locuras y sus fugas sin importancia, cuando se llegaba hasta las afueras y fumaba demasiada marihuana, aventuras que sin embargo significaban tantos terrores para ella (a la luz de mis propias meditaciones sobre su padre, el fundador de su carne y predecesor en terrores de los suyos; y conocedor de locuras mucho mayores que las que ella podía recordar o aun siquiera imaginar en sus ansiedades de origen psicoa-nalítico), formaban sencillamente un fondo para mis pensamientos sobre los negros y los indios y los Estados Unidos en general pero con todos los matices suplementarios de la «nueva generación» y otras circunstancias históricas en medio de las cuales ella se debatía ahora lo mismo que todos nosotros, en esa Tristeza Europea de todos nosotros; la inocente seriedad con la cual ella contaba su historia y con la cual yo la había escuchado tan a menudo, y también la había contado yo mismo -acariciándonos con ojos absortos, juntos en el paraíso-, dos hipslers americanos de la década del 50 sentados en un cuarto en la penumbra, con el estrépito de las calles al otro lado del suave alféizar desnudo de la ventana. Interés en su padre, porque yo había estado en los lugares y me había sentado en el suelo y había visto las vías, el acero de los Estados Unidos que cubría la tierra colmada de huesos de los antiguos indios y de los aborígenes americanos. En el frío otoño gris de Colorado y de Wyoming yo había trabajado y había visto los indios vagabundos que surgían repentinamente de los matorrales junto a las vías y avanzaban lentamente, con labios de buitre, mandíbulas prominentes y arrugas en la cara, hacia la gran sombra de sus sacos livianos y sus baratijas, conversando tranquilamente entre ellos y tan distantes de las preocupaciones de los peones de campo, y aun de los negros de las calles de Denver, los japoneses, y en general las minorías de armenios y de mexicanos del Oeste; hasta el punto de que el hecho de contemplar un grupo de tres o cuatro indios que atraviesa un campo y cruza las vías del tren es para nuestros sentidos algo tan increíble como un sueño; uno piensa: «Deben ser indios -ni un alma que los mire-, van en esa dirección, nadie los observa, a nadie le importa hacia qué lado vayan, ¿serán de alguna reserva?, ¿qué llevarán en esos sacos de papel marrón?», y sólo después de un inmenso esfuerzo uno comprende: «Pero si eran los habitantes de estas tierras y eran ellos bajo estos cielos enormes los que se preocupaban y cuidaban y protegían a sus mujeres, reunidos en enteras naciones alrededor de sus tiendas; y ahora el ferrocarril que pasa sobre los huesos de sus antepasados los empuja, señalándoles el infinito, reliquias de humanidad que pisan ligeramente la superficie del suelo, tan profundamente supurado del almacenamiento de sus desdichas que basta excavar un palmo en la tierra para encontrar la mano de un niño. Y el tren de pasajeros pasa a su lado como una flecha, brum, brum, los indios apenas lo miran, los veo desaparecer en la lejanía como puntitos», y sentado en el cuarto de la lámpara roja en San Francisco, ahora con la tierna Mardou, pienso: «Y ése era tu padre, el que yo vi en la gran soledad gris, el que se perdió en la noche; de sus jugos provienen tus labios, tus ojos llenos de sufrimiento y de aflicción, y no sabremos nunca su nombre ni su destino». Su manecita morena se acurruca en la mía, sus uñas son más páiidas que la piel, lo mismo en los pies; descalza, tiene un pie recogido entre mis muslos para calentárselo; charlamos, iniciamos nuestra relación en el plano más profundo del amor y de los relatos de respeto y vergüenza. Porque la clave más importante del coraje es la vergüenza, y las caras imprecisas del tren que pasa no ven en la llanura sino las siluetas de los vagabundos que se alejan y desaparecen…

«Recuerdo un domingo, habían venido Mike y Rita, fumamos una marihuana fortísima, dijeron que tenía cenizas volcánicas dentro y era la más fuerte que habían fumado jamás.» «¿Venía de Latinoamérica?» «De México; varios de ellos habían ido en tren y la habían comprado entre todos, en Tijuana o algo así, no recuerdo; en esa época Rita estaba medio loca, cuando ya estábamos del otro lado se levantó muy dramáticamente y se plantó en medio del cuarto diciendo que sentía los nervios que le ardían a través de los huesos. Imagínate, verla enloquecer delante de mis ojos, me puse nerviosa y se me ocurrió no sé qué de Mike, insistía en mirarme como si quisiera asesinarme, tiene una mirada tan rara en realidad; salí a la calle y eché a andar y no sabía de qué lado tomar, mi mente elegía una tras otra todas las direcciones que me pasaban por la imaginación pero el cuerpo seguía avanzando derecho por la avenida Columbus aunque sentía la sensación de cada una de las direcciones que mental y emotivamente tomaba, asombrada de todas las direcciones posibles que uno puede seguir a medida que aparecen los diversos estímulos, y cómo pueden hacer de uno una persona diferente; a menudo he pensado en estas cosas cuando era niña, en el hecho de si, supongamos, en vez de seguir por Columbus como de costumbre, hubiera tomado por Filbert, ¿habría ocurrido alguna cosa que en ese momento me pareciera insignificante pero que probablemente influiría sobre toda mi vida, al fin de cuentas? ¿Qué me espera en la dirección que no tomo? Y todo lo demás; por lo cual, si ésta no hubiera sido para mí una constante preocupación que me acompañaba en mi soledad, y de la cual extraía todas las variaciones que me resultaban posibles, ahora no me preocuparía, salvo por el hecho de que al ver los horribles caminos hacia los cuales me conduce este puro suponer me muero de terror, si yo no fuera tan condenadamente persistente…», y así siguió durante horas, un relato largo y confuso del cual sólo recuerdo fragmentos, imperfectamente; una mera masa de desdicha en forma sucesiva.

Efectos de la droga en ciertas tardes lúgubres en el cuarto de Julien, y Julien que seguía sentado sin prestarle la menor atención, contemplando fijamente el vacío gris polilla moviéndose sólo de vez en cuando para cerrar la ventana o modificar el cruce de las piernas, los ojos fijos y abiertos en una meditación tan larga y tan misteriosa y como digo tan de Cristo realmente, tan exteriormente de cordero, que era suficiente para enloquecer a cualquiera, decía yo, vivir allí aunque fuera un solo día con Julien o con Wallenstein (otro del mismo tipo) o Mike Murphy (otro del mismo tipo), los subterráneos con sus lúgubres meditaciones perdurables. Y la muchacha en ese momento dócil, esperando en un rincón oscuro, como yo bien recordaba la vez que estaba en Big Sur y Víctor llegó con su motocicleta literalmente hecha en casa, y con la pequeña Dorie Kiehl, había una fiesta en la casita de campo de Patsy, cerveza, velas, radio, conversación, y sin embargo durante la primera hora los recién llegados, con sus cómicas ropas andrajosas, y él con esa barba y ella con esos ojos serios y sombríos, se habían quedado sentados prácticamente escondidos detrás de las sombras de las velas, de modo que nadie pudiera verlos, y como no decían tampoco absolutamente nada sino sencillamente (cuando no escuchaban) meditaban, fruncían el ceño, subsistían, finalmente hasta yo me olvidé de su presencia; y esa misma noche, más tarde, durmieron en una caseta para perros en el campo bajo el rocío neblinoso de la Noche Estrellada de la costa del Pacífico, y con el mismo humilde silencio no hicieron ningún comentario por la mañana. Víctor, siempre en mi recuerdo, el máximo exagerador de las tendencias al silencio de la generación de los hipsters subterráneos, el misterio bohemio, las drogas, la barba, la semisantidad y, como pude descubrir después, la insuperable mala educación (como George Sanders en La luna y seis peniques); del mismo modo Mardou, una muchacha sana por derecho propio y proveniente del aire libre y abierto dispuesta al amor, se escondía ahora en un rincón mohoso esperando que Julien le hablara. De vez en cuando en medio del «incesto» general, astuta y silenciosamente, mediante algún acuerdo de las partes o maniobras secretas de estado, se la habían cambiado de manos, o sencillamente, lo más probable, habían dicho: «Oye Ross, llévate a Mardou contigo esta noche, quisiera acostarme con Rita para variar», y había debido quedarse en casa de Ross durante una semana, fumando las cenizas volcánicas, perdiendo la razón (con el agregado de la tensa ansiedad de una incorrecta actividad sexual, ya que las eyaculaciones prematuras de esos anémicos maquereaux la dejaban en suspenso, presa de la tensión y del asombro). «Yo era apenas una muchachita inocente cuando los conocí, independiente y en cierto modo, bueno, no feliz ni nada por el estilo, pero con la impresión de que algo debía hacer; quería ir a una escuela nocturna, no me faltaba trabajo, podía encuadernar en la casa de Olstad y en algunos pequeños establecimientos allá en Harrison; la maestra de arte, pobrecita, me decía en la escuela que yo podía llegar a ser una gran escultora y en ese entonces vivía con otras compañeras y me compraba la ropa que me hacía falta y en general me las arreglaba bastante bien» (chupándome el labio, y ese breve «cuk» de la garganta al tragar aire rápidamente con melancolía, como resfriada, como se oye en las gargantas de los grandes bebedores, pero ella no es una bebedora sino una que se entristece a sí misma) (suprema, oscura) (enroscando mejor un brazo cálido alrededor de mi cuerpo) «y él allí tendido diciendo ¿qué pasa? y no consigo entenderlo…» No puede comprender de pronto lo que ha ocurrido porque ha perdido la razón, el reconocimiento cotidiano de su propia persona, y siente el zumbido fantástico del misterio, realmente no sabe quién es y para qué y dónde está, mira por la ventana y la ciudad, San Francisco, es el escenario desnudo, desolado e inmenso de alguna broma gigantesca que se perpetra contra ella. «Dándole la espalda, no sabía qué pensaba Ross, ni siquiera qué hacía.» No tenía una sola prenda encima, se había levantado de las sábanas satisfechas del hombre para detenerse frente al baño gris de la hora melancólica meditando qué hacer, adonde ir. Y cuanto más permanecía allí con el dedo en la boca, más le repetía él «¿Qué pasa, mujer?» (por último se aburrió de preguntárselo y la dejó tranquila donde estaba), y tanto más sentía ella la presión interna que quería estallar y la explosión que se acercaba; por fin dio un gigantesco paso hacia adelante tragando saliva aterrada, todo parecía claro, el peligro estaba en el aire, estaba escrito en las sombras, en el lóbrego polvo detrás de la mesa de dibujo en el rincón, en los cubos de basura, en el gotear gris del día que chorreaba a lo largo de la pared y entraba por la ventana, en los ojos hundidos de la gente, y salió corriendo del cuarto. «¿Qué dijo?»