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Al cabo de tantos años, ya no podía hacer como si no notara la reacción de su marido ante sus sermones del desayuno, aquella prisa por levantarse de la mesa. La hizo sonreír la definición que él había inventado y el afecto con que habitualmente la empleaba. Ella comprendía que sus reacciones frente a ciertos estímulos eran excesivas. Un día, en un momento de viva irritación, su marido le había recitado la negra lista de los temas que tenían el efecto de sublevarla hasta la irracionalidad. Ella prefería no pensar en aquel catálogo, cuya exactitud le producía una leve palpitación nerviosa.

La víspera ya se dejaba sentir el primer fresco del otoño, y Paola sacó del armario una chaqueta de lana fina, tomó la cartera y salió de casa. Aunque se dirigía a clase caminando por Venecia, pensaba en Nueva York, la ciudad en la que, hacía un siglo, se desarrollaban los dramas de la vida de las heroínas de Wharton. Mientras buscaban el rumbo entre los bajíos de los convencionalismos sociales, el dinero -el viejo y el nuevo-, el poder establecido de los hombres y el poder, a veces mayor, de su propia belleza y talento, sus tres protagonistas eran arrastradas por la corriente hacia las rocas sumergidas del honor. Ahora bien, el tiempo, se decía Paola, había borrado de la mente colectiva todo concepto universal de lo que constituye la conducta honorable.

Ni que decir tiene que los libros no sugerían que el honor triunfara: a una de las heroínas le costaba la vida, a otra, la felicidad y si la tercera quedaba indemne era sólo por su incapacidad para percibirlo. ¿Cómo defender, pues, su importancia ante una clase de jóvenes que sólo se identificarían -si los estudiantes aún eran capaces de identificarse con personajes que no fueran de película- con la tercera mujer?

La clase se desarrolló tal como ella esperaba y, al terminar, se sintió tentada de citarles aquel pasaje de la Biblia -libro por el que no sentía especial simpatía- que se refiere a los que tienen ojos y no ven y oídos y no oyen; pero desistió, pensando que sus estudiantes serían tan insensibles al evangelista como habían demostrado ser a Wharton.

Los chicos salían y Paola guardaba papeles y libros en la cartera. Los desengaños de su profesión ya no la amargaban tanto como años atrás, cuando descubrió lo incomprensible que era para sus alumnos lo que ella decía y, probablemente, lo que pensaba. Durante su séptimo año de docencia, hizo una alusión a la llíada que suscitó la perplejidad general, y entonces descubrió que únicamente uno de los alumnos la había leído, pero tampoco él era capaz de comprender el concepto de la conducta heroica. Los troyanos habían perdido, ¿no? ¿A quién le importaba cómo se comportara Héctor?

– Tiempos desquiciados… -susurró para sí, y tuvo un ligero sobresalto al darse cuenta de que a su lado había alguien, una estudiante, que debía de estar pensando que su profesora estaba loca.

– ¿Sí, Claudia? -preguntó casi segura de que ése era el nombre de aquella muchacha bajita, de cabello y ojos oscuros y una piel tan blanca como si nunca le hubiera dado el sol. Ya estaba en la clase de Paola el curso anterior. Hablaba poco, tomaba muchas notas y había hecho un buen examen. Paola tenía la impresión de que era una muchacha inteligente a la que la timidez impedía destacar.

– Me preguntaba si podría hablar con usted, professoressa -dijo la muchacha.

Recordando que sólo con sus propios hijos podía permitirse ser mordaz, Paola se abstuvo de preguntar si no era eso lo que ya estaban haciendo, cerró la cartera, se volvió hacia la joven y lo que preguntó fue:

– Desde luego. ¿Sobre qué? ¿Wharton?

– Bueno, en cierto modo, professoressa, pero en realidad, no.

Nuevamente, Paola tuvo que reprimir la primera frase que acudió a los labios, la de que tenía que ser o lo uno o lo otro.

– ¿Sobre qué entonces? -preguntó, pero sonreía al preguntar, porque no quería que aquella muchacha, siempre tan retraída, decidiera ahora no seguir hablando. Para que no pareciera que tenía prisa por marcharse, Paola retiró la mano de la cartera, se apoyó en la mesa y volvió a sonreír.

– Es sobre mi abuela -dijo la muchacha, lanzando a Paola una mirada inquisitiva, como para preguntar si sabía lo que era una abuela. Entonces miró a la puerta, a Paola y otra vez a la puerta-. Me gustaría hacer una consulta sobre algo que la preocupa. -Dicho esto, la muchacha calló.

En vista de que Claudia no continuaba, Paola agarró la cartera y, lentamente, fue hacia la puerta. La muchacha se adelantó a abrírsela y esperó a que saliera Paola. Complacida por esa deferencia pero también molesta consigo misma por esa complacencia, Paola preguntó, no porque creyera que ello importaba sino porque le pareció que la respuesta podía inducir a la muchacha a dar más información:

– ¿Su abuela materna o su abuela paterna?

– En realidad, ni una ni otra, professoressa.

Prometiéndose una buena recompensa por todas las veces que había tenido que morderse la lengua durante esa conversación, si así podía llamársele, Paola dijo:

– ¿Una especie de abuela honoraria?

Claudia sonrió, respuesta que se manifestó sobre todo en los ojos, lo que la hizo mucho más dulce.

– Eso, sí. No es mi verdadera abuela, pero yo la he llamado siempre así. La nonna Hedi. Porque es austriaca, ¿comprende?

Paola no comprendía, pero preguntó:

– ¿Es familia de sus padres, tía abuela, por ejemplo?

Era evidente que la pregunta violentaba a la muchacha.

– No, nada de eso. -Hizo una pausa, pareció reflexionar y soltó-: Era amiga de mi abuelo, ¿comprende?

– Ah -dijo Paola. Eso estaba resultando mucho más complicado de lo que sugería la pregunta inicial de la muchacha, y Paola inquirió-: ¿Y qué era lo que quería consultar a propósito de su abuela?

– Bueno, en realidad, es sobre su esposo, professoressa.

Paola, sorprendida, no pudo sino repetir:

– ¿Mi esposo?

– Sí. Es policía, ¿no?

– Sí, policía.

– Pues me gustaría saber si podría preguntarle una cosa por mí, bueno, es decir, por mi abuela.

– Por supuesto. ¿Qué quiere que le pregunte?

– Si sabe algo de perdones.

– ¿Perdones?

– Sí. Perdones de delitos.

– ¿Quiere decir una amnistía?

– No; eso es lo que da el Gobierno cuando las cárceles están muy llenas y resulta demasiado caro tener allí a toda la gente. Los sueltan y dicen que es para celebrar algo especial o qué sé yo. Pero no me refiero a eso sino a un perdón oficial, una declaración formal del Estado de que una persona no fue culpable de un delito.

Mientras hablaban, habían ido bajando la escalera desde la cuarta planta, muy lentamente, pero entonces Paola se paró.

– Me parece que yo no entiendo mucho de eso, Claudia.

– Me hago cargo, professoressa. Pero fui a ver a un abogado, que me pedía cinco millones de liras para darme una respuesta, y entonces me acordé de que su esposo es policía y pensé que quizá él pudiera decírmelo.

Paola hizo un rápido gesto de asentimiento para indicar que había comprendido.

– ¿Puede decirme qué es exactamente lo que quiere que le pregunte, Claudia?

– Si existe algún procedimiento legal para otorgar a una persona que ha muerto el perdón por algo por lo que fue procesada.

– ¿Sólo procesada?

– Sí.

Ya empezaban a avistarse los límites de la paciencia de Paola cuando preguntó:

– ¿Ni condenada ni encarcelada?

– En realidad no. Es decir, condenada pero no encarcelada.

Paola sonrió y puso una mano en el brazo de la muchacha.

– Me parece que esto no lo entiendo. ¿Condenada pero no encarcelada? ¿Cómo es posible?