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—No, en lo más mínimo —dijo Tuf. Algunos s’uthlameses serán naturalmente inmunes a los efectos del polvo. Mis cálculos indican que entre un 0,7 y un 1,1 por ciento de su población básica no resultan afectados. Se reproducirán naturalmente y, de este modo, la inmunidad pasará a las generaciones futuras y en ellas irá creciendo hasta volverse más abundante. Sin embargo, durante este año empezará a darse una considerable implosión de sus efectivos humanos a medida que la curva de nacimientos deje de ascender y empiece a caer de golpe.

—No tiene ningún derecho a… —dijo Tolly Mune con lentitud.

—La naturaleza del problema s’uthlamés es tal que sólo admite una solución duradera y efectiva —dijo Tuf—, tal y como le he repetido una y otra vez desde que nos conocemos.

—Quizá —dijo ella—. Pero, ¿qué hay de la libertad, Tuf? ¿Dónde queda la opción del individuo? Puede que mi gente sea estúpida y egoísta, pero siguen siendo personas, igual que usted. Tienen el derecho a decidir si van a tener niños y cuántos quieren. ¿Quién diablos le ha dado la autoridad para arrogarse esa decisión en su nombre? ¿Quién diablos le dijo que se pusiera en marcha para esterilizar nuestro mundo? —a cada palabra que pronunciaba, su ira iba haciéndose más y más incontenible—. No es usted mejor que nosotros, Tuf, no es más que un ser humano. Estoy de acuerdo en que es un ser humano condenadamente fuera de lo normal, pero sigue siendo sólo un ser humano, ni más ni menos. ¿Qué le da el condenado derecho de jugar, con nuestro mundo y nuestras vidas como si fuera un dios?

—El Arca —se limitó a responder Haviland Tuf.

Blackjack se retorció en’ sus brazos, repentinamente inquieto. Tolly Mune le dejó saltar al suelo, sin apartar ni un segundo los ojos del pálido e inmutable rostro de Tuf. De pronto, sentía el agudo deseo de golpearle, de hacerle daño, de herir esa máscara de complaciente indiferencia, de marcar su piel y su cuerpo.

—Se lo advertí, Tuf —le dijo—. El poder corrompe y el poder absoluto corrompe de un modo irremisible, ¿lo recuerda?

—Gozo de una memoria perfectamente sana.

—Es una lástima que no pueda decir lo mismo en cuanto a su maldito sentido de la moral —le replicó con acidez Tolly Mune. Blackjack, a sus pies, emitió un gruñido como de contrapunto a sus palabras ¿Por qué diablos le ayudé a conservar esta maldita nave? ¡Qué condenada idiota he sido! Tuf, lleva demasiado tiempo viviendo sin compañía en el interior de un delirio de poder. Cree que alguien le ha nombrado dios, ¿no es cierto?

—Se nombra a los burócratas —dijo. Los dioses, si es que existen, son elegidos mediante otros procedimientos. No hago ninguna afirmación en cuanto a mi divinidad, en el sentido mitológico de la palabra, pero debo confesar que ciertamente tengo en mis manos el poder de un dios. Creo que usted misma se dio cuenta de ello hace mucho tiempo, cuando acudió a mí en busca de los panes y los peces —Tolly Mune abrió la boca para contestarle, pero él levantó la mano—. No, tenga la bondad de no interrumpirme. Intentaré ser breve. Usted y yo no somos tan distintos, Tolly Mune.

—¡No nos parecemos en nada, maldito sea! —le gritó ella.

—No somos tan distintos —repitió Tuf con voz firme y tranquila—. Una vez me confesó que no era muy religiosa y yo no soy hombre propenso a la adoración de mitos. Empecé mi vida como mercader pero, después de encontrar esta nave llamada el Arca, a cada paso que daba me he visto perseguido por dioses, profetas y demonios. Noé y su diluvio. Moisés y sus plagas, los panes y los peces, el maná, columnas de fuego y mujeres convertidas en sal. Debo admitir que he llegado a familiarizarme con todo eso. Me está desafiando para que me proclame como un dios, pero no es lo que pretendo. Y, sin embargo, debo decir que mi primer acto dentro de esta nave, hace ya muchos años, fue resucitar a los muertos —señaló con gesto majestuoso hacia una subestación que se encontraba a unos metros de distancia. Ése es el lugar donde realicé el primero de mis milagros, Tolly Mune, y aparte de ello, lo cierto es que poseo poderes semejantes a los de la divinidad y que está en mi mano la vida y la muerte de los planetas. Con lo mucho que me complacen esas habilidades casi divinas, ¿puedo, en justicia, negarme a cargar con la responsabilidad que las acompaña, con el impresionante peso de su autoridad moral? No lo creo así.

Ella deseaba contestarle, pero las palabras se negaban a brotar de sus labios. Está loco, pensó Tolly Mune.

—Más aún —dijo Tuf—, la naturaleza de la crisis que sufre S’uthlam era tal que la única solución admisible era la intervención divina. Supongamos por unos momentos que consintiera en venderles el Arca, tal y como deseaba. ¿Supone realmente que unos ecólogos y técnicos en biología, por expertos y entusiastas que fueran, habrían sido capaces de dar con una solución duradera? Creo que es usted demasiado inteligente para engañarse de tal modo. No tengo ni la menor duda de que, con todos los recursos de esta sembradora a su disposición, tales hombres y mujeres, genios con intelectos y una educación muy superiores a la mía, podrían y habrían indudablemente diseñado gran número de ingeniosos trucos con los cuales permitir a los s’uthlameses que siguieran reproduciéndose durante otro siglo, y puede que incluso durante dos, tres o cuatro centurias más. Pero, finalmente, también sus respuestas habrían acabado siendo insuficientes, al igual que lo fueron mis pequeños intentos de hace cinco años y los que precedieron a esos intentos hace diez. Tolly Mune, no existe ninguna respuesta racional, equitativa, científica, tecnológica o humana al dilema de una población que aumenta siguiendo una enloquecida progresión geométrica. Dicho dilema sólo puede ser resuelto con milagros como el de los panes y los peces o el maná caído del cielo. Por dos veces he fracasado como ingeniero ecológico y ahora me propongo triunfar como un dios necesario a S’uthlam. Si intentara solucionar el problema una tercera vez, como simple ser humano, estoy seguro de que fracasaría por tercera vez y entonces sus dificultades serían resueltas por dioses mucho más crueles que yo.

Los cuatro jinetes de mamíferos de la antigua leyenda, conocidos como peste, hambre, guerra y muerte. Por lo tanto, debo hacer a un lado mi humanidad y obrar como un dios —se quedó callado y la contempló, pestañeando.

—Hace ya mucho que se olvidó de su condenada humanidad —le replicó ella con voz rabiosa. Pero no es usted ningún dios, Tuf Puede que sea un demonio y estoy segura de que es un maldito megalómano. Puede que sea un monstruo. Sí, es un condenado aborto. Un monstruo, pero no un dios.

—Un monstruo —dijo Tuf—, ciertamente —y pestañeó—. Había tenido la esperanza de que una persona dotada de su indudable capacidad intelectual y competencia fuera capaz de mostrarse más comprensiva —pestañeó de nuevo. Dos, tres veces. Su pálido rostro seguía tan inmutable como siempre, pero en la voz de Tuf había algo muy extraño que ella no había oído nunca anteriormente, algo que le dio miedo, que la asombró y la inquietó, algo que se parecía a la emoción. Tolly, me ofende usted muy dolorosamente —protestó él.

Blackjack emitió un maullido quejumbroso.

—Su gato parece capaz de aprehender con mayor agudeza las frías ecuaciones de la realidad a la que nos enfrentamos —dijo Tuf. Quizá debería explicarlo todo otra vez desde el principio.

—¡Monstruo! —dijo ella.

Tuf pestañeó.

—Mis esfuerzos son eternamente pasados por alto y sólo reciben calumnias inmerecidas.

—¡Monstruo! —repitió ella.

La mano derecha de Tuf se convirtió por unos segundos en un puño que él aflojó lentamente y con cierta dificultad.

—Al parecer algún tic cerebral ha reducido dramáticamente su vocabulario, Primera Consejera.

—No —dijo ella—, pero ésa es la única palabra que puedo aplicarle, ¡maldición!