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Mucho tiempo había transcurrido desde aquel día decisivo, el día de la muerte de Hiram en la Fábrica de Gusanos y, sin embargo, el recuerdo se conservaba intenso en la mente de Bobby, como si su propia memoria hubiese sido una cámara Gusano, como si su mente hubiera estado fijada en lo pasado. Y ahora, éste era un pasado que contenía todo lo que quedaba de Kate, muerta un año atrás de cáncer, todos y cada uno de sus actos engarzados en la historia inalterable, como todos los miles de millones de almas sin nombre que la habían precedido en la tumba.

Pobre Hiram, pensó. Todo lo que quiso siempre fue ganar mucho dinero. Ahora, con Hiram muerto hacía mucho tiempo, la compañía había desaparecido y la fortuna estaba embargada. Y, sin embargo, por accidente, ese hombre había modificado el mundo…

David, una presencia invisible aquí con él, había permanecido en silencio durante largo rato. Bobby introdujo subrutinas de empatia para atisbar el punto de vista de David.

Los campos refulgentes se evaporaron, y fueron reemplazados por un paisaje desolado, árido, en el que unos pocos árboles achaparrados pugnaban por sobrevivir.

Bajo la intensa luz del Sol, que caía a plomo, una fila de mujeres avanzaba lentamente a través de esa tierra. Cada una de ellas portaba un inmenso recipiente de plástico sobre la cabeza, repleto de agua salobre. Se veían mustias, vestidas con harapos y con la espalda rígida.

Una de las mujeres llevaba a un niño tomado de la mano. Parecía evidente que el desdichado niño, desnudo, delgado como un saco de huesitos y con la piel transparente como papel, se hallaba en un avanzado estado de desnutrición y, quizás, enfermo de sida, o como solían denominarla, recordó Bobby con lúgubre humor, la enfermedad de los flacos.

—¿Por qué mirar el pasado, David? Las cosas son mejores ahora —reflexionó Bobby —Pero éste fue el mundo que nosotros hicimos —respondió su compañero con amargura. Su voz sonaba como si estuviera junto a Bobby, en una habitación cálida y confortable; y no flotando en ese vacío indiferente. —Con razón los niños piensan que nosotros, los viejos, somos un montón de salvajes. Fue un África de sida y desnutrición, sequías y malaria, infecciones con estafilococos y fiebre del dengue, y de interminables guerras inútiles; un África bañada en el salvajismo. Pero —dijo— era un África con elefantes.

—Todavía hay elefantes —dijo Bobby. Y era cierto: un puñado de animales en los zoológicos, sus simientes y óvulos llevados y traídos por avión en un intento por conservar poblaciones viables. Hasta había cigotas de elefantes y de muchas especies en peligro e incluso desaparecidas, congeladas en sus tanques de nitrógeno líquido en las sombras petrificadas de un cráter del polo sur lunar, quizás el último refugio de vida en la Tierra, si es que se comprobaba que, después de todo, era imposible desviar el Ajenjo.

Y seguía habiendo elefantes… pero ninguno en África, no quedaba rastro de ellos, con excepción de los huesos desenterrados ocasionalmente por los granjeros robot; huesos a veces, con las marcas de mordeduras dejadas por seres humanos desesperados. A lo largo de toda su vida, Bobby había presenciado la extinción del elefante, del león, del oso; e incluso de los parientes más cercanos del hombre, chimpancés, gorilas y el resto de los primates superiores. Ahora, fuera de los hogares, de los zoológicos, de las colecciones y de los laboratorios, en el planeta ya no había mamíferos grandes, a excepción del ser humano.

Pero estos sucesos no tenían retorno.

Con gran esfuerzo de voluntad, Bobby adoptó el punto de vista de su hermano y ascendió en forma vertical.

Mientras subían por el espacio y el tiempo, los campos refulgentes habían cobrado existencia de nuevo. Los niños menguaron de tamaño hasta llegar a la invisibilidad y la tierra cultivada se minimizó en una cuadrícula de colores oscurecida lentamente por la niebla y las nubes.

Y entonces, cuando la Tierra retrocedió, el conocido contorno de África, tan familiar por los libros de texto, surgió ante los ojos de Bobby.

Hacia el oeste, sobre el Atlántico, una sólida masa de nubes se extendía sobre la piel curva del océano, acanalado por ordenadas hileras de espuma blanco grisáceo. Cuando la rotación del planeta transportó a África hacia las sombras de la noche, Bobby pudo ver cerradas nubes ecuatoriales que se extendían durante centenares de kilómetros en dirección a tierra firme, como dedos púrpura que sondearan la oscuridad.

Desde esta posición privilegiada Bobby pudo comprender el resultado del trabajo humano.

Bien adentro del océano había una depresión, un gran remolino humeante de nubes blancas sobre el océano azul. Pero éste no era un sistema naturaclass="underline" tenía una regularidad y una estabilidad que desconocía la escala. Las nuevas funciones de manejo de las condiciones meteorológicas lentamente iban reduciendo la intensidad de los sistemas de tormenta que todavía rugían por el planeta, en especial alrededor de la castigada Dorsal del Pacífico.

Hacia el sur del antiguo continente, Bobby podía ver con claridad los grandes barcos cortina abriéndose paso en la atmósfera. Las láminas conductoras que transportaban brillaban tenuemente como alas de libélula, mientras purificaban la atmósfera y le devolvían su ozono agotado en tiempos remotos. Y frente a la costa occidental, masas pálidas seguían el contorno del litoral durante centenares de kilómetros, arrecifes que eran generados con rapidez en una nueva formación de corales modificados por ingeniería genética. Se trabajaba arduamente para fijar el exceso de carbono y brindar un nuevo santuario para las comunidades de plantas y animales en peligro de extinción que otrora habitaron los arrecifes naturales del mundo y fueron destruidos luego por la contaminación, la depredación pesquera y las tormentas.

Por todas partes la gente estaba trabajando, reparando, edificando.

El suelo también había cambiado. El continente estaba casi libre de nubes, su suelo era marrón grisáceo y el verdor vegetal estaba escondido tras la neblina. La gran masa boreal que había sido el Sahara se hallaba dividida por un fino trazado en azul y blanco. A lo largo de las riberas de los nuevos canales, el verdor brillante comenzaba a expandirse. En todas direcciones podía distinguirse la estructura de tuberías, fulgurante como una joya, de la planta de Energía, la realización del último sueño de Hiram. Su proyecto, la extracción del calor del centro mismo de la Tierra, cuyo resultado era un producto energético gratuito y limpio, que había permitido en gran medida que el planeta se estabilizara y transformara. Era notable ser espectador de tan asombrosa escala y regularidad. David decía que le hacía recordar nada menos que a los antiguos sueños sobre Marte, el moribundo mundo desértico restaurado por la inteligencia.

Según parecía, la especie humana había madurado justo a tiempo para salvarse a sí misma. Pero había sido una adolescencia muy difícil.

Aun cuando la población humana había seguido aumentando en cantidad, los cambios climáticos habían devastado la mayoría de los recursos de agua y alimentos del mundo, esto es, la desertificación de las grandes regiones productoras de granos de Estados Unidos y Asia; la inundación de muchas zonas de producción agrícola de las tierras, debida al ascenso del nivel de los mares; la contaminación de napas acuíferas y la acidificación o el secado de lagos de agua dulce. El problema del exceso de población dejó de ser tal con las sequías, las enfermedades y la hambruna, que provocó la desaparición de comunidades enteras alrededor de todo el mundo. Puede decirse que ésta fue una debacle sólo en términos relativos: la mayor parte de la población de la Tierra había sobrevivido. Pero, como siempre, el precio fue pagado por los más vulnerables, siendo los más afectados, niños y ancianos.