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En un primer momento, parecieron desconcertados.

– ¿Qué le ocurre? -preguntó entonces la muchacha pequeña y desgarbada.

El monje la alejó agitando su mano.

– Apartaos, esto no es asunto de mujeres.

El más bajo de los dos hombres miró hacia el carro con cierta preocupación.

– Por supuesto… ¿Señor…?

– Hermano Ninian -apuntó el monje.

– Soy Simón de Nápoles. Este caballero es Mansur. Naturalmente, hermano Ninian, nuestro carro está a vuestro servicio. ¿Qué mal aqueja a este pobre hombre?

El hermano Ninian se lo explicó.

El sarraceno no modificó su expresión. Probablemente jamás lo hacía. Pero Simón de Nápoles, haciéndose cargo de la aflicción, era todo simpatía.

– Tal vez podamos brindarle más ayuda -ofreció-. Mi acompañante es miembro de la escuela de medicina de Salerno.

– ¿Un médico? ¿Es médico?

El monje salió corriendo hacia el círculo donde se hallaba el prior, mientras gritaba:

– ¡Son de Salerno! ¡El moreno es médico, un médico de Salerno!

Un médico de renombre. Todo el mundo lo conocía. El hecho de que los tres procedieran de Salerno explicaba que parecieran tan extraños. ¿Quién sabía qué aspecto tenían los italianos?

La mujer se aproximó a los dos hombres sentados en el pescante.

Mansur observaba a Simón con una de aquellas miradas suyas que parecían desollarlo lentamente.

– El bocazas este les ha dicho que soy un doctor de Salerno.

– ¿Eso dije? Yo dije mi acompañante.

Mansur se dirigió a la mujer.

– El pagano no puede orinar -le explicó.

– Pobre hombre -se compadeció Simón-. Lleva más de once horas así. Se queja de que va a explotar. ¿Es posible tal cosa, doctora? ¿Morir ahogado por los propios fluidos?

Sí, ciertamente, era posible. No había más que ver los saltos de dolor que daba el hombre. De seguir así, terminaría por explotar, o al menos su vejiga lo haría. Era algo propio de la condición masculina. Lo había visto en la mesa de disección.

Gordinus había utilizado un cadáver para mostrar una patología similar, pero había dicho que el paciente podría haberse salvado si… si… Ah, sí. Eso era. Y su padrastro había visto emplear ese procedimiento en Egipto.

– Humm… -se limitó a decir.

Simón la acechaba como un ave de rapiña.

– ¿Puede curarse? Oh, Dios, si eso fuera posible, el beneficio que obtendríamos para nuestra misión sería incalculable. Es un hombre muy influyente.

A Adelia aquello no le importaba. Sólo veía en él a una criatura que sufría. Y sabía que, sin su intervención, la agonía continuaría hasta que su propia orina lo envenenara. Sin embargo, debía contemplar la posibilidad de que su diagnóstico fuera equivocado. Existían muchas causas que podían provocar la retención de orina. No podía errar.

– Humm… -volvió a decir, pero con otro tono.

– ¿Es arriesgado? -El tono de Simón también había cambiado-. ¿Puede morir? Doctora, debemos considerar que nuestra posición…

La doctora lo ignoró. A punto estuvo de darse la vuelta y pedirle a Margaret su opinión antes de que la invadiera una abrumadora sensación de soledad. El espacio que ella había ocupado durante buena parte de su niñez estaba vacío, y así seguiría. Margaret había muerto en Ouistreham.

Junto con la desolación llegó la culpa. Margaret jamás debió haber emprendido aquel viaje, pero había insistido tanto… Adelia tenía debilidad por ella. Necesitaba de una compañía femenina y como le aterraba que no fuera la de su estimada servidora, había accedido. Fue demasiado. Casi mil millas de viaje por mar y el golfo de Vizcaya azotado por la peor tempestad fueron condiciones demasiado duras para una anciana. Una apoplejía. La mujer que con su amor había sostenido a Adelia durante veinticinco años había sido sepultada en la tumba de un minúsculo cementerio a orillas del Orne. Tendría que enfrentarse sola a la travesía a Inglaterra. Una Ruth en tierras foráneas.

– ¿Qué habría dicho esa noble alma ante una situación así?

«No sé para qué me preguntáis. De todos modos, nunca tenéis en cuenta mis opiniones. Sé que os arriesgaréis por el pobre caballero. Os conozco, florecilla, no me importunéis pidiéndome consejo, ya que nunca obráis en consecuencia».

«Y, efectivamente, nunca la obedecí», se dijo suavemente Adelia recordando su bella entonación de Devon. Margaret sólo había sido su caja de resonancia. Y su consuelo.

– Tal vez deberíamos partir, doctora -aconsejó Simón.

– El hombre está moribundo.

Ninguno ignoraba el peligro que correrían en el caso de que la operación fallara. Desde que habían desembarcado en aquel desconocido país, Adelia no había sentido más que desolación. Su exotismo otorgaba un halo de hostilidad incluso a la más cordial de las compañías. Pero en este asunto, ni el peligro latente ni el posible beneficio -si el prior resultaba curado- tenían mayor importancia: ella era médico y un hombre estaba muriendo; no había alternativa.

Adelia miró a su alrededor. La calzada, probablemente romana, era recta como un dedo apuntando en una dirección. Hacia el oeste, a su izquierda, donde empezaban las tierras pantanosas de Cambridgeshire, el terreno era llano. La pradera oscura y las tierras húmedas se perdían en el horizonte dorado y bermellón del atardecer. A su derecha había una colina boscosa de poca altura y rodadas que llevaban hasta allí. No se divisaba ningún lugar habitado, una casa, una granja, ni siquiera la cabaña de un cazador. Sus ojos se detuvieron en la zanja, casi una acequia, que discurría entre el camino y las colinas. Se quedó contemplando su contenido como si admirara las bendiciones de la Naturaleza.

Necesitarían privacidad. También luz. Y algo que había en la zanja.

La doctora dio instrucciones.

Los tres monjes se acercaron cargando a su doliente prior. Un indignado Roger de Acton corría junto a ellos, todavía pregonando la eficacia de la reliquia de la priora. El mayor de los monjes se dirigió a Mansur y a Simón.

– El hermano Ninian dice que vosotros sois doctores de Salerno. -Su rostro y su nariz podrían haber afilado un pedernal.

Simón miró a Mansur por encima de la cabeza de Adelia, que permanecía en medio de ambos.

– Ateniéndome rigurosamente a la verdad, puedo deciros que contamos entre nosotros con considerables conocimientos médicos.

– ¿Podéis ayudarme? -gritó nerviosamente el prior a Simón.

– Sí -repuso con firmeza, disimulando la opresión que sentía en las costillas.

De todos modos, el hermano Gilbert se colgó del brazo del inválido, reticente a entregar a su superior.

– Prior Geoffrey, ignoramos si estas personas son cristianas. Necesitaréis del consuelo de la oración. Me quedaré junto a vos.

Simón meneó la cabeza.

– Para realizar la curación es necesario obrar en soledad. Entre el doctor y su paciente debe haber privacidad.

– ¡Por Jesucristo, dadme algún alivio!

Nuevamente fue el mismo prior Geoffrey quien resolvió la cuestión. Arrojó al suelo al hermano Gilbert y su cristiano solaz. Apartó a los otros dos monjes y les pidió que esperaran allí. El caballero montaría guardia.

Agitando las piernas y tambaleándose, el prior llegó a la abertura trasera del carromato. Simón y Mansur lo levantaron con esfuerzo y lo acomodaron dentro.

Roger de Acton corrió hasta él.

– Señor, si tan sólo dierais una oportunidad a los poderes milagrosos del nudillo del pequeño Peter…

El grito del prior fue categórico.

– ¡Ya lo hice, y sigo sin orinar!

El carro osciló por la cuesta y desapareció entre los árboles. Adelia, que había estado escarbando en la zanja, lo siguió.