Выбрать главу

– Pero es imposible… Esa gente se tiene que haber dispersado… -balbució Méndez, con el asombro todavía en los ojos-. ¿Cómo es que los ve cada día? ¿Y dónde?

– Muy sencillo -dijo el Pencas-. Pero antes dígame si me va a detener, porque prepararé mis cosas.

– Coño, Pencas, tampoco pienso darle el berrinche, si no hay necesidad. Diré que ha volado del barrio.

– Hace bien, porque ahora ya no delinco. Vivo de una pequeña pensión, que naturalmente también está obtenida con documentos falsos. Pero le diré porqué me es tan fácil ver cada día a toda esa gente.

– ¡En el nombre del Profeta! ¿Por qué?

– La casa de la señora Bou ya no funciona como tal -susurró el Pencas.

– ¿Pues entonces qué?…

– La señora Bou, con sus antiguos clientes, sus recuerdos, sus historias color de rosa, sus manías color ceniza, sus favoritas color humo, sus amores malparados, ha hecho lo mejor que podía hacer.

– ¿Qué?…

– Una residencia geriátrica. Bueno, me voy Méndez, porque allí hay un horario muy estricto. Usted pagará la cuenta.

LA SERPIENTE VIEJA

– ¿Pero tú crees en la Justicia, Méndez? -le preguntó su superior, el comisario Piris, en aquel despacho de la parte trasera del edificio. Era un despacho tronado en el que apenas entraba la luz, y Méndez lo llamaba por eso «el cuarto del sol menguante».

– ¿Tú crees en la Justicia? -repitió Piris.

Méndez se encogió de hombros, como hacía muchas veces cuando le planteaban una pregunta que no quería contestar. Sus ojos fueron un instante hacia la mortecina luz de la ventana, y entonces Piris se dio cuenta de que había en ellos algo que no era habituaclass="underline" por un momento pensó que esa ha de ser la mirada de las serpientes cuando se hacen demasiado viejas y se quedan quietas para morir en un rincón. Pero eso no tenía sentido, tratándose de Méndez.

Bueno, con Méndez no siempre las cosas tenían sentido, pensó el comisario.

– Tú has sido siempre compasivo con los pequeños delincuentes, Méndez -siguió diciendo en voz baja-, los chorizos de segunda división y los perdidos de la calle, o al menos has intentado comprenderlos. Pero tú has tenido hasta ahora unas cuantas cosas sagradas, Méndez, maldita sea tu estampa. Tú nunca has perdonado una violación. ¿A qué viene, pues, lo que has hecho ahora?

– ¿Qué he hecho? -preguntó suavemente Méndez mientras apagaba su cigarrillo y lo dejaba para el día siguiente-: ¿qué?

– Pagar la fianza para que el Cansinos salga de la cárcel. Tú, que siempre has estado a la última pregunta, vas y pagas la fianza. Un tipo asqueroso que violó a una niña de catorce años y por poco la mata… Violó a la hija del Paredes, un vecino de toda la vida en el barrio… Trincan al Cansinos después de la marranada y tú vas y pagas la fianza para que salga. ¿Pero qué te pasa, Méndez? ¿Eres o no eres el mismo? ¿Te ha dado el télele?

Méndez, viejo policía de los barrios bajos, investigador demeublés sin clientes, pensiones sin nombre, restaurantes sin cocina, esposas sin marido y bares sin agua, miró el balcón en el que moría la luz y susurró:

– Vaya tío, el Paredes, ese vecino de toda la vida… una vez abrió a un hombre en canal y cumplió varios años por eso, pero no le sentaron mal del todo, porque salió más gordo y la familia lo acogió como a un héroe. Esas cosas suelen pasar, comisario, suelen pasar, y usted lo sabe. Y ahora, por los rumores que he oído, está reuniendo a esa familia para vengar a la pequeña. Menuda tropa, sobre todo mandada por el Paredes… Recuerdo ahora a un primo al que echaron de la Legión por demasiado bestia, y a ese, como es el más dulce de todos, le llaman «El Poeta». Sí, eso…, una familia tranquila.

Volvió a tomar el cigarrillo entre sus dedos, como si pensara que después de ahorrar en todo lo demás (platos de buena cocina, licores de buena marca, mujeres de buen culo), no valía la pena ahorrar encima en tabaco. Lo encendió.

– Una familia que da gusto -remachó.

– ¿Y a ti que te importa, Méndez? -masculló Piris-. Además, te he hecho una pregunta: ¿por qué has pagado la fianza? ¡Contesta!

– No tenía dinero -contestó entonces el viejo policía-. He tenido que pedir un préstamo.

– Razón de más, cojones. ¿Por qué?…

Méndez, siempre mirando al vacío, contestó con otra pregunta:

– Quizá yo haya terminado por no creer en la Ley, comisario. Quizá pasa que ya no creo en la Justicia de hoy día, pero sigo creyendo en la voz de la calle. Dígame… ¿Qué le ocurrirá al Cansinos, el violador, después de que lo juzguen?

– Pues no sé… Si quieres que te diga la verdad, más pena me da la pobre niña, que se ha tenido que ir con unos parientes, fuera de Barcelona, para que no la señalaran los vecinos y para que no se viera que casi tiene que andar de costado, después de lo que le hicieron… Pero esa es una cosa que yo no puedo resolver, claro, y además me has hecho una pregunta. ¿Que qué coño le pasará al Cansinos? Bueno, exactamente no lo sé. Lo condenarán, claro. Seguro que en el juicio van a salir unos siquiatras diciendo que el Cansinos no es culpable porque al violar a la nena compensaba unas frustraciones de su niñez, y porque su madre le pegaba para que se durmiese, y no sé cuántas hostias más. Pero de todos modos lo condenarán. Le pueden salir doce años o menos. Claro que con la buena conducta -que eso sí que todos los violadores la tienen- y con unos estudios que se invente -hay algunos que estudian las técnicas del juego del parchís-, la condena se le reducirá muchísimo. Con eso de los permisos, a los tres años puede salir una tarde y tomarse un café al lado mismo de donde viven los padres de la nena. No sé, Méndez. Tampoco es cosa nuestra.

Y añadió, porque cada vez le gustaba menos la mirada de Méndez:

– ¿Y tú quieres que salga todavía antes? ¿Por qué cojones has pagado la fianza?

Méndez se puso en pie y miró por la ventana. En sus ojos, pensó el comisario Piris, estaba la luz turbia de las calles, los pisos pequeños, las ventanas desde las que una niña siempre mirará al vacío. Maldita sea, no es bueno que en los ojos de un hombre palpite una luz así. O que en ellos estén el cansancio y la astucia de las serpientes viejas.

– No me has contestado, Méndez.

– Bueno… Supongo que lo he hecho por lo que usted piensa, comisario. Porque no soy más que un cabrito.

El comisario le miró aturdido, mientras Méndez se alejaba.

Pensó por un momento: «¡Ese viejo mamón es capaz de todo! ¿Y si lo ha hecho para que la familia de la niña pueda encontrar al Cansinos en la calle? ¿Para que sepa la hora exacta en que lo van a soltar?».

Definitivamente, Méndez, el policía tronado, el sin porvenir, la serpiente vieja, el que ya no creía en nada excepto en la voz de la calle, era capaz de eso, pero…

El comisario Piris no se atrevió a seguir pensando.

EL ORGULLO

«Bueno», pensó Méndez, «voy a morir».

Ya se sabe, desde tiempos inmemoriales, que un cambio de aires puede matar a un honrado padre de familia, y aunque Méndez no se consideraba honrado, y mucho menos padre de familia, era consciente del peligro. Acostumbrado a los barrios bajos de Barcelona, donde todos los olores son saludables y conocidos (las tabernas huelen a fritanga de tiburón jubilado, las peluquerías a colonia de garrafa y las cloacas a un aroma fino: a pedo del alcalde), le habían destinado de repente a los barrios altos.

«Aquí un hombre puede quedar destruido para siempre», seguía pensando Méndez. «Aquí el aire huele a moqueta recién puesta, a spray de piel de nena y a cafetería de lujo donde te sirven a la plancha un muslo de secretaria».

«Hasta asoftware recién instalado huele el aire (¿o será hardware?). Bueno, es iguaclass="underline" toda la gente honrada sabe que esos productos son cancerígenos de siempre».