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Entre la gente que andaba por allí estaba Rosie Buchanan, una chica, de pelo corto, pelirroja, delgada, guapa, una tía verdaderamente pasada y amiga de todos los que conta ban en la playa, que había sido modelo de pintor y hasta escribía ella misma y vibraba de excitación en aquellos tiempos porque estaba enamorada de mi viejo tronco Cody.

– Maravilloso, ¿eh, Rosie? -le grité, y se metió un lingotazo de vino y me miró con ojos brillantes.

Cody estaba justo detrás de ella con los brazos agarrándola por la cintura. Entre los poetas, Rheinhold Cacoethes, con su chalina y su andrajosa chaqueta, se levantaba de vez en cuando y presentaba medio en broma con su divertida voz de falsete al siguiente poeta; pero, como digo, eran las once y media cuando se habían leído todos los poemas y todo el mundo andaba de un lado para otro preguntándose qué había pasado allí y qué iba a pasar con la poesía norteamericana, y el viejo Cacoethes se secaba las lágrimas con un pañuelo. Y todos, es decir los poetas, nos unimos a él y fuimos en varios coches hasta Chinatown para cenar fabulosamente, con palillos y conversaciones a gritos en plena noche en uno de esos animados y enormes restaurantes chinos de San Francisco. Y sucedió que era el restaurante chino favorito de Japhy, el Nam Yuen, y me enseñó lo que debía pedir y cómo se comía con palillos y me contó algunas anécdotas de los lunáticos zen de Oriente y me puso tan contento (también teníamos una botella de vino delante) que acabé por levantarme y me dirigí al viejo cocinero que estaba a la puerta de la cocina y le pregunté:

– ¿Por qué vino el bodhidharma desde el oeste? -El bodhidharma fue el indio que llevó el budismo al este, a China.

– ¿Y a mí qué me importa? -respondió el viejo cocinero, con los ojos entornados.

– Una respuesta perfecta, absolutamente perfecta. Ahora ya sabes lo que entiendo por zen -me dijo Japhy cuando se lo conté.

Tenía que aprender un montón de cosas más. En especial, cómo tratar a las chicas…, según el modo lunático zen de Japhy, y tuve oportunidad de comprobarlo con mis propios ojos la semana siguiente.

3

En Berkeley yo estaba viviendo con Alvah Goldbook en su casita cubierta de rosas en la parte trasera de una casa mayor de la calle Milvia. El viejo y carcomido porche se inclinaba hacia adelante, hacia el suelo, entre parras, con una mecedora bastante cómoda en la que me sentaba todas las mañanas a leer mi Sutra del Diamante. El terreno de alrededor estaba lleno de plantas tomateras casi en sazón, y menta, menta, todo olía a menta, y un viejo y hermoso árbol bajo el que me gustaba sentarme y meditar en aquellas perfectas y frescas noches estrelladas del incomparable octubre californiano. Teníamos una pequeña y perfecta cocina de gas, pero no nevera, aunque eso no importara. Teníamos también un pequeño y perfecto cuarto de baño con bañera y agua caliente, y una habitación bastante grande llena de almohadones y esteras y colchones para dormir, y libros, libros, cientos de libros, desde Catulo a Pound y Blyth, a álbumes de Bach y Beethoven (y hasta un disco de swing de Ella Fitzgerald con un Clark Terry muy interesante a la trompeta) y un buen fonógrafo Webcor de tres velocidades que sonaba lo bastante fuerte como para hacer volar el tejado; y este tejado era de madera contrachapada, y las paredes también, y una noche en una de nuestras borracheras de lunáticos zen atravesé encantado esa pared con el puño y Coughlin me vio y la atravesó con la cabeza lo menos diez centímetros.

A un par de kilómetros de allí, bajando Milvia y luego subiendo hacia el campus de la Universidad de California, en la parte de atrás de otra casa enorme de una calle tranquila (Hillegass), Japhy vivía en su propia cabaña que era infinitamente más pequeña que la nuestra, aproximadamente de cuatro por cuatro, sin nada aparte de las típicas pertenencias de Japhy, que mostraba así su creencia en la sencilla vida monástica -ni una silla, ni siquiera una mecedora sentimental; únicamente esteras-. En un rincón estaba su famosa mochila grande con cazos y sartenes muy limpios encajados unos dentro de otros formando una unidad compacta atada con un pañuelo azul. Después estaban sus zuecos japoneses de madera de pata, que nunca usaba, y un par de calcetines con los que andaba suavemente por encima de sus preciosas esteras, con el sitio justo para los cuatro dedos en una parte y para el dedo gordo en la otra. También tenía bastantes cestas de las de naranjas, todas llenas de hermosos libros académicos, algunos de ellos en lenguas orientales, todos los grandes sutras, comentarios a los sutras, las obras completas de D. T. Suzuki y una bonita edición de haikus japoneses en cuatro volúmenes. También tenía una valiosa colección de poesía occidental. De hecho, si hubiera entrado un ladrón a robar, las únicas cosas que habría encontrado de auténtico valor hubieran sido los libros. La ropa de Japhy consistía en prendas que le habían regalado o que había comprado de segunda mano, con expresión confusa y feliz, en los almacenes del Ejército de Salvación: calcetines de lana remendados, camisetas de color, camisas de faena, pantalones vaqueros, mocasines y unos cuantos jerséis de cuello alto que se ponía uno encima del otro en las frías noches de las sierras californianas y en la zona de las cascadas de Washington y Oregón durante aquellas caminatas increíblemente largas que a veces duraban semanas y semanas con sólo unos pocos kilos de comida seca en la mochila. Unos cuantos cestos de naranjas servían de mesa, sobre la cual, una soleada tarde en la que aparecí por allí, humeaba una pacífica taza de té junto a él mientras se inclinaba con aspecto serio encima de los caracteres chinos del poeta Han Chan. Coughlin me había dado su dirección y al entrar vi la bicicleta de Japhy en el césped de delante de la casa más grande (donde vivía la dueña) y luego unos cantos rodados y piedras y unos divertidos árboles enanos que había traído de sus paseos por la montaña para preparar su propio "jardín japonés de té" o "jardín de la casa de té", con un pino muy adecuado que suspiraba sobre su nuevo y diminuto domicilio.

Jamás había visto una escena tan pacífica como cuando, en aquel atardecer rojizo, simplemente abrí la pequeña puerta y miré dentro y le vi al fondo de la cabaña, sentado en un almohadón encima de la estera con las piernas cruzadas, y las gafas puestas que le hacían parecer viejo y estudioso y sabio, con un libro en el regazo y la fina tetera y la taza de porcelana humeando a su lado. Levantó la vista tranquilamente, vio quién era y dijo:

– Ray, entra. -Y volvió a clavar los ojos en los caracteres chinos.

– ¿Qué estás haciendo?

– Traduzco el gran poema de Han Chan titulado "Montaña Fría" escrito hace mil años y parte de él garabateado en las paredes de los riscos a cientos de kilómetros de cualquier otro ser vivo.

– ¡Vaya!

– Cuando entres en esta casa debes quitarte los zapatos, puedes estropear las esteras con ellos.

– Así que me quité los zapatos y los dejé cuidadosamente al lado de la puerta y él me alcanzó un almohadón y me senté con las piernas cruzadas junto a la pared de madera y me ofreció una taza de té-. ¿Has leído el Libro del Té? -preguntó.