Выбрать главу

Brunetti sonrió a su vez, pensando que, entre todos los adjetivos que podían aplicarse al señor Ford, nunca figuraría el de «desvalido».

– ¿Y qué hace usted, signore?

– Me ocupo de la gestión diaria de la biblioteca -dijo Ford.

– Comprendo -respondió Brunetti, aceptando finalmente las conclusiones de Vianello sobre los verdaderos fines de la institución.

Ford guardó silencio, con la sombra de una sonrisa todavía en los labios. Cuando se hizo evidente que el inglés no pensaba agregar nada más, Brunetti se puso en pie diciendo:

– Lo siento, pero aún he de hablar con su esposa.

– Eso será un trastorno para ella.

– ¿Por qué?

La respuesta tardó en llegar.

– Ella apreciaba mucho a Claudia, y estoy seguro de que hablar de su muerte la apenará profundamente.

Brunetti no preguntó a Ford cómo podía su esposa apreciar tanto a una muchacha con la que, según él mismo acababa de decir, apenas había tenido tratos.

– Lamento mucho tener que insistir, signore; pero me es imprescindible hablar con ella.

El comisario vio a Ford sopesar los posibles costes de oponerse a su petición. El hombre había dicho que no estaba familiarizado con la burocracia italiana, pero todo el que hubiera vivido varios años en el país sabría que, antes o después, la mujer tendría que hablar con la policía. Brunetti esperaba pacientemente, dando a Ford tiempo de sobra para tomar una decisión. Finalmente, el hombre levantó la mirada y dijo:

– De acuerdo. Pero permita que yo hable antes con ella.

– Eso no es posible, lo siento -dijo Brunetti pausadamente.

– Sólo para decirle que no tiene nada que temer -agregó Ford.

– Yo procuraré hacer que así lo comprenda -dijo Brunetti, y la firmeza del tono parecía desmentir la cortesía de las palabras.

– De acuerdo -dijo Ford levantándose, y fue hacia la puerta del despacho.

Una vez más, Brunetti cruzó la sala de lectura. Los dos viejos se habían ido, y ahora Vianello estaba sentado a una de las mesas, con el libro delante, tan absorto en la lectura que no levantó la cabeza cuando los dos hombres salieron del despacho de Ford. Pero sí golpeó con la punta del bolígrafo una hoja de papel que estaba al lado del libro y que parecía contener dos nombres y direcciones.

Ford esperó a Brunetti en el rellano y lo condujo al piso superior. En lo alto de la escalera, abrió la única puerta, que no estaba cerrada con llave. Hubieran podido estar en pleno campo, entre buenos vecinos dispuestos a protegerse unos a otros, no en medio de una ciudad infestada de ladrones.

En la vivienda, nada recordaba la austera simplicidad de las dependencias inferiores. Cubría el suelo del recibidor una alfombra de Sarouk tan mullida y de un colorido tan rico que a Brunetti le pareció una falta de consideración pisarla con zapatos. Ford lo llevó a una gran sala de estar con ventanas al campo del otro lado del canal. En una mesa baja, situada frente a un sofá tapizado de raso de seda color beige, había un bol de celadón, de ese verde extraterrestre que a Brunetti nunca le había gustado.

De tres de las paredes colgaban cuadros, retratos la mayoría, y la cuarta estaba cubierta por estanterías de libros. En el centro del suelo se extendía una alfombra de Nain enorme, cuyos pálidos arabescos armonizaban con el sofá.

– Iré a buscarla -dijo Ford, yendo hacia el fondo del apartamento.

Brunetti lo detuvo con un ademán.

– Creo que es preferible que la llame, signor Ford.

Con una expresión en la que consiguió combinar confusión y ofensa, Ford preguntó:

– ¿Por qué?

– Porque me gustaría hablar con ella antes de que lo haga usted.

– No comprendo qué importancia puede tener eso -dijo Ford, ya no confuso pero sí ofendido.

– Yo sí -dijo Brunetti secamente, manteniéndose junto a la puerta, a un paso de bloquearla con su cuerpo, si era necesario-. Llámela, por favor.

Ford, parándose justo delante del umbral con escrupulosa precisión, gritó hacia el interior del apartamento:

– Eleonora. -No hubo respuesta, y él volvió a llamar-: Eleonora.

Brunetti oyó una voz que decía algo desde el fondo, pero no pudo distinguir las palabras.

– ¿Puedes venir un momento, Eleonora? -dijo Ford.

Brunetti pensó que el hombre iba a agregar algo, pero no fue así. Pasó un minuto, luego otro y entonces los dos oyeron cerrarse una puerta. Mientras esperaba, Brunetti contemplaba uno de los retratos: una mujer de gesto amargado, con gorguera y el cabello recogido en un moño prieto, parecía mirar al mundo reprobando cuanto veían sus ojos. Brunetti se preguntó quién podía ser tan ciego, o tan cruel, como para tener semejante cuadro colgado en una casa en la que vivía Eleonora Filipetto.

Desechó el pensamiento, pero, cuando Eleonora Filipetto entró en la sala, volvió a asaltarlo la idea. Tenía el pelo veteado de gris, como la mujer del retrato, aunque ella lo llevaba suelto y lacio. También las dos tenían los labios finos y descoloridos, labios que se comprimían fácilmente en gesto de desagrado, como estaban ahora los de Eleonora.

La mujer reconoció a Brunetti, vio a su marido y optó por dirigirse al comisario:

– ¿Sí? ¿Qué sucede? -Quería dar a su voz una nota de vivacidad, que sonaba a nerviosismo.

– He venido para hacerle unas preguntas acerca de Claudia Leonardo, signora.

Ella, sin preguntar por qué, lo miraba y esperaba.

– La última vez que hablamos, signora, cuando yo me interesaba por Claudia Leonardo, no me dijo que la conociera.

– Usted no me lo preguntó -respondió ella con una voz tan lisa como su busto.

– Dadas las circunstancias, hubiera usted podido decir algo más, aparte de que el nombre le sonaba -apuntó él.

– Usted no me lo preguntó -repitió la mujer, como si él no acabara de comentar aquella misma respuesta.

– ¿Qué opinión tenía de Claudia? -preguntó Brunetti. Observó que Ford no trataba de llamar la atención de su mujer. Al contrario, poco a poco, había ido apartándose de ella, hasta situarse en la parte frontal de la habitación, junto a la ventana. Cuando Brunetti volvió la cabeza, vio que Ford estaba de espaldas a ellos, mirando la fachada de la iglesia de enfrente.

La mujer miró a su marido, como si esperase encontrar la respuesta escrita en su espalda.

– No tenía ninguna opinión -dijo al fin.

– ¿Por qué no, signora? -preguntó Brunetti cortésmente.

– Era una muchacha que trabajaba en la biblioteca. La vi sólo un par de veces. ¿Por qué había de tener una opinión? -Aunque las palabras eran desafiantes, el tono se había vuelto vacilante, inseguro, y no había sarcasmo en la pregunta.

Brunetti decidió dar por terminado el juego.

– Porque ella era joven, signora, y porque su esposo tiene fama de sentir debilidad por las jóvenes.

– ¿Qué dice? -saltó ella con excesiva rapidez, lanzando una mirada fugaz a su marido.

– No hago más que repetir lo que dice la gente, signora: que su marido la engaña con mujeres más jóvenes y atractivas.

Las facciones de la mujer se contrajeron, pero no de dolor ni de cualquier emoción que él esperara poder suscitar con sus observaciones, que había formulado con la mayor naturalidad, para hacerlas lo más ofensivas posible: parecía atónita, incluso escandalizada.

– ¿Qué puede decir la gente? ¿Qué puede saber nadie?

Manteniendo un tono dialogante, él dijo:

– Esta mañana, mientras esperaba en la sala de lectura, hasta unos viejos hablaban de eso, de cómo a él le gusta tocar tetas. -Mirándole el pecho con elocuencia, agregó, pasando del pulido italiano que había estado utilizando al veneciano más cerrado y tosco-: Ahora comprendo por qué me ha dicho su marido que le gusta palpar un buen par de tetas.