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Empezaba a entenderlo. Cross se había guardado cosas. Había venido a visitarle el día anterior a ir a ver a Taylor. Cross era el punto de partida lógico. Pero él se había reservado información para que volviera… con una petaca. Tal vez todo, incluida su llamada para volver a despertar mi interés en el caso, se había tratado de una sola cosa: la petaca.

Levanté el envase del tamaño de una cartera.

– No me lo dijiste todo para que te trajera esto, Law.

– No. Iba a pedir a Danny que te llamara porque olvidé algo.

– Sí, bueno, ya lo sé. Fui a hablar con Taylor y la siguiente noticia fue una visita de la sexta planta para decirme que lo dejara, que lo estaba trabajando gente que no se anda con bromas.

Los ojos de Cross se movían adelante y atrás en su cabeza inmóvil.

– No era eso -dijo.

– ¿Quién vino a verte antes que yo, Law?

– Nadie. Nadie ha venido a preguntar por el caso.

– ¿A quién llamaste antes de llamarme a mí?

– A nadie, Harry. Te lo prometo.

Debí de levantar la voz porque de repente se abrió la puerta de la habitación y apareció la mujer de Cross.

– ¿Pasa algo?

– No pasa nada, Danny -dijo su marido-. Déjanos solos.

Ella se quedó un momento de pie en el umbral y vi que sus ojos iban a la petaca que yo sostenía. Por un momento, pensé en echar un trago yo, para que pensara que era para mí. Pero en su expresión vi que sabía exactamente lo que estaba ocurriendo. Ella no se movió durante un instante interminable y después sus ojos buscaron los míos y me sostuvo la mirada antes de dar un paso atrás y cerrar la puerta. Yo volví a mirar a Cross.

– Si no lo sabía, ahora ya lo sabe.

– No me importa. ¿Qué hora es, Harry? No veo bien la pantalla.

Miré a la esquina de la televisión, donde la CNN siempre mostraba la hora.

– Son las once y dieciocho. ¿Quién vino a verte, Law? Quiero saber quién está trabajando el caso.

– Ya te lo he dicho, Harry, nadie vino a verme. Por lo que yo sé, el caso está más muerto que estas putas piernas mías.

– Entonces ¿qué es lo que no me dijiste la otra vez?

Su mirada fue a la petaca y no tuvo que pedirlo. Se la acerqué a sus labios agrietados y despellejados y él echó un buen trago. Cerró los ojos.

– Oh, Dios… -dijo-. Tengo…

Abrió los ojos y éstos saltaron hacia mí como una jauría de lobos sobre un ciervo.

– Ella me mantiene vivo -susurró con desesperación-. ¿Tú crees que es esto lo que quiero? ¿Estar sentado encima de mi propia mierda? Ella cobra una paga completa mientras yo estoy vivo; paga completa y asistencia médica. Si me muero se queda con la pensión de viudedad. Y yo no llevaba tanto tiempo en el cuerpo, Harry. Catorce años. Cobraría la mitad de lo que saca conmigo vivo.

Lo miré durante un buen rato, sin dejar de preguntarme si Danny Cross estaría escuchando detrás de la puerta.

– Y ¿qué quieres de mí, Law? ¿Que te desconecte? No puedo hacerlo. Puedo buscarte un abogado si quieres, pero no…

– Y además ella no me trata bien.

Me detuve de nuevo. Sentí un tirón en las entrañas. Si lo que estaba diciendo era cierto, entonces su vida era un infierno peor que lo que podía imaginar. Bajé la voz antes de hablar.

– ¿Qué te hace, Law?

– Se enfurece. Hace… No quiero hablar de eso. No es culpa suya.

– Escucha, ¿quieres que te busque un abogado? También puedo conseguir un investigador de los servicios sociales.

– No, no quiero abogados. Eso sería eterno. No quiero investigadores. No quiero eso. No quiero que te metas en ningún lío, Harry, pero ¿qué voy a hacer? Si pudiera desenchufarme yo mismo…

Dejó escapar el aire. Era el único gesto que su cuerpo le permitía. Sólo podía imaginar su horrible frustración.

– Esto no es manera de vivir, Harry. Esto no es vida.

Asentí. En la primera visita no había surgido nada de esa impotencia. Habíamos hablado del caso, de lo que él podía recordar. Sus recuerdos de la investigación volvían en jirones. Había sido una entrevista difícil, pero exenta de odio de sí mismo y desesperación. No hubo más depresión de la esperada. Me pregunté si la causa del cambio había sido el alcohol.

– Lo siento, Law.

Era lo único que podía decir. Sus ojos se desviaron hacia el televisor que estaba por encima de mi hombro izquierdo.

– ¿Qué hora es ya, Harry?

Esta vez miré mi reloj.

– Y veinte. ¿Qué prisa tienes, Law? ¿Estás esperando a alguien?

– No, es que quiero ver un programa de Court TV. Lo dan a las doce. Me gusta Rikki Klieman.

– Entonces aún tienes tiempo para hablar conmigo. ¿Por qué no te pones un reloj más grande?

– No me lo daría. Dice que el doctor opina que es malo para mí que mire un reloj.

– Quizá tenga razón.

Fue un comentario equivocado. Vi que la ira se abría paso en su mirada e inmediatamente lamenté mis palabras.

– Lo siento. No debería…

– ¿Sabes lo que es no poder levantar la muñeca para mirar tu puto reloj?

– No, Law, no tengo ni idea.

– ¿Sabes lo que es cagarse en una bolsa y que tu mujer la lleve al váter? ¿Tener que pedírselo todo a ella, incluido un sorbo de whisky?

– Lo siento, Law.

– Sí, lo sientes. Todo el mundo lo siente, pero nadie…

No terminó la frase. Pareció arrancar el final de la frase como un perro que muerde un pedazo de carne cruda. Apartó la mirada y se quedó callado. Yo también me quedé un buen rato en silencio, hasta que pensé que se había tragado la rabia hasta un pozo de frustración y pena por sí mismo aparentemente sin fondo.

– Eh, ¿Law?

Sus ojos volvieron a fijarse en mí.

– ¿Qué, Harry?

Estaba tranquilo. El momento había pasado.

– Volvamos atrás. Dijiste que ibas a llamarme porque habías olvidado algo cuando hablamos del caso antes. ¿Qué es lo que olvidaste decirme?

– Nadie vino aquí a hablarme del caso, Harry. Tú eres el único. En serio.

– Te creo. Estaba equivocado en eso. Pero ¿qué es lo que olvidaste decirme? ¿Por qué ibas a llamarme?

Cross cerró los ojos un momento, pero enseguida los abrió. Estaban claros y centrados.

– Te dije que Taylor había asegurado el dinero, ¿no?

– Sí, me lo dijiste.

– Lo que olvidé fue que la aseguradora… De repente no recuerdo el nombre de la…

– Global Underwriters. El otro día lo recordaste.

– Sí. Global Underwriters. Una condición del contrato era que el prestamista (BankLA) escaneara los billetes.

– ¿Escanear los billetes? ¿Qué quieres decir?

– Registrar los números de serie.

Recordé el párrafo que había señalado con un círculo en el recorte de periódico. Empecé a hacer cálculos mentalmente. Dos millones entre cien. Casi lo tenía y de pronto se me fue el número.

– Eso serían muchos números.

– Lo sé. El banco puso pegas. Dijo que le haría falta poner a cuatro personas durante una semana, algo así. La cuestión es que negociaron y llegaron a un acuerdo. Hicieron un muestreo. Anotaron diez números de cada una de las pilas.

Recordaba del artículo del Times que el dinero se entregó en fajos de veinticinco mil dólares. Ese cálculo era fácil. Ochenta fajos eran dos millones.

– Así que anotaron ochocientos números. Sigue siendo mucho.

– Sí. Recuerdo que el listado ocupaba unas seis páginas.

– ¿Y qué hicisteis con él?

– Dame otro trago de ese Black Bush, anda.

Se lo di. La petaca ya estaba casi vacía. Necesitaba averiguar lo que tenía que decirme y salir de esa casa. Empezaba a sentirme absorbido por ese mundo deprimente y no me gustaba.

– ¿Conseguisteis los números?

– Sí, solicitamos la lista y se la dimos a los federales. Y pedimos a los de robos que la repartieran a todos los bancos del condado. También la mandé a la Metro de Las Vegas para que la hicieran llegar a los casinos.