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Parecía mentira, pero Méndez no había vuelto a aquella parte de la calle de Cerdeña desde muchos años atrás, tantos que a veces notaba como si le fallase la memoria. Prisionero de los barrios viejos, Méndez apenas salía de ellos, en parte porque eran su mundo antiguo, y en parte porque temía de verdad que unos aires más sanos -los propios de las calles anchas- acabarían con su salud y le dejarían postrado entre horribles dolores musculares. Uno no puede jugar con lo desconocido.

Y eso no es nuevo. Para cargarse de razón, Méndez se acordaba de que los burgueses de Barcelona, a mediados del siglo XIX, cuando Ildefons Cerda proyectó el Ensanche, se asustaron de aquellas calles tan rectas y tan amplias. «¡Habrá en ellas cada corriente de aire que atraparemos una pulmonía y moriremos inconfesos! Y además, ¿para qué necesitamos unas calles tan anchas? ¡Jamás se llenarán de coches!».

Era verdad: Méndez llevaba años y años sin ir a aquella otra parte de la ciudad, y por lo tanto había ido perdiendo todas las referencias menos una. Pero en el fondo de su memoria quedaban aún retazos de su primer destino, cuando empezó a ser allí un policía de gran porvenir (hasta que se equivocó y detuvo por estafa a la mujer del comisario), destino que estuvo justamente en esas calles. Todos empezamos en algún sitio.

Pero un poco más arriba de esta verídica historia se ha dicho que Méndez había ¡do perdiendo todas las referencias del barrio menos una. ¿Y cuál era esa referencia? Sencillamente la casa de la señora Bou. Todos los varones en edad terminal de esa parte de la ciudad -antes más bien triste y desolada, pues incluso junto a la Sagrada Familia había un horno de ladrillos- recuerdan la casa de la señora Bou, que estaba en una callecita con árboles, tenía una puerta gris y un número -el ocho- en una cerámica que también tenía estampado un gato. La casa de la señora Bou se dividía en dos partes: la externa y la interna, y eso hay que decirlo porque la una nada tenía que ver con la otra. La externa era municipal y un poco romántica, con su puerta gris, su número y su gato estampados en cerámica, su única ventana siempre cerrada y su balcón, que estaba repleto de tiestos con geranios. La interna, en cambio, era parisina y suntuosa, tenía cortinas rojas, alfombras levantinas, sillones, espejos y mujeres con medias negras que esperaban a los clientes. Las alfombras habían sido pisadas sigilosamente por maridos infieles y quizás también por sus esposas pecadoras, aunque no necesariamente a la misma hora. Las cortinas habían ido recogiendo a lo largo de los años sudores de manos lánguidas, y los espejos -que según un catálogo de Bellas Artes eran lo más antiguo de la casa- habían visto tantas cosas que sin duda estaban llenos de fantasmas, pero desde luego fantasmas con el pene erecto, pues lo contrario hubiera atacado directamente el buen nombre de la casa y el prestigio de la señora Bou.

El inmueble -según consta en los archivos municipales de la plaza de San Jaime- fue autorizado como una torrecita de dos plantas, y en la ciudad monumental nunca dejó de serlo, manteniendo el espíritu de aquellos barceloneses que, al edificarse una vivienda, lo hacían en sociedad con unos arbustos, un arbolito y una familia de pájaros. Desde el principio de los tiempos la torrecita fue destinada a la amistad hombre-mujer, a pesar de que el día de su inauguración fue bendecida por un ignorante rector de la parroquia. Su primera propietaria fue la señora Bou madre (nacida Salvat), según consta en los libros del Gobierno Civil, que se casó con un consejero de Obras Pías. Y su segunda propietaria fue la señora Bou, nacida Bou, que no se casó con nadie, aunque se sabe que siempre estuvo muy relacionada con la salud pública, pues fue amiga fija de un médico, un farmacéutico y un veterinario. Según decía la gente, los dos últimos al mismo tiempo.

También se decía -y de eso Méndez guardaba chispazos de memoria- que la casa, por su discreta elegancia, propia de una burguesía que aún cuidaba los detalles, había conocido grandes visitantes y grandes tiempos. La frecuentaban académicos venidos expresamente de Madrid (que a veces se olvidaban de fornicar mientras analizaban el origen de la palabra «fornicio»), directores de cine famosos (se hablaba de Orson Welles), dictadores sanguinarios (se hablaba de Leónidas Trujillo), jeques árabes (se hablaba de uno que causó grandes destrozos anales) y altos eclesiásticos de la diócesis de Toledo (aunque de estos nunca se llegó a concretar absolutamente nada).

Ese era, pues, el punto de referencia en la memoria de Méndez, cuando se situaba otra vez en el viejo barrio a punto de ser destruido, según los periódicos más solventes. Varias casas -no se decía cuáles- serían derribadas, y de ese parto nacería un solar nuevo, donde a su vez se alzarían apartamentos sin ningún alma, pero con muchos números: escalera A, bloque 2, piso 3, apartamento 208. No habría jardincillos privados, ni un árbol solitario, ni un número de cerámica con un gato estampado. ¿Para qué coño sirve un gato urbano? Por supuesto, tampoco habría ninguna mujer que usara medias negras.

Todo esto horrorizó a Méndez cuando se dirigió hacia allí, desafiando la furia de los elementos. Tomar en el Paralelo el Metro (menos mal, el Paralelo y el Metro tienen aromas conocidos, que embalsaman a la gente), bajar en Sagrada Familia, bucear en la plaza, abrirse paso entre los varios ejércitos de japoneses, respirar el aire fresco que llega de Levante, y encima en una tarde que amenaza lluvia: «Es demasiado, Méndez». Pero le horrorizaba perder su memoria, es decir su identidad, es decir la necesidad de formar parte del tiempo que ya se había ido.

Menos mal. La callecita, o mejor el pasaje urbano, aún estaba allí, con sus árboles melancólicos y sus casitas llenas de olvido, sin que ningún alcalde vestido de gala las señalase para derruirlas. Aún estaban la ventana siempre cerrada y el balcón, aunque se habían muerto los geranios. Aún estaba el número ocho con la cara del gato, pero nada indicaba que un poco más allá hubiese mujeres esperando.

Aunque estarían sus sombras, claro, sus huellas en las alfombras, sus fantasmas en los espejos, últimos rastros del tiempo que también se había ido.

«Méndez, cumple con tu deber».

Le habían encargado que buscase al Pencas y eso era lo que tenía que hacer, una vez disipados sus temores y comprobado que la casa de la señora Bou aún existía. Según los métodos de Méndez, los informes sobre un tío como el Pencas se obtienen en los bares, y cualquier otro método científico no debe ser tenido en cuenta. De hecho, pensaba Méndez, no hay método científico que supere la indagación ante la barra de un bar, hecha de cigarrillos, cafés, coñacs baratos y paciencia. Así es como se han formado siempre los policías de esquina, que tantas horas de gloria han dado a la investigación española.

Y tuvo suerte. Hay que decir que en eso la intuición de Méndez no le engañaba nunca. Allí, en el fondo del local, estaba el Pencas. Méndez hizo memoria.

Dos apuntes confidenciales de la policía franquista ya hablaban de la casa.

Como ya se ha puesto en conocimiento del llmo. Sr. Jefe Superior, la citada mancebía, señalada con el número ocho, y fácilmente identificable por la presencia de un gato de raza desconocida, es una segura fuente de información para la Autoridad. La dueña (con todas las licencias en regla), señora Bou, es persona de confianza, hija de otra señora Bou (nacida Salvat) que en los últimos tiempos del dominio rojo tuvo escondidas entre las mujeres a un fabricante y a un cura. Como era de esperar, la referida dueña de la referida pensión tolerada, da informes confidenciales a la Policía siempre que es requerida para ello.

En dicha línea confidencial, y sólo para conocimiento del limo. Sr. Jefe Superior, los agentes de la Brigada de Información que suscriben, Nicolás Alvarez Mediano y Jorge Puche Bellaterra, cuyas filiaciones se detallan al margen, deben poner en conocimiento de V. I.: que la casa nunca ha sido frecuentada por elementos masónicos, sediciosos ni disolventes, salvo el caso (ya conocido por la Superioridad) de un atracador con dinero fresco que quiso organizar allí una fiesta, y fue abatido por los agentes que le seguían, los cuales actuaron en legítima defensa, al repeler la agresión. Bien al contrario, por su emplazamiento y discreción, así como por el buen talante de la señora Bou, y así como por el buen trato de las señoritas pupilas, y así como por su origen (no siendo las interfectas realmente profesionales, sino de las llamadas «medias virtudes» en los círculos del ambiente), la clientela es selecta, rica y amante del orden.