Perdería lo que tenía si eso es lo que deseaban. El dinero no significaba nada para él, lo único que le había gustado siempre era el juego. El juego era lo único importante y, durante unos segundos, tuvo la ocurrencia de desplumarlos. Echarle valor y joderlos a iodos. Pero se dio cuenta de que se jugaba la vida. El jodido barrigudo se iba a llevar su pasta de una manera o de otra y sólo manteniendo la calma y perdiéndolo saldría de allí de una pieza.
– ¿Qué te apetece, Trevor? Cualquier cosa que quieras, dímelo.
El joven que servía las copas era un chico apuesto que, el muy cabrón, había empezado a ponerse nervioso repentinamente. Trevor dedujo que él también acababa de percatarse de la situación y no le agradaba la idea de que lo involucraran en actos de violencia. Tenía dieciocho años, un buen sueldo y era tan ingenuo que probablemente pensaba que Debbie Harry [3] era rubia natural. Collares y pulseras.
Trevor sonrió y negó con la cabeza como si estuviese más contento que unas pascuas. Los tres matones y el chulo de puta pidieron bebidas dobles, lo que le demostró una vez más que estaba tratando con aficionados. Deseo gritar con todas sus ganas: «robadme si es lo que queréis, pero no me lo restreguéis por la cara para que me resulte tan obvio. Tened un poco de respeto al menos».
Lo que más le molestaba es que pensasen que era tan gilipollas que podrían ganarse su respeto por el mero hecho de haberle robado. Sin embargo, un atraco en toda norma habría sido preferible a toda esa hilera de insultos y estupideces que le estaban haciendo sentir como un imbécil. Cualquier jugador de verdad que valiera su peso en oro deja de beber cuando hay tanto dinero encima de la mesa por la sencilla razón que nunca se sabe qué le pueden echar dentro. Algunas personas se cabreaban mucho cuando se quedaban sin dinero. Los mandamases eran los peores, pues pensaban que les querías desvalijar la cartera de una manera o de otra.
Trevor era de los que habían hecho la promesa de no jugar nunca con tipos de ésos, a menos que le dieran cierta garantía. Insistía siempre en que fuesen «verdaderos» jugadores, lo que significaba, por supuesto, que no les importase perder su dinero. La mayoría de los delincuentes, especialmente los atracadores de bancos, no eran perdedores por naturaleza, más bien todo lo contrario. Esas bestias tendían a quedarse con el dinero, no a dejarlo marchar con una bonita sonrisa. Se sabía de muchos que habían regresado más tarde con una pistola y mucho resentimiento, exigiendo que le devolvieran el dinero y convencidos de que les habían timado. Entonces no había nada que hacer al respecto. No se le podía recordar que había estado en una partida de «verdad», con jugadores «serios», no jugando póquer en la prisión por un puñado de cacahuetes y con una gente que no tenía la más mínima intención de pagar si perdían. De alguna manera, esa conversación jamás tenía lugar.
En las partidas de verdad nadie aceptaba la copa. Un verdadero jugador se levantaba durante un descanso y observaba cuando le servían la copa. En el mundo de Trevor, un verdadero barman habría tenido el suficiente sentido común para abrir una nueva botella delante de sus narices; eso era algo que se aceptaba, se esperaba y detenía las peleas. Ahora, sin embargo, estaba rodeado de una horda de jodidos imbéciles, imbéciles de verdad, pero también locos. El verdadero insulto era que esos puñeteros cabrones pensaran que él estaba participando en esa puñetera locura. Que creyeran realmente que no se había dado cuenta.
Jamás habían tratado a Trevor de ese modo, y eso que había conocido oportunistas y observado a matones. De hecho, cuando empezó a entrar en escena, le ofrecieron una fortuna por ser uno de ellos y lo rechazó. Quería ganar su dinero de forma limpia y honesta. Los matones eran jugadores que estaban de adorno hasta que se daba el puntillazo final. Jamás había uno solo, en singular, porque un buen jugador de cartas lo habría desplumado en un santiamén. Los pistoleros trabajaban en grupo, como en esa ocasión, de tal manera que, cuando ya habías acabado con los jugadores de verdad, se sentaban en la mesa y se confabulaban contra ti. Esperaban que creyeras que eran mejores jugadores que tú, que mi suerte se había ido más rápido que una ex esposa con un ganador de lotería y un ex paracaidista por compañía. Se sentía tan insultado que estaba decidido a ponérselo muy difícil si querían llevarse el bote. Luego los felicitaría, se marcharía con dignidad y los mandaría a tomar por el culo. El chico del bar le guiñó el ojo y él se preguntó si, para colmo, pensaban que era maricón.
– Ya no queda mucho para mi fiesta -dijo Pat Junior con una voz llena de orgullo y anhelo porque ese día llegase.
Billy Boot, uno de los más antiguos amigos de Pat y uno de los peores enemigos de Lance, estaba tan excitado por la fiesta como él. Iba a ser la fiesta de las fiestas por lo que a él respecta y estaba entusiasmado con que Pat fuese el afortunado protagonista de tal acontecimiento. Todos los niños de alrededor trataban de agudizar el oído para poder oír la conversación y todos los invitados se habían jactado de ello durante mucho tiempo, con las chicas hablando de lo que pensaban ponerse ese día. Lance le dio una patada a un balón de fútbol que vino rodando hasta sus pies para devolvérselo a unos niños que jugaban con él. Se le daban bien los deportes y le propinó una patada con bastante fuerza, a sabiendas de que golpearía a uno de ellos.
Acertó y el balón le dio a un niño de siete años en uno de los lados de la cabeza. A pesar de que le dolió, se frotó la oreja furiosamente, contuvo las lágrimas que estaba a punto de derramar y siguió jugando aunque la cara le dolía y se le puso fría.
– Me juego lo que sea a que le ha dolido -le dijo Lance riéndose.
– Por supuesto que le has hecho daño. Lo hiciste a propósito. Hace mucho frío hoy, así que probablemente le haya dolido.
Lance se encogió de hombros, como si no supiera de lo que estaba hablando Billy. Luego dijo en voz alta:
– Tienes razón. Hoy hace frío, pero espero que mi viejo abrigo sea lo suficientemente calentito para ti, Bootsie.
Los chicos se hallaban en el patio de la escuela, en su lugar de costumbre, al lado de la cancela de entrada. Hacía un frío tremendo y llevaban los abrigos abotonados hasta arriba. Patrick sabía que ellos iban mejor vestidos que la mayoría de los niños, lo aceptaba y sabía apreciarlo. También comprendía que su madre entregara la ropa vieja a otros niños de la escuela. Era su forma de ayudar a la gente y así se aceptaba en su mundo.
Al contrario que Lance, él jamás había sentido la necesidad de señalárselo a nadie. Ahora, sin embargo, podía sentir la humillación de Billy en sus propias carnes.
Lance desdeñaba a Billy, se mofaba de él y Billy Boot no iba a poder soportarlo por mucho más tiempo. Lance jamás había comprendido el significado de la palabra suficiente. Siempre tenía que llevar a las personas hasta el extremo. Se pasaba la vida molestando a sus compañeros y metiéndose con ellos, sin pensar en sus sentimientos ni en las circunstancias. Ambos habían estado en casa de Billy y, tanto Pat como Lance, se habían dado cuenta de lo cortos de dinero que andaban. Billy tenía seis hermanos menores, tres hermanas mayores y un padre que siempre estaba en el bar. Pegaba a Billy y a sus hermanos con regularidad. También a sus hermanas, pero solamente los viernes o los sábados por la noche, cuando regresaba del bar buscando a su esposa. Al ver que no estaba y sabiendo exactamente a qué se dedicaba se ponía a pegarles a sus hijas.
Todo el mundo sabía, incluyendo su esposo, que la madre de Hilly tenía un pluriempleo los fines de semana en King Cross. No le quedaba otro remedio, pues alguien tenía que pagar las facturas. El padre de Billy la esperaba borracho, armaba un jaleo y le robaba el dinero que llevaba en el bolso. Ella ponía unas cuantas monedas en él y una vez que se las llevaba se tomaba un baño y le decía a sus hijas que, como siempre, la mayor parte de sus ganancias se las guardaba Lil Diamond. Patrick llevaba un año casado con Lil cuando oyó a una de las vecinas, una vieja que había enterrado a su marido y a tres de sus hijos durante el bombardeo de Blitz, decirle a una de sus compinches: