Hemos estado demasiado ocupados con nuestros propios asuntos para observar a los tribunales en acción. Pero si los hubiéramos observado, habríamos sido testigos de algo nuevo, de algo maravilloso, de un momento crucial en el que las leyes de Inglaterra dieron un gran salto desde la oscuridad y la superstición hacia la luz.
Durante las sesiones de los tribunales nadie fue arrojado al estanque para comprobar si era inocente o culpable del crimen que le imputaban (era inocente el que se hundía y culpable el que flotaba). No se fundió hierro en la mano de mujer alguna para demostrar que había robado, matado, etcétera (si la quemadura se curaba en el transcurso de cierto número de días, era exonerada. De lo contrario, castigada).
Tampoco el dios de las batallas solventó las disputas territoriales (que hasta hace poco las partes en liza resolvían peleando hasta que uno de ellos muriera o gritara «cobarde» y arrojara su espada en señal de rendición).
No. Nadie solicitó la opinión del dios de las batallas, del agua, del hierro candente, como lo habían hecho hasta entonces. Enrique Plantagenet no creía en ellos. En su lugar, fueron doce hombres los encargados de considerar las pruebas sobre el crimen o el pleito en cuestión para luego decir a los jueces si en su opinión eran suficientes.
Esos hombres formaron lo que se dio en llamar un jurado. Una primicia.
Hubo otra novedad. En lugar de la antigua tradición legal según la cual cada barón o señor feudal podía sentenciar a aquellos que le habían perjudicado y colgarlos de acuerdo con su criterio, Enrique II otorgó a los ingleses un sistema legal metódico y único, aplicable en todo el reino y denominado derecho consuetudinario.
¿Y dónde está ese astuto rey que facilitó a la civilización semejantes adelantos?
Ha dejado que los jueces procedieran y se ha ido de caza. Podemos oír a sus perros ladrando por las colinas.
Tal vez sabe, como nosotros, que sólo permanecerá en el recuerdo popular por el asesinato de Tomás Becket.
Quizá sus judíos sepan -lo saben- que aunque fueron absueltos en Cambridge seguirán llevando el estigma del asesinato ritual de niños y serán castigados por los siglos de los siglos.
Así son las cosas.
Que Dios nos bendiga a todos.
NOTA DE LA AUTORA
Es casi imposible escribir una historia que transcurre en el siglo XII tratando de que sea comprensible y sin caer en algún anacronismo. Para evitar confusiones, he utilizado nombres y términos modernos. Por ejemplo, Cambridge se llamó Grentebridge o Grantebridge hasta el siglo xiv, mucho después de que fuera fundada la universidad.
El título de doctor no era concedido entonces a los médicos, sólo a los profesores de lógica. No obstante, la operación descrita en el capítulo II no es un anacronismo. La idea de utilizar juncos como catéteres para vaciar una vejiga comprimida por la próstata puede hacernos estremecer, pero un eminente profesor de urología me aseguró que ese procedimiento se llevó a cabo durante siglos, como puede comprobarse en las ilustraciones de antiguos murales egipcios.
El uso de opio como anestésico no está citado en los manuscritos médicos de la época, hasta donde sé, posiblemente porque habría despertado la indignación de la Iglesia, que creía que el sufrimiento era una forma de salvación. Pero el opio se conseguía fácilmente en Inglaterra, especialmente en la zona de los pantanos, desde épocas remotas y no es improbable que los doctores menos preocupados por los preceptos de la religión y más preocupados por sus pacientes lo empleasen; también solían utilizarlo los cirujanos en los barcos.
Aunque he agregado personajes de ficción entre los niños desaparecidos y he ambientado el relato en Cambridge, la historia del pequeño Peter de Trumpington es casi la copia de un misterio de la vida real, relacionado con la muerte de un niño de ocho años, William de Norwich, en 1144. A partir de ese hecho los judíos de Inglaterra comenzaron a ser acusados de cometer asesinatos rituales.
Si bien no hay registro de que la espada del primogénito de Enrique II hubiera sido llevada a Tierra Santa, la que perteneció a su segundo hijo, también llamado Enrique, fue transportada hasta ese lugar por Guillermo el Mariscal. De ese modo se convirtió postumamente en cruzado.
Durante el reinado de Enrique II los judíos de Inglaterra fueron autorizados a tener sus propios cementerios locales; el derecho fue otorgado en 1177.
Es poco probable que haya canteras de cal en la colina de Wandlebury, pero ¿quién sabe? Los hombres del Neolítico hacían excavaciones para extraer las piedras con las que tallaban sus cuchillos y hachas. Una vez que habían agotado las existencias de un túnel lo llenaban con escombros, dejando leves depresiones en la hierba que les señalaban el lugar que ya habían explotado. Dado que en el siglo xviii Wandlebury se convirtió en un terreno de propiedad privada donde se construyeron establos para caballos de carreras -ahora pertenece a la Cambridge Preservations Society-, incluso esas depresiones habrían sido cubiertas para alisar el terreno por donde pasarían los caballos.
De modo que, en beneficio del relato, me siento justificada por haber trasladado a Cambridgeshire uno de los cuatrocientos túneles descubiertos en Grime's Graves, un lugar cercano a Thetford, en Norfolk. Esas obras asombrosas -hoy en día es posible visitar alguna aunque hay que descender una escalera de treinta pies para poder entrar- acaban de ser identificadas como lo que realmente fueron en el siglo xix, ya que hasta ahora se creía que las depresiones del terreno eran tumbas («graves»), de ahí su nombre.
Por último, en la Inglaterra del siglo xii las diócesis episcopales eran más escasas que en nuestros días y mucho más extensas. Por ejemplo, durante algún tiempo, Cambridge estuvo bajo el control de la diócesis de Dorchester, en el lejano condado de Dorset. En consecuencia, el obispado de St Albans sólo existe en la ficción.
Ariana Franklin
Nació en Devon y, como su padre, se hizo periodista.
Tras participar junto con la Marina Real vestida de uniforme de combate en una de sus prácticas militares en Gales, acompañó a la reina en una visita oficial, no pudo celebrar su veintiún cumpleaños porque tenía que cubrir un asesinato y se casó, de forma casi inevitable, con otro periodista.
En ese momento decidió que permanecer casada era una buena idea, por lo que abandonó su carrera en los periódicos nacionales y se instaló en el campo a escribir para revistas, tener dos hijas y estudiar Historia Medieval.
Maestra en el arte de la muerte, su primer thriller histórico, discurre en el siglo XII, su época preferida, y fue considerada la novela mejor documentada del año por el historiador y periodista de la BBC David Starkey…