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Esto es cuanto tienen que manifestar los agentes firmantes en su escrito confidencial, valorando ante V. I. los méritos y conducta de la señora Bou, que merece la máxima confianza y por tanto no debería, en nuestra opinión, padecer las restricciones que últimamente castigan las pensiones toleradas ymeublés de nuestra ciudad, en los cuales evidentemente se cometen actos inmorales, no siendo este, sin embargo, el caso que nos ocupa.

Hay que añadir, para terminar, que en los últimos años la Casa de la señora Bou ya no ha recibido visitas oficiales, pasando a ser un lugar tranquilo y desde luego muy adecuado para los padres de familia del sector, pues nunca se han producido desórdenes en ella. Este es el informe confidencial que los agentes reseñados elevan a V. I. con la súplica de que, en beneficio de la moral pública, se les indique si deben hacer retirar un emblema que llama demasiado la atención a los paseantes, como es la porcelana con el ya citado gato de raza desconocida. En este punto, como en todos los anteriormente citados, V. I. decidirá.

Bueno, este era el informe que Méndez recordaba muy bien, porqué durante un tiempo estuvo destinado -más bien confinado- en los Archivos de Jefatura, lugar de donde se le separó al saberse que había robado de ellos algún libro raro, intervenido a ex-intelectuales rojos, entre ellos dos piezas de bibliófilo. Pero el caso era que Méndez recordaba más cosas de las que un buen policía debería recordar, entre ellas la historia de la Casa. Cuando la volvió a mirar ahora, en la calle todavía apacible, con el sospechoso gato en la fachada, se dio cuenta de que todo había cambiado mucho, pese a la aparente inmovilidad del tiempo. La Casa ya no era, o no parecía ser, el lugar discreto donde los industriales y otras fuerzas vivas del país iban a practicar las artes marciales y a tirarse una obrera ya que no podían tirarse a un obrero. En este momento parecía sólo una torrecita de esas en que vive un matrimonio jubilado, con un can aburrido y fiel, un canario loco, que parece amante del rock, y un gato «okupa» que salta desde la casa contigua. El matrimonio estaría, desde luego, suscrito aLa Vanguardia, el marido cuidaría un rosal y espiaría a las vecinas desde la ventana de la planta baja, haciendo luego esfuerzos para resucitar con la mano su miembro viril. Pero, en el intento, se iría quedando dormido.

Eso es lo que parecía la Casa, pero no lo que era, y mucho menos lo que había sido. Méndez, parado en la acera, sintió la nostalgia de las mujeres con medias negras, de las alfombras que ahogaban los pasos, de las cortinas que ahogaban la voz, y de los fantasmas de los espejos. Sobre todo de los fantasmas de los espejos, porque uno de ellos era él mismo.

Pero se ha dicho, un poco más arriba de esta verídica historia urbana, que en el fondo del café estaba el Pencas. El Pencas no se había movido, no parecía dispuesto a huir, formaba parte de la antigua decoración del café, maquinada cincuenta años antes por un dueño burgués que se tiraba a una camarera revolucionaria. Había cuadros de la Barcelona vieja, una instantánea de la reunión -en aquel mismo local- de un pleno del PC, taburetes reconstruidos y enormes veladores de mármol cuyas dimensiones imitaban, sin duda, las de la lápida de Carlos Marx. Pero también había una vieja cafetera fabricada en Torino, un retrato del señor Lerroux cuando se pasó a las derechas y un espejo-anuncio, en el que aparecía un vermut con el nombre de Garibaldi.

Ya no quedan cafés así, y lo peor es que ya no queda gente nostálgica para recordarlos.

En el fondo de aquel mundo antiguo estaba el Pencas, quien sin duda había reconocido también a Méndez, porque lo saludó con un leve movimiento de cabeza.

Méndez se sentó frente a él.

– Le buscaba -dijo.

– Me lo temía. Supe que le acabarían dando el encarguito, Méndez. Lo que me extraña es que se haya atrevido a venir desde tan lejos. Estos no son sus dominios, sino los de la memoria de Gaudí y las cámaras de filmar de los japoneses. Con el cambio de aires, por lo menos atrapará una sífilis.

– Ya me ha costado, no crea. Para encontrar el sitio he tenido que consultar la guía de la ciudad, pero luego he ido recordando cosas. Hace muchos años estuve destinado aquí.

– El otro día lo recordábamos.

– ¿Dónde?

– En la Casa.

Méndez tuvo que desviar la mirada. Era como si el tiempo estuviera allí, hecho luz antigua, cristal empañado, tirador de una puerta rota, mano de muerto todavía pegada a la mesa.

Era su juventud, su tiempo.

Pero también debía de ser el de el Pencas, porque este susurró:

– Hablamos con alguna frecuencia de usted, Méndez. Sobre todo hablo yo, porque me detuvo dos veces. -¿Con quién recuerda todo eso?

– Con la señora Bou.

Los dedos de Méndez se cerraron sobre el borde de la mesa. Estuvieron a punto de volcar el vaso que le había puesto delante un dueño que ya no era el de antes: este tenía aspecto de sacristán retirado. El Pencas susurró:

– Eran tiempos muy lejanos, tanto que se me confunden en la memoria, como si los hubiese vivido otro. Pero creo recordar que usted me detuvo injustamente. ¿Qué había hecho yo? Engañar a los que querían engañarme a mí. Yo siempre he sido un estafador del «cuento largo», de los que tienen que inventar toda una historia para que los otros caigan. ¿Y quién caía? Mujeres ambiciosas que me querían engañar a mí. Aún veo flotar su saliva ansiosa sobre los billetes falsos. 0 rentistas que aún querían tener más rentas. O ex-combatientes de Franco que querían comprar una bandera gloriosa sin darse cuenta de que la había fabricado yo mismo. Una vez engañé al gobernador civil, que era el jefe nato de la policía. Le vendí las direcciones falsas de todo el Comité Central Comunista clandestino. Otra, engañé al Opus Dei: les vendí la dirección, también falsa, de la querida de un banquero que no les pagaba.

– Recuerdo esas dos detenciones. Pero usted recordará también que en el atestado puse sólo dos de las cuatro estafas que conocía. Le cayó menos pena.

– Parece mentira, Méndez.

– ¿Mentira el qué?

– Nos estamos tratando de usted. Nos hemos vuelto ceremoniosos y viejos, y eso me asusta. Pero también me ocurre con otros: con el señor Marcos, por ejemplo.

– ¿El señor Marcos? ¿No era aquel que el día de su cumpleaños organizaba una comida con todas las chicas? ¿El que se puso a llorar cuando un vendedor de pisos retiró a la Dianita? ¿Pero aún vive?

– Sí que vive. Lo que pasa es que se quedó viudo hace años.

– Su mujer era insoportable -recordó piadosamente Méndez-. No hablaba con nadie. Ni jodia ni dejaba joder. No había quién la aguantase.

– Bueno, en eso de la jodienda el señor Marcos logró engañarla, y por lo tanto pudo aguantarla y no se separaron. La cantidad de matrimonios que ha salvado la señora Bou es innombrable. Cuando la señora Marcos murió, la señora Bou envió una corona.

– También se me va la memoria, pero creo recordar que quería ser como una madre -susurró Méndez-. Y me acuerdo también de algunos clientes: por ejemplo el señor Medrano.

– Le veo también.

Méndez abrió la boca con asombro.

– ¿Pero aún vive?

– Sí. Lo que pasa es que está muy tronado y viejo. Sólo le sostienen sus recuerdos, lo que ya es una suerte: hay gente que ni buenos recuerdos tiene. El señor Medrano intentó casarse con la Marina, una mujer opulenta de unos cuarenta años, pero que era como una niña en la cama. Lo que pasó es que ella no quiso.

– Cuerno… Ni que eso hubiera sucedido ayer.

– Creo que justo ayer lo comentábamos. Y hablábamos con el señor Rossell, que siempre iba con la Merceditas y la Loli, porque, si iba sólo con una, se enfadaba la otra. No sé cómo el pobre hombre no murió. También estaba el señor Andrade. ¿Se acuerda del señor Andrade? Amaba a la señora Bou. Es el hijo del fabricante que la madre tuvo escondido durante la guerra. Siempre decía que le tenían que haber escondido a él.