Pero se habían oído rumores, la mayoría de los cuales circulaba en los rincones de la Internet que aún permanecían exentos de control, de que otra guerra, más primitiva, estaba teniendo lugar en el terreno, cuando las tropas iban a afianzar lo ganado mediante los ataques aéreos.
Entonces, un canal inglés de noticias dio a conocer un informe sobre un campamento de prisioneros que estaba en el campo de batalla, en el que a cautivos de las Naciones Unidas, entre ellos estadounidenses, los uzbecos mantenían en detención. También había rumores de que a las prisioneras, incluidas las de las tropas aliadas, las habían raptado de los campamentos para violarlas, o se las introducía en burdeles por la fuerza, en lo más profundo de la campiña.
Estaba claro que revelar todo beneficiaba a los fines de los Estados que estaban detrás de la alianza antiuzbeca. Los magos de la pluma que escribían los relatos para el gobierno de Juárez estaban de acuerdo en poner de relieve la perturbadora idea de que la muy saludable Anna de lowa estuviera en manos de atezados abusadores uzbecos.
Para Heather todo esto era la prueba de que se estaba librando un conflicto sucio, que distaba mucho del videojuego limpio y sin consecuencias con el que Anna Petersen estaba en connivencia. Los pelos de la nuca de Heather se habían erizado ante la idea de que ella podría estar desempeñando un papel en una inmensa máquina de propaganda. Pero cuando solicitó permiso de su empleador, Noticias En Línea de la Tierra, para descubrir la verdad de esa guerra, se lo rehusaron. Su acceso a las instalaciones de la empresa de la Fábrica de Gusanos sería revocado si ella intentaba investigar.
Mientras estaba en el centro de la atención pública, en su carácter de ex esposa de Hiram, tuvo que mantener la cabeza gacha.
Pero en aquel entonces la feroz atención del foco público se alejó de los Mayse… y ella pudo permitirse obtener su propio acceso a la cámara Gusano. Renunció a NET; consiguió un nuevo trabajo que le permitía pagar las facturas, trabajando en una biografía de Abraham Lincoln por cámara Gusano y puso manos a la obra.
Le tomó un par de días encontrar lo que estaba buscando.
Siguió a prisioneros uzbecos a los que estaban subiendo a un camión abierto de las Naciones Unidas e iban a trasladar bajo la lluvia. Pasaron a través de la ciudad de Nakus, controlada por tropas aliadas, y siguieron hacia la campiña que estaba más allá.
Ahí, según descubrió Heather, las tropas aliadas habían establecido un campamento propio de prisioneros.
Era un complejo para la extracción de hierro, que estaba abandonado. A los prisioneros se los mantenía encerrados en jaulas de un metro de altura, de metal, y apiladas sobre un cargador de mineral. Los prisioneros estaban imposibilitados de estirar piernas o espalda. Se los mantenía sin condiciones de higiene, ni alimento adecuado, ni ejercicio ni acceso a la Cruz Roja o su equivalente musulmán, la Merjamet. A través del enrejado goteaba la mugre de las jaulas de arriba a las que estaban abajo.
Heather estimó que ahí debía de haber no menos de mil hombres. Sólo se les daba una taza de sopa aguachenta por día. La hepatitis era epidémica y se estaban difundiendo otras enfermedades.
Día por medio se elegían prisioneros, aparentemente al azar, y se los sacaba para golpearlos. Tres o cuatro soldados rodeaban a cada prisionero y le pegaban con barras de hierro, con bastones de madera para reprimir manifestaciones, o con bastones cortos de policía. Luego de un tiempo, la paliza cesaba. Si el prisionero podía caminar se lo volvía a arrojar al ruedo para someterlo a más de ese tratamiento, y los golpes continuaban. Después, los otros prisioneros los llevaban de vuelta a la correspondiente jaula.
Ésta era una pauta general de conducta. Existían tratamientos especiales, que los guardianes les infligían a los prisioneros casi con espíritu de experimentación, por ejemplo, no se les permitía defecar; o se los forzaba a comer arena; o bien a tragar sus propias heces.
Seis personas habían muerto en el lapso que Heather vigiló el campamento. Las muertes se produjeron como consecuencia de los castigados, de la exposición a las condiciones climáticas o por enfermedad. En ocasiones, se le disparaba a un prisionero si intentaba huir o devolver los golpes. Cuando se liberaba a un detenido era para que llevara a sus camaradas la noticia de la firmeza con que actuaban estas tropas de casco azul.
Heather observó que los guardias tenían sumo cuidado de utilizar nada más que armas capturadas al enemigo, como si hubieran estado decididos a no dejar rastros inequívocos de sus actividades. Era evidente, pensaba Heather, que la potencia de la cámara Gusano todavía no había hecho impacto en la imaginación de estos soldados, aún no se habían acostumbrado a la idea de que se los podía observar en cualquier lugar, en cualquier momento, incluso en forma retrospectiva desde el futuro.
Habría resultado casi imposible mirar esos sanguinarios hechos, invisibles para el público en general, tan sólo unos meses atrás.
Esto sería dinamita a punto de estallar en el culo de la presidenta Juárez que, en opinión de Heather, ya había dado pruebas suficientes de ser la peor y más ruin gobernante que hubiera contaminado jamás la Casa Blanca desde que empezara el siglo, lo cual era decir demasiado, por no mencionar que, en su carácter de primera mujer Presidente, era el principal motivo de vergüenza para la mitad de la población.
Y quizá —Heather se permitió tener la esperanza— la conciencia de las masas se agitaría una vez más cuando la gente viera cómo era la guerra en realidad, en toda su sanguinaria belleza, tal como había podido apreciar brevemente cuando Vietnam se convirtió en la primera guerra transmitida por televisión, y antes de que quienes la comandaban hubieran vuelto a imponer el control sobre la cobertura que hacían los medios de prensa.
Hasta albergaba la esperanza de que el acercamiento del Ajenjo hiciera cambiar el modo en que la gente pensaba de su prójimo. Si todo iba a terminar dentro de nada más que unas pocas generaciones, ¿qué importaban los antiguos enconos? ¿Y era el propósito del tiempo que quedaba, de los días que le quedaban a la existencia humana, infligirse dolor y sufrimiento los unos a los otros?
Seguiría habiendo guerras justas, de eso no había dudas, pero ya no iba a ser posible despojar al adversario de su carácter de ser humano ni hacerlo aparecer como si fuera el Diablo en persona… no cuando cualquier persona podía pulsar una pantalla flexible y ver por sí misma a los ciudadanos de cualquiera nación a la que se considerase enemiga. Y no habría más mentiras de los que fomentaban las guerras, respecto de la capacidad, la intención y la resolución del adversario. Si la cultura del secreto finalmente se quebraba, ningún Estado se saldría con la suya con actos como éste, nunca más.
O, quizás, ella no era otra cosa que una idealista.
Insistió, decidida, motivada; no importaba qué intensamente objetiva trataba de ser, a esas escenas las hallaba insoportablemente desgarradoras: ver a esos hombres desnudos, lastimados, retorciéndose de agonía a los pies de soldados que llevaban casco azul y tenían la cara limpia, dura, de ciudadanos de Estados Unidos de Norteamérica.
Se tomó un respiro. Durmió un poco, se bañó, después se preparó algo para comer (el desayuno, a las tres de la tarde).
Sabía que no era el único ciudadano que le estaba dando esta clase de uso a los nuevos dispositivos.
Por todo el país, según había oído decir, se estaban formando escuadrones de la verdad que usaban cámaras Gusano y la Internet. Algunos de los escuadrones no eran más que proyectos de observación en los vecindarios. Pero una de las organizaciones, llamada Vigilancia de la Policía, estaba difundiendo instrucciones respecto de cómo seguir minuciosamente a los policías en su tarea, con el objeto de constituirse en testigos imparciales de cada actividad de esos funcionarios. Por lo que se decía, esta nueva situación —la de estar sujetos a que se conociera con precisión lo que hacían— ya estaba teniendo un señalado efecto sobre la calidad de la actividad de los policías: los agentes perversos y corruptos que, por fortuna, eran escasos de todos modos, quedaban al descubierto casi de inmediato.