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La joven se detuvo. Tenía la cara sonrojada y respiraba con precipitación.

—Al parecer, sabe usted muy bien lo que se dice por ahí —comentó Poirot. ¿Y qué solución le daría usted a eso?

Ella cerró la boca firmemente.

—Lo mejor que podría hacer el doctor sería traspasar su clientela y empezar de nuevo en cualquier sitio.

—¿No cree que la calumnia le seguiría adonde fuera?

Ella se encogió de hombros.

—Debe arriesgarse.

Poirot calló durante un momento.

—¿Va usted a casarse con el doctor Oldfield, señorita Moncrieffe? —preguntó por fin.

La joven no pareció sorprenderse por la pregunta.

—No me lo ha pedido —replicó.

—¿Por qué no?

Los ojos de ella volvieron a fijarse en los del detective, pero ahora, durante un segundo, parecieron vacilar. Luego contestó:

—Porque no le he dado ninguna esperanza.

—¡Qué suerte encontrar a alguien que sea completamente franco! —exclamó Poirot.

—¡Seré tan franca como usted guste! Cuando me di cuenta de que la gente decía que Charles se desembarazó de su esposa con el propósito de casarse conmigo, me pareció que si nos casábamos daríamos razón a todos. Esperé entonces que al no verse ningún propósito de casamiento entre nosotros los rumores se extinguirían por sí solos.

—Pero no ha sido así.

—No; no lo fue.

—¿No le parece algo raro? —preguntó Hércules Poirot.

Jean contestó con acritud:

—La gente no tiene aquí muchas cosas para divertirse.

—¿Quiere usted casarse con Charles Oldfield? —volvió a preguntar Hércules Poirot.

La muchacha respondió fríamente:

—Sí. Lo quise desde el momento en que lo conocí.

—Entonces, la muerte de la esposa fue muy conveniente para usted, ¿verdad?

—La señora Oldfield fue una mujer muy desagradable. Francamente, me alegré cuando murió...

—Sí —convino Poirot—. ¡Es usted franca en extremo!

Ella sonrió con desdén.

—Tengo que hacerle una sugerencia —continuó el detective.

—¿Sí?

—Aquí hace falta que se tomen medidas drásticas. Le sugiero que alguien... posiblemente usted misma... escriba al Ministerio de la Gobernación.

—¿Qué es lo que se propone?

—Creo que la mejor forma de terminar con los rumores, de una vez para siempre, es conseguir que se exhume el cadáver y se haga la autopsia.

Ella retrocedió un paso. Abrió los labios y luego los volvió a cerrar. Poirot, entretanto, no la perdía de vista.

—¿Bien, mademoiselle? —preguntó por fin.

—No estoy de acuerdo con usted.

—¿Por qué no? Con toda seguridad, si el veredicto es de que la muerte sobrevino por causas naturales, callarán las malas lenguas.

—Si llega a pronunciarse tal veredicto, es posible.

—¿Sabe usted lo que está sugiriendo, mademoiselle?

La joven contestó impaciente:

—Sé perfectamente lo que digo. Está usted pensando en un envenenamiento por arsénico... y que puede probar que no fue envenenada de tal forma. Pero hay otras sustancias letales; los alcaloides vegetales. Al cabo de un año no es probable que se encuentren rastros de ellos, ni aun en el caso de que hubieran sido usados. Ya sé cómo son esos análisis oficiales. Pueden pronunciar un diagnóstico impreciso, diciendo que no hay nada que demuestre lo que causó la muerte... y las malas lenguas volverán a murmurar con más malicia que antes.

Hércules Poirot no respondió de momento.

—En su opinión, ¿quién es el más inveterado charlatán del pueblo? —preguntó luego.

La joven recapacitó y dijo:

—Creo que la señorita Leatheran es la peor víbora de todas.

—¡Ah! ¿Le sería fácil presentármela... de una manera casual, a ser posible?

—No creo que sea difícil. A estas horas de la mañana todas las viejas andan por el pueblo haciendo sus compras. Nos bastará dar un paseo por la calle Mayor.

Tal como dijo Jean, no hubo ninguna dificultad en los trámites de la presentación. Jean se detuvo ante la estafeta de Correos y se dirigió a una mujer alta y delgada, de mediana edad, en cuya cara destacaba una nariz afilada y unos ojos agudos e inquisitivos.

—Buenos días, señorita Leatheran.

—Buenos días, Jean. Qué día tan estupendo, ¿verdad?

Los astutos ojos de la mujer exploraron detenidamente al acompañante de la joven.

—Permítame que le presente a monsieur Poirot, que estará en el pueblo durante unos pocos días.

3

Mientras mordisqueaba delicadamente una pasta y sostenía sobre las rodillas una taza de té, Hércules dejó que la conversación se hiciera más confidencial entre él y la señorita Leatheran. La mujer había tenido la amabilidad de invitarlo a tomar el té y, por consiguiente, se hizo el firme propósito de averiguar exactamente qué se proponía hacer en el pueblo aquel pequeño y raro extranjero.

Durante algún tiempo el detective fue refrenando con habilidad los intentos de la vieja solterona para hacerle hablar... con lo que consiguió excitar aún más la curiosidad de ella. Luego, cuando juzgó que había llegado el momento, se inclinó hacia delante.

—¡Ah, señorita Leatheran! —exclamó—. He de reconocer que es usted demasiado lista para mí. Adivinó usted mi secreto. He venido a este pueblo a requerimiento del Ministerio de la Gobernación. Pero, por favor —bajó la voz—, no haga uso de esta información.

—Desde luego, desde luego —la señorita Leatheran se sintió halagada y emocionada hasta lo más íntimo de su ser—. El Ministerio de la Gobernación..., ¿no querrá usted referirse... a la pobre señora Oldfield?

Poirot, lentamente, hizo varios signos afirmativos con la cabeza.

—¡Bien, bien! —la mujer exhaló con estas palabras toda una gama de emociones agradables.

—Como comprenderá, es un asunto muy delicado —dijo Poirot—. Tengo orden de informar sobre si hay suficientes motivos o no para una exhumación.

—¡Van a desenterrar a la pobrecita! —exclamó la señora Leatheran—. ¡Qué horror!

Si hubiera dicho: «¡Qué estupendo!», en lugar de: «¡Qué horror!», las palabras hubieran cuadrado mejor al tono de su voz.

—¿Cuál es su opinión sobre el caso, señorita Leatheran?

—Pues verá, monsieur Poirot; se han dicho muchas cosas. Pero yo nunca hice caso de ellas. Ya sabe cuántas habladurías infundadas circulan por ahí. No hay duda de que el doctor Oldfield se ha portado de una forma rara desde que ocurrió la muerte de su mujer, pero yo siempre dije que no había por qué asociarlo a una conciencia culpable. Pudo ser, simplemente, el efecto de la pena que sentía. Desde luego, él y su mujer no se tenían mucho afecto. Y esto sí que lo sé... de buena tinta. La enfermera Harrison, que cuidó de la señora Oldfield durante tres o cuatro años, hasta que murió, está conforme con tal afirmación. Y, además, siempre me ha parecido, ¿sabe usted?, que la enfermera sospecha algo... No creo que ella haya dicho nada por ahí, pero por la forma en que habla se puede deducir, ¿no le parece?

Poirot comentó con tristeza:

—¡Existen tan pocos indicios sobre los que pueda uno trabajar...!

—Sí; ya lo sé, monsieur Poirot; pero si exhuman el cadáver lo sabrán todo.

—Desde luego —convino el detective—. Entonces lo sabremos todo.

—Ya han ocurrido casos como éste, desde luego —dijo la señorita Leatheran, temblándole las aletas de la nariz con excitación—. El de Armstrong, por ejemplo, y el de aquel otro hombre no me acuerdo de su nombre... y el de Crippen, desde luego. Siempre me pregunto si Ethel le Neuve fue su cómplice. Desde luego Jean Moncrieffe es una muchacha muy agradable, se lo aseguro... no me atrevería a decir que influyera sobre él..., pero los hombres hacen muchas tonterías por una chica, ¿no le parece? Y, desde luego, estuvieron siempre demasiado juntos.