22. EL VEREDICTO
En la semana de Navidad de 2037 concluyó el juicio de Kate.
La sala del tribunal era pequeña, revestido en roble y la bandera de las Barras y las Estrellas colgaba fláccida en la parte de atrás de la sala. El juez, los asesores letrados y los funcionarios del tribunal estaban sentados con solemne esplendor delante de hileras de bancos que estaban ocupados por unos pocos espectadores dispersos: Bobby, funcionarios de Nuestro Mundo, reporteros que escribían notas pulsando el teclado de pantallas flexibles.
El jurado era una colección de ciudadanía de aspecto impensado, aunque algunos de ellos llevaban las máscaras muy coloreadas y las ropas de recubrimiento inteligente que se habían puesto de moda en los últimos meses. Si Bobby no miraba con demasiado cuidado podía perder de vista a una jurado hasta que ésta se moviera y, entonces, aparecía como de la nada una cara o un mechón de cabello o una mano que se agitaba y el resto del cuerpo se hacía visible en forma tenue, delineado por una distorsión imperfecta e irregular del fondo.
Era una dulce ironía, pensó Bobby, que las prendas de recubrimiento inteligente hubieran sido otra brillante idea de Hiram: un nuevo producto de Nuestro Mundo que se vendía dejando elevadas ganancias, para contrarrestar el efecto de intrusión de otro producto.
…Y ahí, sentada sola en el banquillo, se hallaba Kate. Estaba vestida de negro con total sencillez, el cabello recogido detrás de la cabeza, la boca seca, la mirada vacía.
Se habían prohibido las cámaras en la sala misma del tribunal y en la entrada a la sala había tenido lugar un poco del forcejeo usual entre los medios de Prensa. Pero todos sabían que las órdenes que imponían prohibiciones nada significaban ahora: Bobby imaginaba el aire que lo rodeaba cribado por puntos de vista de cámara Gusano que andaban revoloteando, de los cuales, y sin la menor duda, grandes enjambres se concentraban sobre la cara de Kate y la propia de él.
Bobby sabía que Kate se había autoacondicionado para no olvidar la estrecha vigilancia de la cámara Gusano ni por un segundo; no podía evitar que los fisgones invisibles siguieran todo lo que hacía, pero sí les podía negar la satisfacción de que vieran cuánto le dolía. Para Bobby, la figura solitaria y frágil de esa joven representaba más fuerza que la del poderoso proceso jurídico al que esa joven estaba sometida, y también de la gran y millonaria compañía que le había entablado juicio.
Pero ni siquiera Kate pudo ocultar la desesperación cuando finalmente se le hizo saber la sentencia.
—Olvídala, Bobby —dijo Hiram. Estaba dando vueltas a zancadas en torno de su enorme mesa de conferencias. Una lluvia torrencial azotaba la ventana panorámica, llenando la sala de ruido.
—No te ha hecho más que daño. Y ahora es una delincuente convicta. ¿Qué pruebas más necesitas? Vamos, Bobby. Libérate de ella. No la necesitas.
—Ella está convencida de que tú la incriminaste falsamente.
—Pues eso no me importa en absoluto. ¿Qué es lo que tú crees? Eso es lo que cuenta para mí. ¿Realmente piensas que soy tan tortuoso como para tenderle una celada a la amante de mi hijo… sin importar lo que yo pueda pensar de ella?
—No lo sé, papá —dijo Bobby con tranquilidad. Se sentía sereno, controlado: la bravata de Hiram, evidentemente dicha con fines de manipulación, fue incapaz de alcanzarlo. —Ya no sé en qué creer.
—¿Por qué discutir sobre eso? ¿Por qué no usas la cámara Gusano para comprobar si estoy mintiendo?
—No tengo intención de espiarte.
Hiram miró fijamente a su hijo.
—Si estás tratando de encontrar mi conciencia, vas a tener que cavar hasta una profundidad mayor. De todos modos, no es más que reprogramar. ¡Demonios, deberían encerrar a esa mujer y perder la llave! La reprogramación es nada.
Bobby negó con movimiento de la cabeza.
—No a Kate. Luchó contra tu metodología durante años. Ella le tiene verdadero pavor, papá.
—Oh, diantres. A ti se te reprogramó. Y no te hizo mal en absoluto.
—No sé si lo hizo o no lo hizo. —Bobby se puso de pie y encaró al padre. Sentía aumentar su propia ira. —Me sentí diferente cuando al implante se lo apagó. Estaba enojado, aterrorizado, confuso. Ni siquiera sabía cómo se suponía que me sintiera.
—Hablas como ella —gritó Hiram—. Ella te reprogramó más con sus palabras y su vagina, que lo que yo jamás pude con un pedacito de silicio. ¿No te das cuenta de eso? ¡Ah, maldición! Lo único de bueno que el condenado implante sí te hizo fue volverte demasiado estúpido como para ver lo que te estaba ocurriendo… —Se interrumpió y desvió la mirada.
Bobby contestó con tono glaciaclass="underline"
—Es mejor que me expliques qué quieres decir con eso.
Hiram se dio vuelta: el enojo, la impaciencia, incluso algo parecido a la culpa parecían pugnar dentro de él para tener el dominio.
—Piénsalo un poco. Tu hermano es un físico brillante, y no uso la palabra a la ligera: se lo puede proponer como candidato para el Premio Nobel. Y en cuanto a mí… —Alzó las manos. —Levanté todo esto de la nada. Ningún imbécil podría haber logrado eso. Pero tú…
—¿Estás diciendo que eso se debe al implante?
—Yo sabía que había riesgos. La creatividad se vincula con la depresión. Grandes logros a menudo se relacionan con una personalidad obsesiva… y bla, bla. Pero tú no necesitas un inmundo cerebro para convertirte en presidente de Estados Unidos de Norteamérica. ¿No está bien eso?… ¿no? —Y extendió la mano hacia la mejilla de Bobby, como para pellizcarla del modo que se hace con un niño.
Bobby retrocedió para esquivarla.
—Recuerdo que, cuando niño, solías decirme eso cien, mil, veces. En aquellos tiempos nunca entendí lo que querías decir.
—¡Pero vamos, Bobby…!
—Tú lo hiciste, ¿no? Tú la implicaste a Kate. Sabes que es inocente y estás dispuesto a que le manoseen el cerebro y se lo arruinen… exactamente del mismo modo que lo hicieron con el mío.
Hiram quedó inmóvil un instante; después dejó caer los brazos.
—¡Vete al infierno! Vuelve a ella si quieres, entiérrate en su vagina: al final siempre vuelves corriendo, pedazo de mierda. Tengo trabajo para hacer. —Y se sentó ante la mesa, pulsó la superficie para abrir sus pantallas flexibles y pronto el fulgor de dígitos que iban pasando por la pantalla le encendió la cara, como si Bobby hubiera dejado de existir.
Después de que se la liberara, Bobby la llevó a casa.
No bien hubieron llegado, Kate empezó a recorrer el departamento a zancadas, cerrando cortinas de manera compulsiva, impidiendo el paso de la brillante luz del mediodía, dejando una estela de habitaciones a oscuras.
Se sacó la ropa que había estado usando desde que dejara la sala del tribunal y la arrojó a la basura. Bobby se tendió en la cama, escuchándola bañarse bajo la ducha en la oscuridad más completa, durante varios minutos. Después, Kate se deslizó debajo del acolchado de lana: estaba fría, tiritaba y el cabello no estaba del todo' seco. Se había estado bañando con agua fría. Bobby no la interrogó, se limitó a abrazarla hasta que su calor penetró en ella.
Por fin, Kate dijo en un susurro:
—Necesitas comprar cortinas más gruesas.
—La oscuridad no te esconde de una cámara Gusano.