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– Jordy, es una tontería -dijo Cully suavemente como si no quisiera que le oyera nadie.

Lanzó una rápida mirada a Gronevelt, que estaba mirándole a su vez.

– Oye -continuó-, Jordy, la banca tiene un margen de un dos y medio por ciento siempre sobre el jugador. En todas las manos. Por eso el que apuesta banca ha de pagar la comisión del cinco por ciento. Pero ahora tiene la casa la banca. En una apuesta como ésta la comisión no significa nada. Es mejor tener el margen del dos y medio, según como resulte la mano. ¿Lo entiendes, Jordy?

Cully mantenía la voz en un tono liso. Como si estuviese razonando con un niño.

Pero Jordan se echó a reír.

– Lo sé perfectamente -dijo.

Estuvo a punto de decir que contaba con ello, pero en realidad no era cierto.

– Bueno, Cully, por qué no das por mí. No quiero ir contra mi suerte -añadió.

El croupier barajó la inmensa baraja por partes, y luego las juntó todas. Pasó el mazo blanco y amarillo de plástico a Jordan para que cortara. Jordan miró a Cully. Cully retrocedió sin decir más. Jordan cortó. Todos avanzaron entonces hacia el borde de la mesa. Jugadores que estaban fuera del recinto de bacarrá, al ver que estaba jugándose un nuevo «zapato», intentaron entrar, pero el guardia de seguridad lo impidió.

Y de pronto se hizo un silencio completo. Se amontonaron allí alrededor al otro lado de la baranda. El croupier alzó la primera carta que sacó del zapato. Era un siete. Sacó siete cartas del «zapato», enterrándolas en la ranura. Luego empujó el zapato hacia Jordan. Jordan se acomodó en su silla. De pronto habló Gronevelt:

– Sólo una mano -dijo.

El croupier alzó el brazo y dijo cuidadosamente:

– Está usted apostando a jugador, señor Jordan, ¿comprende? La mano que yo levante será la suya. La que levante usted como banquero será la mano contra la que usted apuesta.

Jordan sonrió.

– Comprendo -dijo.

El croupier vaciló, pero luego dijo:

– Si usted prefiere, puedo darle el zapato.

– No -dijo Jordan-. Está bien.

Estaba realmente emocionado. No sólo por el dinero sino por la energía que fluía de él hasta cubrir a la gente y al casino.

El croupier dijo, alzando la palma:

– Una carta para mí, una carta para usted. Luego una carta para mí y una carta para usted, por favor.

Hizo una dramática pausa, alzó su mano más próxima a Jordan y dijo:

– Una carta para el jugador.

Jordan fue dando rápidamente y sin esfuerzo las cartas de dorso azulado del ranurado zapato. Sus manos, de nuevo extraordinariamente ágiles, no titubeaban. Recorrían la distancia exacta cruzando el verde fieltro hasta las manos del croupier que aguardaban, y éste las volvió boca arriba rápidamente y se quedó asombrado ante el invencible nueve. Jordan no podía perder. Cully, que estaba detrás de él, exclamó:

– Nueve natural.

Por primera vez Jordan miró sus dos cartas antes de mostrarlas. Estaba en realidad jugando la mano de Gronevelt, y, en consecuencia, esperaba cartas malas. Sonrió, era su vez, y volvió sus cartas de la banca.

– Nueve natural -dijo.

Y así era. Un empate. Jordan se echó a reír.

– Tengo demasiada suerte -dijo.

Alzó los ojos luego y miró a Gronevelt.

– ¿Repetimos? -preguntó.

Gronevelt movió la cabeza:

– No -dijo.

Luego, se dirigió al croupier y al jefe de sector y a los supervisores:

– Cierren la mesa.

Gronevelt salió del recinto. Había disfrutado de la apuesta, pero sabía lo suficiente para no llevar las cosas a límites peligrosos. Una emoción por vez. Al día siguiente tendría que arreglar el asunto de aquella apuesta heterodoxa con la comisión de juego del estado. Y tendría que hablar largo y tendido con Cully. Quizás estuviese equivocado respecto a él.

Cully, Merlyn y Diane rodearon a Jordan como guardaespaldas, sacándole del sector del bacarrá. Cully recogió el cheque amarillo de la mesa de fieltro verde y lo metió en el bolsillo izquierdo del pecho de Jordan y luego cerró la cremallera para que estuviese seguro. Jordan reía a carcajadas, contentísimo. Miró su reloj. Eran las cuatro. La noche casi había terminado.

– Tomemos café y desayunemos -dijo. Les condujo a todos hasta la cafetería y se sentaron en uno de los reservados de tapizado amarillo.

– Bueno -dijo Cully cuando se sentaron-, ha conseguido cerca de cuatrocientos de los grandes. Hay que sacarle de aquí.

– Jordy, tienes que irte de Las Vegas. Eres rico. Puedes hacer lo que quieras.

Jordan se dio cuenta de que Merlyn le observaba atentamente. Maldita sea, aquello ya estaba resultando irritante.

Diane tocó a Jordan en el brazo y le dijo:

– No juegues más. Por favor.

Había un brillo especial en los ojos de Diane. Y de pronto Jordan comprendió que todos actuaban como si él hubiese escapado de una especie de exilio o le hubiesen amnistiado. Se dio cuenta de que se sentían felices por él, y para compensarlo dijo:

– Ahora permitidme que haga una cosa, amigos, y va también por ti, Diane. Os daré veinte de los grandes a cada uno.

Se quedaron un tanto asombrados. Luego Merlyn dijo:

– Aceptaré el dinero cuando cojas ese avión para irte de Las Vegas.

– Ése es el trato -dijo Diane-, tienes que coger el avión, tienes que salir de aquí. ¿Verdad Cully?

Cully no se sentía tan entusiasmado. ¿Qué tenía de malo coger los veinte grandes ya, y luego meterle en el avión? El juego había terminado. Ya no podían darle mala suerte. Pero Cully se sentía culpable y no podía hablar con sinceridad. Y sabía que aquél probablemente fuera el último gesto romántico de su vida. Mostrar verdadera amistad, como aquellos dos tontos del culo, Merlyn y Diane. ¿Es que no se daban cuenta de que Jordan estaba loco? ¿No veían que podía escapárseles de las manos y perder toda aquella fortuna?

– Bueno -dijo Cully-, tenemos que apartarle de las mesas. Tenemos que vigilarle y controlarle hasta que salga ese avión mañana para Los Angeles.

Jordan negó con un gesto.

– No iré a Los Angeles. Tiene que ser más lejos. Cualquier lugar del mundo -les sonrió-. Nunca he salido de Estados Unidos.

– Necesitamos un mapa -dijo Diane-. Llamaré al jefe de botones. Él puede conseguirnos un mapa del mundo. Los jefes de botones son capaces de conseguir cualquier cosa.

Descolgó el teléfono que había en la repisa del reservado e hizo la llamada. En una ocasión, el jefe de botones le había conseguido un aborto en diez minutos.

La mesa se llenó de bandejas de comida: huevos, tocino, pastelillos y filetitos de desayuno. Cully había pedido un desayuno principesco.

Mientras comían, Merlyn dijo:

– ¿Vas a mandar los cheques a los chicos?

Lo dijo sin mirar a Jordan, que le estudió atentamente y luego se encogió de hombros. Ni siquiera había pensado en ello. Sin saber muy bien el motivo, le irritó el que Merlyn le hiciese aquella pregunta, pero la irritación sólo le duró un momento.

– ¿Por qué había de dar ese dinero a sus hijos? -dijo Cully-. Ya los ha cuidado perfectamente. Eres capaz de decirle ahora que debe mandarle los cheques a su mujer.

Y se echó a reír, como si esto quedase fuera del reino de lo posible, con lo que Jordan se irritó de nuevo un poco. Les había dado una imagen errónea de su mujer. Era mejor de lo que ellos creían.

Diane encendió un cigarrillo. No tomaba más que café, y sonreía con una sonrisa muy leve y reflexiva. Durante sólo un instante, su mano rozó la manga de Jordan en una especie de acto de complicidad o de entendimiento, como si él también fuese una mujer y ella estuviera aliándose con él. En ese momento, llegó el jefe de botones con un atlas. Jordan hurgó en un bolsillo y le dio un billete de cien dólares. El jefe de botones se fue casi corriendo antes de que Cully, irritado, pudiese decir nada. Diane empezó a desplegar el mapa.

Merlyn el Niño aún seguía pendiente de Jordan:

– ¿Qué sensación produce esto? -preguntó.