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– Esto es una fiesta -me recordó-. Intenta ser comprensiva.

– Seguro -murmuré.

Él dio la vuelta al coche para abrirme la puerta y me ofreció su mano.

– Tengo una pregunta.

Esperó con cautela.

– Si revelo esta película -dije mientras jugaba con la cámara entre mis manos-, ¿aparecerás en las fotos?

Edward se echó a reír. Me ayudó a salir del coche, me arrastró casi por las escaleras y todavía estaba riéndose cuando me abrió la puerta.

Todos nos esperaban en el enorme salón de color blanco. Me saludaron con un «¡Feliz cumpleaños, Bella!», a coro y en voz alta, cuando atravesé la puerta. Enrojecí y clavé la mirada en el suelo. Alice, supuse que había sido ella, había cubierto cada superficie plana con velas rosadas y había docenas de jarrones de cristal llenos con cientos de rosas. Cerca del gran piano de Edward había una mesa con un mantel blanco, sobre el cual estaba el pastel rosa de cumpleaños, más rosas, una pila de platos de cristal y un pequeño montón de regalos envueltos en papel plateado.

Era cien veces peor de lo que había imaginado.

Edward, al notar mi incomodidad, me pasó un brazo alentador por la cintura y me besó en lo alto de la cabeza.

Los padres de Edward, Esme y Carlisle -jóvenes hasta lo inverosímil y tan encantadores como siempre- eran los que estaban más cerca de la puerta. Esme me abrazó con cuidado y su pelo suave del color del caramelo me rozó la mejilla cuando me besó en la frente. Entonces, Carlisle me pasó el brazo por los hombros.

– Siento todo esto, Bella -me susurró en un aparte-. No hemos podido contener a Alice.

Rosalie y Emmett estaban detrás de ellos. Ella no sonreía, pero al menos no me miraba con hostilidad. El rostro de Emmett se ensanchó en una gran sonrisa. Habían pasado meses desde la última vez que los vi; había olvidado lo gloriosamente bella que era Rosalie, tanto, que casi dolía mirarla. Y Emmett siempre había sido tan… ¿grande?

– No has cambiado en nada -soltó Emmett con un tono burlón de desaprobación-. Esperaba alguna diferencia perceptible, pero aquí estás, con la cara colorada como siempre.

– Muchísimas gracias, Emmett -le agradecí mientras enrojecía aún más.

Él se rió.

– He de salir un minuto -hizo una pausa para guiñar teatralmente un ojo a Alice-. No hagas nada divertido en mi ausencia.

– Lo intentaré.

Alice soltó la mano de Jasper y saltó hacia mí, con todos sus dientes brillando en la viva luz. Jasper también sonreía, pero se mantenía a distancia. Se apoyó, alto y rubio, contra la columna, al pie de las escaleras. Durante los días que habíamos pasado encerrados juntos en Phoenix, pensé que había conseguido superar su aversión por mí, pero volvía a comportarse conmigo exactamente del mismo modo que antes, evitándome todo lo que podía, en el momento en que se vio libre de su obligación de protegerme. Sabía que no era nada personal, sólo una precaución y yo intentaba no mostrarme susceptible con el tema. Jasper tenía más problemas que los demás a la hora de someterse a la dieta de los Cullen; el olor de la sangre humana le resultaba mucho más irresistible a él que a los demás, a pesar de que llevaba mucho tiempo intentándolo.

– Es la hora de abrir los regalos -declaró Alice. Pasó su mano fría bajo mi codo y me llevó hacia la mesa donde estaban la tarta y los envoltorios plateados.

Puse mi mejor cara de mártir.

– Alice, ya sabes que te dije que no quería nada…

– Pero no te escuché -me interrumpió petulante-. Ábrelos.

Me quitó la cámara de las manos y en su lugar puso una gran caja cuadrada y plateada. Era tan ligera que parecía vacía. La tarjeta de la parte superior decía que era de Emmett, Rosalie y Jasper. Casi sin saber lo que hacía, rompí el papel y miré por debajo, intentando ver lo que el envoltorio ocultaba.

Era algún instrumento electrónico, con un montón de números en el nombre. Abrí la caja, esperando descubrir lo que había dentro, pero en realidad, la caja estaba vacía.

– Mmm… gracias.

A Rosalie se le escapó una sonrisa. Jasper se rió.

– Es un estéreo para tu coche -explicó-. Emmett lo está instalando ahora mismo para que no puedas devolverlo.

Alice siempre iba un paso por delante de mí.

– Gracias, Jasper, Rosalie -les dije mientras sonreía al recordar las quejas de Edward sobre mi radio esa misma tarde; al parecer, todo era una puesta en escena-. Gracias, Emmett -añadí en voz más alta.

Escuché su risa explosiva desde mi coche y no pude evitar reírme también.

– Abre ahora el de Edward y el mío -dijo Alice, con una voz tan excitada que había adquirido un tono agudo. Tenía en la mano un paquete pequeño, cuadrado y plano.

Me volví y le lancé a Edward una mirada de basilisco.

– Lo prometiste.

Antes de que pudiera contestar, Emmett apareció en la puerta.

– ¡Justo a tiempo! -alardeó y se colocó detrás de Jasper, que se había acercado más de lo habitual para poder ver mejor.

– No me he gastado un centavo -me aseguró. Me apartó un mechón de pelo de la cara, dejándome en la piel un leve cosquilleo con su contacto.

Aspiré profundamente y me volví hacia Alice.

– Dámelo -suspiré.

Emmett rió entre dientes con placer.

Tomé el pequeño paquete, dirigiendo los ojos a Edward mientras deslizaba el dedo bajo el filo del papel y tiraba de la tapa.

– ¡Maldita sea! -murmuré, cuando el papel me cortó el dedo. Lo alcé para examinar el daño. Sólo salía una gota de sangre del pequeño corte.

Entonces, todo pasó muy rápido.

– ¡No! -rugió Edward.

Se arrojó sobre mí, lanzándome contra la mesa. Las dos nos caímos, tirando al suelo el pastel y los regalos, las flores y los platos. Aterricé en un montón de cristales hechos añicos.

Jasper chocó contra Edward y el sonido pareció el golpear de dos rocas.

También hubo otro ruido, un gruñido animal que parecía proceder de la profundidad del pecho de Jasper. Éste intentó empujar a Edward a un lado y sus dientes chasquearon a pocos centímetros de su rostro.

Al segundo siguiente, Emmett agarraba a Jasper desde detrás, sujetándolo con su abrazo de hierro, pero Jasper se debatía desesperadamente, con sus ojos salvajes, de expresión vacía fijos exclusivamente en mí.

No sólo estaba en estado de shock, sino que también sentía pena. Caí al suelo cerca del piano, con los brazos extendidos de forma instintiva para parar mi caída entre los trozos irregulares de cristal. Justo en aquel momento sentí un dolor agudo y punzante que me subió desde la muñeca hasta el pliegue del codo.

Aturdida y desorientada, miré la brillante sangre roja que salía de mi brazo y después a los ojos enfebrecidos de seis vampiros repentinamente hambrientos.

Los puntos

Carlisle fue el único que conservó la calma. En el aplomo y la autoridad de su voz se acumulaban siglos de experiencia adquirida en las salas de urgencias.

– Emmett, Rose, llevaos de aquí a Jasper.

Emmett, que estaba serio por vez primera, asintió.

– Vamos, Jasper.

El interpelado tenía una expresión demente en los ojos. Continuó resistiéndose contra la presa implacable de Emmett. Se debatió e intentó alcanzar a su hermano con los colmillos desnudos.

El rostro de Edward estaba blanco como la cal cuando rodó para cubrir con su cuerpo el mío en una posición claramente defensiva. Profirió un sordo gruñido de aviso entre los dientes apretados. Estaba segura de que en ese momento no respiraba.

Rosalie, la de rostro divino y extrañamente petulante, se puso delante de Jasper, aunque se mantuvo a una cautelosa distancia de sus dientes, y ayudó a Emmett en su forcejeo para sacarlo por la puerta de cristal que Esme sostenía abierta, aunque sin dejar de taparse la nariz y la boca con una mano.