Toulouse, Francia, 14 de enero de 1636 d. C:
En la polvorienta calma de su estudio tomó la amada copia de la Arithmetica de Diofanto. Con gran excitación pasó al Libro II, Problema 8 y buscó con afán una pluma de ave para escribir.
…Por otro lado es imposible que a un cubo se lo escriba como suma de dos cubos o que a una potencia cuarta se la escriba como suma de dos potencias cuarta o que, en general, a cualquier número que fuere una potencia mayor que el cuadrado se la escriba como suma de dos potencias similares. Tengo una verdaderamente maravillosa demostración de esta proposición, que este margen es demasiado estrecho para contener…
Bernadette Winstanley, alumna de catorce años de edad proveniente de Harare, Zimbabwe, reservó tiempo en su cámara Gusano de la escuela secundaria y se dedicó a hacer el seguimiento retrospectivo del momento en que Fermat hizo ese breve garabato en el margen de aquella hoja.
…Aquí fue donde todo empezó para él y, por eso, era lo adecuado que fuese aquí donde debía terminar. Después de todo fue el octavo problema de Diofanto lo que había despertado tanto su curiosidad y lo había hecho partir en su viaje de descubrimiento matemático: Dado un número que es cuadrado perfecto, escribirlo como suma de otros dos cuadrados. Ésta era la expresión algebraica del teorema de Pitágoras, claro, y cualquier escolar conocía soluciones: tres al cuadrado más cuatro al cuadrado, por ejemplo, lo que significaba nueve más dieciséis, que daban un total de veinticinco, que es cinco elevado al cuadrado.
Ah, ¿pero qué pasaba con una extensión del concepto más allá de esta trivialidad geométrica? ¿Existían números a los que se podía expresar como sumas de potencias mayores? Tres elevado al cubo más cuatro elevado al cubo constituían veintisiete más sesenta y cuatro, lo que daba el resultado de noventa y uno que, por sí mismo, no es el valor de un número elevado al cubo. Pero ¿existía alguno de esos triplos? ¿Y qué pasaba con las potencias más altas, la cuarta, la quinta, la sexta?
Era evidente que los antiguos no habían conocido casos así, ni habían conocido una prueba de la imposibilidad.
Pero ahora él, abogado y magistrado, ni siquiera matemático profesional, se las había ingeniado para probar que no existía el triple de números para índice alguno mayor que dos.
Bernadette obtuvo la imagen de tres hojas de notas que expresaban la esencia de la prueba que Fermat estaba convencido de haber encontrado y, con algo de ayuda de un profesor, descifró el significado.
…Pues ahora estaba urgido por sus obligaciones, pero cuando tenía tiempo armaba una expresión formal de esta prueba a partir de las notas garrapateadas y de los bocetos que había acumulado. Entonces se la comunicaba a Desargues, Descartes, Pascal, Bernouilli y los demás… ¡Cómo se maravillaban ante la trascendental elegancia de la demostración!
Y después podía explorar los números yendo más lejos: esas entidades diáfanas y, sin embargo, tozudamente complejas que, en ocasiones, parecían tan extrañas que imaginaba que debían de tener una existencia independiente de la mente humana que las había concebido…
Fierre de Fermat nunca escribió la prueba de lo que se habría de conocer como su Ultimo Teorema. Pero esa breve acotación en el margen, descubierta después de la muerte de Fermat por su hijo, iba a exasperar y a fascinar a generaciones posteriores de matemáticos. Una prueba sí se encontró, pero recién en la década de los noventa y fue de tal complejidad técnica, al entrañar propiedades abstractas de curvas elípticas y otras entidades matemáticas no usuales, que los eruditos se convencieron de que era imposible que Fermat pudiera haber hallado la prueba en sus tiempos. Quizá se había equivocado… o incluso había perpetrado un tremendo engaño para las generaciones posteriores.
Entonces, en el año 2037 y para asombro general, armada con nada más que la matemática de la escuela secundaria, Bernadette Winstanley, de catorce años, logró demostrar que Fermat había tenido razón.
Y cuando la prueba de Fermat finalmente se publicó, comenzó una revolución en la matemática.
Testimonio de Patefield: Naturalmente, el desquiciado grupo extremista de inmediato encontró la manera de ponerse en línea con la historia. En mi carácter de científico y racionalista considero como una gran suerte que la cámara Gusano hubiera demostrado ser la más grande máquina de desenmascaramiento que se hubiera descubierto jamás. Y por eso es que ahora es indiscutible que, por ejemplo, no existió un OVNI estrellado en Roswell, Nuevo México, en 1947. Ni un solo secuestro por extraterrestres inspeccionado hasta la fecha, resultó ser más que una mala interpretación de algún fenómeno inocente… a menudo complicado por estados de perturbación neurológica. De manera análoga, no ha surgido ni una pizca de evidencia de que hubiera existido algún fenómeno paranormal o sobrenatural, no importa cuan público y conocido pudiera haber resultado ser. A industrias enteras de psíquicos, médiums, astrólogos, sanadores por la fe, homeópatas y otros se las está demoliendo de manera sistemática. Debemos aguardar con ansia el día en que los sondeos de la cámara Gusano lleguen tan lejos como la construcción de las pirámides, Stonehenge, los geoglifos de Nazca y otras fuentes de sabiduría o misterio. Y después vendrá la Atlántida…
Puede ser que esté llegando un nuevo día. Puede ser que en un futuro no muy lejano la mayoría de la humanidad por fin llegue a la conclusión de que la verdad es más interesante que las falsas ilusiones.
Florencia, Italia, 12 de abril de 1506 d. C.:
Bernice admitiría sin el menor problema que no era más que una investigadora de nivel inferior en la oficina de conservación del Louvre. Y por eso fue una sorpresa (¡y muy agradable por cierto!) cuando se le pidió que le practicara la primera verificación de procedencia a una de las pinturas más famosas del museo.
Aun si el resultado era menos que agradable.
Al principio, la investigación había sido sencilla: de hecho, se limitaba a las paredes del Louvre en sí. Ante una nube de visitantes, asistida por generaciones de conservadores, la fina y anciana dama se sentó en la semioscuridad detrás de sus láminas de vidrio protector, observando en silencio cómo el tiempo se iba devanando.
Los años anteriores a la transferencia al Louvre eran más complejos.
Bernice tuvo la fugaz visión de una serie de bellas casas, de generaciones de elegancia y poder interrumpidas por intervalos de guerra, agitación social y pobreza. Mucho de esto, hasta tan atrás como el siglo XVII, confirmaban el registro documentado de la pintura.
Pero entonces, en los primeros años de ese siglo, lo que significaba más de cien años después de la supuesta composición de la pintura, llegó la primera sorpresa. Bernice miraba, pasmada, cómo un joven pintor flacucho, con aspecto de estar pasando hambre, se hallaba parado delante de dos copias idénticas de la famosa imagen y cómo, al invertirse el transcurso del tiempo, con pincelada tras pincelada eliminaba la copia que había estado todos estos siglos al cuidado del Louvre.
Brevemente la dama se desvió para hacer el seguimiento hacia adelante en el tiempo, yendo detrás de la pista del original más antiguo a partir del cual la copia que tenía el Louvre —¡nada más que la copia, una réplica!— se había hecho. Ese original iba a durar poco más de dos siglos, según vio Bernice, antes de perderse en un inmenso incendio de la totalidad del museo durante la Revolución Francesa.