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—Pero, sir Joseph; mis honorarios no hubieran sido tan considerables.

—Está bien. Guárdeselos.

—Los invertiré en una obra de caridad.

—Haga con ellos lo que le dé la real gana.

Poirot se inclinó hacia delante y advirtió:

—Estimo muy conveniente indicarle, sir Joseph, que, dada su actual posición, deberá tener usted un cuidado extraordinario con lo que hace.

La voz del financiero era casi inaudible al contestar:

—No se preocupe. Tendré mucho cuidado.

Hércules Poirot salió de la casa y cuando llegó a la acera, comentó para sí mismo:

—Por lo tanto... estaba yo en lo cierto.

9

Lady Hoggin dijo a su marido:

—Es extraño; este tónico tiene un sabor completamente diferente. Ya no sabe tan amargo como antes. ¿Por qué será?

Su marido rezongó:

—Cosas de los farmacéuticos. Son unos descuidados. Cada vez hacen las cosas diferentes.

—Eso debe de ser —replicó ella dubitativamente.

—Claro que es eso. ¿Qué podía ser, si no?

—¿Averiguó algo es hombre acerca del rapto de Shan Tung?

—Sí. Ha conseguido recuperar el dinero.

—¿Quién fue?

—No me lo dijo. Hércules Poirot es un tipo muy reservado. Pero no tienes por qué preocuparte.

—Es un hombre curioso, ¿verdad?

Sir Joseph se estremeció y levantó la vista, como si sintiera la invisible presencia de Poirot detrás de su hombro derecho.

—¡Es listo el condenado! —dijo.

Y añadió para sí mismo:

«¡Greta puede irse al diablo! ¡No voy a jugarme el cuello por una rabia platino!»

10

—¡Oh!

Amy Carnaby miró, incrédula, el cheque de doscientas libras.

—¡Emily! ¡Emily! Oye esto —exclamó.

«Apreciada señorita Carnaby:

«Permítame ofrecerle una pequeña aportación a su meritoria colecta, antes de que quede cerrada definitivamente.

»Suyo afectuosamente,

Hércules Poirot.»

—Amy —dijo su hermana—. Has tenido una suerte inaudita. Piensa dónde podrías estar a estas horas.

—En Woorwood Scrubbs..., ¿o en Holloway? —murmuró Amy—. Pero ya pasó todo..., ¿no es verdad, Augusto? Se acabaron los paseos por el parque con tu amita, o sus amigas, y unas pequeñas tijeras.

Lanzó un suspiro.

—¡Mi pequeño Augusto! Qué lástima. Con lo listo que es... Aprende cualquier cosa.

Capítulo II

La hidra de Lerna

1

Hércules Poirot pareció animar con la mirada al hombre sentado frente a él. El doctor Oldfield tendría unos cuarenta años. Su cabello rubio le griseaba en las sienes y los ojos azules tenían una expresión preocupada. Estaba algo turbado y sus maneras denotaban incertidumbre. Además, parecía como si le fuera dificultoso llegar a tratar el asunto primordial de su visita.

Tartamudeando ligeramente dijo:

—He venido a verle, señor Poirot, para hacerle una petición bastante extraña. Y ahora que estoy aquí, casi me inclino a no seguir adelante. Pues ahora me doy perfecta cuenta de que es un asunto sobre el cual posiblemente nadie pueda hacer nada.

—Respecto a ese punto, permítame que sea yo el que opine —observó Poirot.

Oldfield refunfuñó:

—No sé por qué pensé que tal vez...

Calló y Hércules Poirot acabó la frase:

—¿Que tal vez se le pudiera ayudar? Muy bien, quizá pueda ser así. Cuénteme su problema.

Oldfield se irguió y Poirot se dio cuenta de nuevo de cuan preocupado parecía aquel hombre. Con un tono desesperanzado en su voz, Oldfield dijo:

—No sacaría ningún provecho acudiendo a la policía... No podría hacer nada. Y sin embargo... cada día que pasa empeora la situación. Yo... no sé qué hacer...

—¿Qué es lo que empeora?

—Los rumores... Es muy sencillo, señor Poirot. Hace poco más de un año murió mi mujer. Estuvo enferma durante algunos años. Y ahora dicen... todos dicen que yo la maté... ¡que la envenené!

—¡Aja! —exclamó el detective—. ¿Y la envenenó usted en realidad?

—¡Señor Poirot! —exclamó el doctor Oldfield levantándose.

—Cálmese. Tome asiento otra vez. Tenemos pues, que usted no envenenó a su señora. Usted practica la medicina en un distrito rural, según supongo...

—Sí. En Market Loughborough, en Berkshire. Siempre estuve seguro de que era un pueblo donde la gente se dedicaba en gran escala a la murmuración, mas nunca llegué a suponer que llegaran a tal extremo —adelantó un poco la silla en que estaba sentado—. No puede usted imaginar lo que he tenido que pasar, señor Poirot. Al principio no me di cuenta de lo que sucedía. Notaba que la gente se mostraba menos cordial, que existía cierta tendencia a evitar todo encuentro conmigo..., pero todo lo achacaba a mi reciente desgracia familiar. Luego, la cosa se hizo más patente. Hasta en la calle, la gente cambiaba de acera para no hablar conmigo. Cada día acuden menos pacientes a mi consultorio. Adonde quiera que vaya tengo la sensación de que se habla en voz baja; de que ojos hostiles me vigilan, mientras las lenguas maliciosas van vertiendo su veneno mortal. He recibido una o dos cartas... repugnantes.

Hizo una pausa y luego prosiguió:

—Y... y yo no sé qué podría hacer para evitarlo. No sé cómo he de luchar contra esto... contra este tejido de mentiras y sospechas. ¿Cómo se puede refutar una cosa que nunca se dice cara a cara? Soy impotente... no puedo encontrarle una salida a esto... y lenta y despiadadamente me están buscando la ruina.

Poirot afirmó con aspecto pensativo.

—Sí. El rumor es exactamente igual que la hidra de Lerna, que tenía nueve cabezas y no podía ser destruida, porque tan pronto se le cortaba una de ellas, nacían dos para reemplazarla.

—Eso es —convino el doctor Oldfield—. No puede hacerse nada... ¡nada! Vine a verle, contando con usted como último recurso..., pero no creo que pueda hacer algo por mí.

Hércules Poirot permaneció callado durante unos instantes y luego observó:

—No diría yo tanto. Su problema me interesa, doctor Oldfield. Me gustaría destruir el monstruo policéfalo. Pero antes de ello, cuénteme algo más sobre las circunstancias que dieron lugar a tan maliciosa murmuración. Según me ha dicho, su señora murió hace poco más de un año. ¿Cuál fue la causa de su muerte?

—Una úlcera gástrica.

—¿Se le hizo la autopsia?

—No. Venía padeciendo de trastornos gástricos desde hacía bastante tiempo.

Poirot asintió.

—Y los síntomas de una inflamación gástrica, y los del envenenamiento por arsénico son muy parecidos... Un hecho que todo el mundo sabe hoy en día. Durante los diez últimos años se han producido, por lo menos, cuatro sensacionales casos de asesinato, y en cada uno de ellos, la víctima ha sido enterrada sin que se sospechara nada, achacándose la muerte, en el certificado de defunción, a desórdenes gástricos. ¿Su señora era más joven que usted?

—No. Tenía cinco años más que yo.

—¿Hacía mucho tiempo que estaban ustedes casados?

—Quince años.

—¿Dejó algunos bienes al morir?

—Sí. Estaba en muy buena posición económica. Dejó aproximadamente unas treinta mil libras.

—Una suma muy bonita. ¿Se la legó a usted?

—Sí.

—¿Estaba usted en buenas relaciones con su esposa?

—Claro que sí.

—¿Nada de peleas ni escenas?

—Bueno... —Charles Oldfield titubeó—. Mi esposa era lo que se pudiera llamar una mujer de trato difícil. Estaba enferma y se preocupaba mucho por su salud. Por lo tanto, tendía siempre a enojarse y a no encontrar nada a su gusto. Había días en que nada de lo que yo hiciera la complacía.