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– Sólo una cosa: saber si esa mujer ha huido o no. En el primer caso, tendría que perseguirla en el tren correo o en un autobús de línea. Ya sé, ya sé que ahora hay otros procedimientos, como el fax, el télex, el exhorto judicial, Internet, la Interpol y la guardia personal de Su Majestad el Rey, pero las detenciones arriesgadas me gusta hacerlas yo mismo en persona, sin que nadie me quite el mérito.

El teléfono sonó. La señorita Barrios lo descolgó para oír unas palabras y luego dar una orden seca y tajante:

– Despídalo.

Luego sus ojos helados se volvieron a clavar en Méndez.

– Nombre y domicilio de la mujer -dijo, pasándole una nota.

– Bien.

– Prueba del delito: mire usted ese ventilador de aspas que cuelga del techo. Parece un adorno a juego con el mobiliario clásico de mi despacho. Realmente no hace ninguna falta.

– Y tanto que no. Con el aire acondicionado, aquí hay un frío de la hostia.

– Pues hace falta. Contiene una cámara que lo registra todo, aunque eso sólo lo sé yo. La mujer de que le hablo no tenía ni idea. Lo pongo en funcionamiento cuando termino mi jornada y me voy. Cuando estoy aquí, funciona a veces: por ejemplo, ahora está funcionando y registrando esta conversación. Hace poco funcionaba también cuando uno de los gerentes intentó sobrepasarse conmigo.

Méndez dio una larga cabezada, valorando la situación.

– Admirable tío -dijo.

– Vea lo que grabó la cinta. Con eso no hace falta más para condenarla.

Pulsó unas teclas, y la escena apareció en la pantalla del ordenador. Aunque estaba filmada desde arriba, el gran angular lo captaba todo perfectamente. Se veía a una mujer de algo menos de sesenta años, con el pelo cano y facciones cansadas pero todavía hermosas, que vestía un delantal blanco y una bata azul impoluta, que la Empresa debía de haber desinfectado al menos con rayos láser. Moviéndose con la familiaridad que da la costumbre, aquella mujer limpiaba los objetos de la mesa con el cuidado y la precisión no de una asistenta, sino de un joyero. Méndez pensó que la importante señorita Barrios había tenido razón en cuanto al celo profesional de la presunta ladrona. No descuidaba nada. Sacaba brillo a cualquier rincón de la mesa. Sólo le faltaba hacer un repaso con la lengua.

De pronto la mujer abría un cajón que no estaba cerrado con llave y hurgaba en él. Al final extraía un billetero de piel marrón en el que se distinguía todo, hasta el sello de «Loewe». Lo escondía en un bolsillo debajo del delantal y ordenaba el interior del cajón, de forma que no se notase nada. Terminaba su trabajo -ahora con algo más de rapidez- y salía del despacho.

La señorita Barrios murmuró:

– Voilá.

Y luego, para demostrar que era una ejecutiva internacional, añadió:

– It's okey?

Méndez afirmó:

– Okeyiiisimo.

Se puso en pie y dio una vuelta por el despacho. Se permitió abrir una puerta que daba a un cuarto de baño privado, con jacuzzi y todo, para que en los momentos de crispación la señorita Barrios se relajase después de hacer pipí. Menos mal que allí no había ventilador-espía. A Méndez le llamó la atención lo que ya le había llamado la atención antes: la limpieza exquisita, el cuidado, el orden. Hasta las toallas estaban bordadas como las de una novia. Y no con el sello de la empresa (ni el de un fabricante desoftware), sino con las iniciales de la exclusiva señorita Barrios. Eran tan perfectas que debía de dar hasta pena secarse el pompis con ellas después de salir del jacuzzi.

La ejecutiva, que estaba detrás, informó:

– Me las bordó ella, y encima sin mi permiso. Se las llevó un domingo sin decírmelo y el lunes ya estaban así.

– Pura cabronada -afirmó Méndez-. Hay que ver. Hacer una cosa así sin que esté previsto en los planes de la Empresa…

Lo siguió observando todo con un deje de envidia.

Luego añadió:

– De todos modos insisto en que ya no se encuentran empleadas de esa clase.

– Quiero que vaya a la cárcel.

– ¿No le parece excesivo? Quizá con el despido sea más que suficiente.

– La carta de despido ya le fue enviada, pero eso no es bastante. Hay que darle una lección: en mi mundo de los negocios no se permite ningún fallo, porque la competencia es dura. El que llega llega, y el que no a la calle.

– El billetero era de marca -objetó Méndez-, pero tampoco creo que tenga un valor excesivo. Eso convertiría el asunto no en un delito, sino en una simple falta.

– Qué pocas deducciones ha sacado usted, amigo mío. En un billetero suele haber billetes. ¿O no? Ese contenía quinientos euros, de modo que la cosa ya parece más grave. Ahora bien: quizá usted no sepa contar quinientos euros.

– No siempre -reconoció Méndez.

– Entonces cumpla con su deber y no me haga perder el tiempo. Tengo gran amistad, por medio de la Empresa, con el Jefe Superior, y no me gustaría tener que formular una queja.

Méndez contempló por última vez las toallas. Admiró su orden, su pulcritud, la finura del bordado hecho con horas de paciencia. A él las mujeres de la limpieza sólo le recomendaban desinfectantes. Nunca le habían tratado así.

Murmuró:

– Coño.

Ahora había que proceder a la brillantísima detención. Méndez tenía todos los datos, de modo que, debidamente armado, fue a la dirección indicada.

Le hubiera gustado que esa dirección estuviera en su Distrito, el viejo Barrio Chino, porque allí conocía a todos los que habían dormido en la cárcel alguna vez y a todos los que dormirían en ella el día de mañana. Además, en muchos casos, la tradición venía de familia, porque el abuelo, el hijo y el nieto habían dormido en la misma celda, sucesivamente. Lo que pasaba era que el abuelo había ido allí por luchador comunista, y el nieto por maricón pesetero. «Se ve que la ciudad crece», pensaba Méndez. Las detenciones en el viejo Barrio Chino eran entre gente conocida. A veces Méndez podía hacer la detención por teléfono, pero ahora, maldita sea, tendría que mover los pies.

Susana Guillen, la mujer de la limpieza, estaba censada en el Distrito, y por eso había intervenido la Comisaría del barrio, pero ahora vivía en un desmonte de Trinitat Nova, en una calle sin pasado, sin historia, sin un abuelo que hubiera luchado con la FAI-y sin una vecina que hubiese engañado al marido con el conductor del autobús. La calle tenía un sitio en el plano municipal, pero, a diferencia de las que amaba Méndez, no tenía alma.

El policía llegó agotado a lo alto del desmonte. Llamó a la puerta de una casita de dos plantas, y le abrió la misma mujer otoñal que él había visto en la pantalla del ordenador, entre butacas Chester, plumas Montblanc, mesas Despacho Oval, pisapapeles de Murano y alfombras tejidas con el pelo de una nena persa. El recibidor de la casita tenis, en cambio, una silla de enea, una bombilla, una foto de la Torre Eiffel, un calendario que decía «Anís Matador» y una cama de gato sin gato.

Bueno, el ambientillo tampoco estaba mal, pensó Méndez. Saludó respetuosamente.

– Señora Susana Guillen -dijo.

– Soy yo misma.

– Con permiso.

Fue a entrar, pero la mujer le atajó con un gesto suave y a la vez enérgico.

– Oiga, no necesito ningún seguro de entierro -advirtió.

– No sé por qué me confunden siempre con un agente de la Funeraria -susurró el viejo policía-. Pero, claro, sería peor que me confundieran con el muerto.

– ¿No viene usted a venderme nada? ¿Ni a hacer que apunte mi televisor a un canal satélite de esos de una cuota al mes? Le advierto que no me interesa, porque mi televisor es tan pequeño que cabe en una palangana.

– Ya me gustaría poder venderle algo -dijo Méndez-, pero me temo que mi trabajo es mucho más desagradable. Soy un policía de los barrios bajos, donde vivía usted antes. Me llamo Méndez.