Mientras miraba el patrullero alejarse con lentitud por la calle, advirtió que inmediatamente después que el vehículo se alejara se producía una extraña actividad súbita de quebrantamientos triviales de la ley: un hombre, que había salido de una tienda donde se vendían hamburguesas de sushi, hizo un bollo con el papel en que venía envuelta su comida y lo dejó caer en el piso, directamente debajo de la nariz de los policías. En una intersección, una anciana imprudentemente cruzó una de las calles por el medio, no por la esquina, al tiempo que, a través del parabrisas del patrullero, lanzaba una mirada desafiante llena de cólera a los policías. Y así todo el tiempo. Los policías miraban con gesto tolerante y, no bien el patrullero había pasado, la gente, ya satisfecha con haber restregado su desprecio por la nariz de las autoridades, retomaba su vida aparentemente respetuosa de la ley.
Éste era un fenómeno muy difundido. Se había producido una rebelión de vasto alcance, si bien sorda, contra el nuevo régimen de invisibles vigiladores que usaban la cámara Gusano. La idea de que las autoridades dispusieran de tan inmensos poderes de inspección no parecía caer muy bien al instinto de muchos estadounidenses, y por todo el ámbito del país había tenido lugar un ascenso en la tasa de delitos leves. En otro aspecto, parecía como si a los ciudadanos respetuosos de las leyes súbitamente se les hubiera despertado el deseo de realizar pequeños actos de ilegalidad, como arrojar desperdicios en la vía pública, no cruzar la calle por las esquinas y demostrar que seguían siendo libres a pesar de la supuesta mirada escrutadora de las autoridades. Los policías locales estaban aprendiendo a ser tolerantes con esta conducta.
No era más que una muestra de las libertades que se defendía. Pero Bobby supuso que eso era saludable.
Llegó a la calle principal. Imágenes con animación en máquinas expendedoras de diarios sensacionalistas lo instaban a enterarse de las últimas noticias, por sólo diez dólares la imagen. Bobby observó con interés los seductores titulares: había algunas noticias serias, tanto locales como nacionales e internacionales. Aparentemente, en el pueblo se estaba agravando un estallido de cólera relacionada con la tensión derivada del suministro de agua, y también había problemas con la asimilación del cupo de habitantes de la isla Galveston, a los que fue necesario reubicar como consecuencia del ascenso del nivel del mar. Pero los temas en serio quedaban mayormente eclipsados por notas por completo intrascendentes que sólo buscaban el escándalo.
A una miembro local del Congreso se la había obligado a renunciar a su cargo cuando una cámara Gusano dejó al descubierto sus devaneos: se la había atrapado queriendo obligar a un héroe futbolístico de la escuela secundaria, enviado a Washington en virtud de sus méritos deportivos, a que practicara otra forma de actividad atlética… pero el muchacho ya había pasado de la edad en que la ley le permitía dar consentimiento, por lo que, en lo que a Bobby concernía, el delito principal que la diputada había cometido, en esta época en que alboreaba la cámara Gusano, era el de estupidez.
Pero esa funcionaria no fue la única. Se decía que el veinte por ciento de los miembros del Congreso, y casi un tercio de los del Senado, había anunciado que no iba a buscar la reelección o, si no, que se iba a jubilar temprano o, lisa y llanamente, ya había renunciado. Algunos comentaristas estimaban que una buena mitad de todos los funcionarios electos de Estados Unidos se pudo haber visto forzada a abandonar su cargo antes de que la cámara Gusano se hiciera carne en la conciencia nacional y en la individual.
Estaban los que decían que esto era algo bueno, que a la gente se la asustaba para que se comportara con decencia. Otros señalaban que la mayoría de los seres humanos tenía instantes que preferiría no compartir con el resto de la humanidad. Quizá dentro de algunos ciclos electorales, los únicos sobrevivientes entre los funcionarios ya elegidos, o entre los que se aprontaran para postularse para un cargo, serían patológicamente estúpidos y directamente desprovistos de una vida personal de la que pudieran hablar.
No cabía duda de que, como siempre, la verdad habría de estar entre esos dos extremos.
Todavía había algo de cobertura de la gran noticia de la semana anterior: el intento de funcionarios inescrupulosos de la Casa Blanca por desacreditar a un oponente potencial de la presidenta Juárez en la próxima campaña presidencial; lo habían tomado con una cámara Gusano cuando el hombre estaba sentado en el inodoro con los pantalones bajados hasta los tobillos, mientras se hurgaba la nariz y se extraía pelusa del ombligo.
Pero esto había hecho que a los fisgones les saliera el tiro por la culata y no había afectado en absoluto al gobernador Beauchamp. Después de todo, todo el mundo tenía que usar el inodoro y era probable que todos, sin importar cuan humilde fuese su lugar en la sociedad, lo hicieran sin preguntarse si había un punto de vista de cámara Gusano mirándolo hacia abajo (o, peor aún, hacia arriba).
Hasta Bobby había adquirido el hábito de usar el lavatorio en la oscuridad. No era sencillo, ni siquiera con las nuevas instalaciones sanitarias de fácil uso y con texturas para reconocimiento táctil que rápidamente se estaban volviendo cosa de todos los días. Y a veces se preguntaba si en el mundo civilizado había alguien que todavía mantenía relaciones sexuales con la luz encendida…
Dudaba de que aun los vendedores de diarios sensacionalistas en los supermercados insistieran con esas revelaciones que hacían los paparazzi, ya que el valor de ellas como elemento para llamar la atención se había desgastado. Una indicación de eso la daba el hecho de que esas imágenes, que apenas unos meses atrás habrían sido revelaciones conmocionantes, ahora, en medio de la tarde, desde puestos ubicados en la calle principal de esta comunidad mormona, trataban de atraer al público con imágenes en colores brillantes, y prácticamente ningún transeúnte les prestaba atención, así fueran jóvenes o viejos, niños o concurrentes a la iglesia.
A Bobby le daba la impresión de que la cámara Gusano estaba obligando a la especie humana a abandonar algunos tabúes, para poder crecer un poco.
Siguió caminando.
El hogar de los Mayse fue fácil de hallar. Delante de esta casa que, en todo otro aspecto, carecía de detalles distintivos, aquí, en medio del Estados Unidos clásico de pueblos pequeños, Bobby encontró el símbolo, de décadas de antigüedad, de la fama y la notoriedad: una docena, más o menos, de dotaciones de noticiosos congregadas delante de la verja de estacas puntiagudas pintadas de blanco que bordeaba el jardín. Con tecnología de acceso instantáneo por cámara Gusano o sin ella, iba a transcurrir mucho tiempo antes de que el público que miraba noticias se desacostumbrara a ver la presencia interpretante de una reportera interponiéndose ante alguna nota que constituyera primicia sensacional.
La llegada de Bobby era, por supuesto, todo un acontecimiento noticioso por sí mismo. En ese momento, los periodistas vinieron corriendo hacia él, sus cámaras teleguiadas flotando sobre su cabeza como globos metálicos y angulares, para dispararle preguntas: Bobby, para acá, por favor… Bobby… Bobby, ¿ es cierto que ésta es la primera vez que ve a su madre desde que usted tenía tres años?… ¿Es cierto que su padre no quiere que usted esté aquí o esa escena en la sala de conferencias de Nuestro Mundo no fue más que algo preparado para las cámaras Gusano?… Bobby… Bobby…
Bobby sonrió con tanta tranquilidad como le fue posible mostrar. Los reporteros no intentaron seguirlo cuando abrió el pequeño portón y atravesó la verja. Después de todo no había necesidad: era indudable que en ese mismo momento mil puntos de vista de cámara Gusano lo estaban siguiendo.