Выбрать главу

—El sueño es que pronto podamos abrir agujeros de gusano sin necesidad de una fábrica llena de imanes superconductores. Mucho más baratos y pequeños…

—Pero seguirán estando en manos del Estado y de las empresas importantes, ¿no es así?

La pantalla flexible grande fijada en el tabique que tenían frente a ellos se encendió con un siseo de píxels. Bobby podía oír el gemido de los generadores que alimentaban los enormes y torpes inyectores de Casimir, en la fosa de abajo; percibir el olor penetrante del ozono, proveniente de los poderosos campos eléctricos y, a medida que las máquinas acumulaban su ingente energía, sentir, como siempre le ocurría, una oleada de excitación, de expectativa.

Y, para alivio de Bobby, Mary estaba en silencio, por lo menos en forma temporaria.

La tormenta estática de nieve se despejó y una imagen —un tanto fraccionada, pero reconocible de inmediato— llenó la pantalla flexible.

Estaban mirando desde arriba el lugar de trabajo de Kate, que se hallaba un par de pisos por encima de ellos ahí, en la Fábrica de Gusanos. Pero lo que veían ahora no era una cáscara que había quedado vacía, ahora. Una pantalla flexible estaba sesgada en ángulo de un lado al otro del escritorio y había datos que iban apareciendo por uno de sus extremos y desapareciendo por el otro, sin que nadie reparara en ellos. En uno de los rincones, un cuadro representaba lo que parecía ser una emisión noticiosa: una cabeza parlante con gráficos en miniatura. Había más señales de trabajo en proceso: una lata de gaseosa adaptada como portalápices, lápices y lapiceras desparramados sobre el escritorio con grandes blocks de papel oficio amarillo, un par de periódicos en papel doblados sobre sí y mantenidos en posición de lectura con un sostén.

Pero lo que era más revelador —y desgarrador— era el ambiente del lugar, las cosas y el desorden personales que definían a éste como el espacio de Kate y de ninguna otra persona: el café humeante en una taza con autocontrol de la temperatura, envolturas de papel estrujadas, un almanaque con pata de sostén, un reloj digital angular, feo, estilo década de 1990, un retrato con una foto personal (Bobby y Kate con el exótico fondo de Tierra de la Revelación), irónicamente unido con tachuelas a uno de los tabiques.

La silla estaba apartada del escritorio y todavía estaba girando con lentitud.

La perdimos por segundos, pensó Bobby.

Mary contemplaba la imagen sin quitarle los ojos de encima; estaba boquiabierta, fascinada por esa ventana hacia el pasado, como lo estaba todo el que miraba por primera vez.

—Estuvimos precisamente ahí. Es tan diferente. Es increíble.

…Y ahora Kate hizo su entrada desde bastidores a la imagen, tal como Bobby sabía que haría. Llevaba puesta una camisa larga sencilla y práctica, y un mechón de cabello colgaba sobre la frente, molestándole los ojos. Estaba con el entrecejo fruncido, concentrada, los dedos sobre el teclado aun antes de haberse sentado.

A Bobby le resultaba difícil hablar.

—Ya lo sé.

Las instalaciones de rv de Boeing resultaron ser una cámara equipada con hilera tras hilera de jaulas abiertas de acero. Quizá, casi un centenar, pensó David. Más allá de las paredes de vidrio, ingenieros vestidos con guardapolvo blanco se desplazaban entre bancos brillantemente iluminados de equipo de procesamiento electrónico de datos.

Las jaulas tenían suspensión cardánica para desplazarse en tres dimensiones, y en cada una de ellas había un traje parecido a un esqueleto, hecho de caucho y acero y provisto de censores y manipuladores. A David se lo sujetó con correas apretadas dentro de uno de esos trajes y tuvo que luchar contra la sensación de claustrofobia cuando los técnicos le pusieron los brazos y piernas en posición, pero sin posibilidad de moverlos. Con un ademán rechazó el aditamento genital, que era absurdamente enorme, con forma de matraz para destilación al vacío.

—No creo necesitar eso en este viaje…

Una técnica sostuvo en alto un casco delante de la cabeza de David. Era una masa de equipo electrónico con una oquedad. Antes de que se lo colocaran buscó con la mirada a Hiram, su padre estaba en una jaula del otro extremo, en una hilera a unas pocas filas por delante.

—Pareces estar muy alejado.

Hiram alzó una mano enguantada, dobló y estiró los dedos.

—No habrá diferencia alguna una vez que estés inmerso. —Su voz retumbó en el cavernoso salón. —¿Qué opinas de esta instalación? Impresiona bastante, ¿eh? —Y guiñó un ojo.

David pensó en el Ojo de la Mente, el sencillo aparato por banda cefálica de Bobby: unos pocos centenares de gramos de metal que, al ponerse en interfaz directa con el sistema nervioso central, podía reemplazar todo estos aparatitos de Boeing para envolvimiento-con-tacto-total. Una vez más, según parecía, Hiram tenía un producto mejor.

Dejó que la técnica hiciera caer el casco sobre su cabeza y quedó suspendido en la oscuridad…

… que se fue aclarando con lentitud, como una bruma disipándose.

—Primeras impresiones —dijo Hiram secamente. Dio un paso hacia atrás, revelando un paisaje.

David miró en derredor: agua, un terreno en pendiente cubierto de guijarros, un cielo rojo. Cuando movía la cabeza con demasiada rapidez, la imagen se hacía añicos y centelleaba hasta convertirse en píxels, y podía sentir el momento difícil del casco.

El horizonte se curvó de manera bastante abrupta, como si se lo hubiera estado viendo desde una gran altura. En ese horizonte había colinas bajas, erosionadas, cuyas laderas podían verse reflejadas en el agua.

El aire parecía ser tenue y David sintió frío. Dijo:

—¿ Primeras impresiones ? Una playa en el momento de una puesta de sol… pero ése no es un sol que yo haya visto alguna vez.

El “Sol” era una bola de luz roja que iba descolorando hasta adoptar un color amarillo anaranjado en el centro. Estaba posado sobre un horizonte abrupto, libre de bruma, y estaba aplanado hasta adquirir la forma de una lente, posiblemente por la refracción. Pero era inmenso, mucho más grande que el Sol de la Tierra; se trataba de una cúpula al rojo vivo que cubría un décimo del cielo quizás. A lo mejor se trataba de una gigante, reflexionó, una estrella dilatada que está envejeciendo.

También el cielo era de un tono más fuerte que un cielo de puesta de soclass="underline" carmesí intenso en lo alto, escarlata alrededor de ese sol voluminoso, negro más allá. Pero incluso alrededor del sol, las estrellas brillaban: de hecho, según podía advertir David, se distinguían estrellas de brillo tenue a, través, del difuso limbo del sol en sí.

Precisamente a la derecha de ese sol había una constelación compacta que era perturbadoramente familiar: esa forma de W, sin duda alguna, era Casiopea, una de las figuras estelares de más fácil reconocimiento; lástima que había una estrella adicional a la izquierda de esa configuración que convertía la constelación en un burdo zigzag.

David dio un paso hacia adelante. Los guijarros crujían de manera convincente y podía sentir piedras agudas debajo de los pies; aunque se preguntaba si los puntos de presión que tenía en la planta de los pies coincidían con lo que veía en el suelo.

Dio unos pasos hasta el borde del agua. Sobre las rocas brillaba hielo y había témpanos de hielo en miniatura que se extendían hacia adentro del agua, aproximadamente a una distancia de un metro. El agua era plana, casi inmóvil y subía y bajaba con movimiento suave, con lentitud. Se inclinó e inspeccionó un guijarro: era duro, negro y estaba sumamente desgastado. ¿Basalto? Por debajo se veía el brillo de un depósito cristalino: sal quizás. Alguna estrella brillante que estaba detrás de David arrancó destellos amarillos blancos de la piedra, que hasta proyectaba una sombra.