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Colgate guardó silencio unos momentos y terminó lentamente:

—Y ahora tenemos una tercera mujer estrangulada... y existe también cierto caballero que no logramos descubrir.

Se calló. Sus vivaces ojillos se fijaron en Poirot y aguardaron esperanzados.

Los labios de Poirot se movieron. El inspector Colgate aplicó ansiosamente el oído.

—... es difícil saber —murmuró Poirot— qué piezas forman parte de la alfombrilla y cuáles de la cola del gato.

—No comprendo, señor —interrumpió el inspector Colgate.

—Discúlpeme —dijo rápidamente Poirot—. Estaba pensando en voz alta.

—¿Y qué quiere decir eso de la alfombrilla y el gato?

—Nada, nada en absoluto. Dígame, inspector Colgate, si usted sospechase de alguien que dice mentiras, muchas, muchísimas mentiras, siempre, y no tuviese pruebas, ¿qué haría usted?

—Difícil de contestar es esa pregunta —dijo el inspector.

—Pero mi opinión es que si alguien miente, acabarán por descubrirse sus mentiras.

—Sí, eso es cierto —asintió Poirot—. Me interesa aclarar que la creencia de que ciertas afirmaciones son mentiras es cosa solamente de mi imaginación. Creo que son mentiras, pero no puedo saber que son mentiras. Pero quizá pueda hacerse una prueba. Una prueba de alguna mentirilla de poco bulto. Y si se demuestra que es tal mentira... ¡sabremos entonces que todo el resto lo es también!

El inspector Colgate le miró con curiosidad.

—Su imaginación trabaja de un modo extraño, señor —dijo—. Pero al final hace deducciones muy acertadas. ¿Puedo preguntarle qué le indujo a pedir esos detalles sobre casos de estrangulación en general?

—Ustedes tienen una palabra en su idioma... astuto. ¡Este crimen me parece un crimen muy astuto! Y me pregunté si sería el primero.

—Comprendo —murmuró Colgate.

—Me dije: «Examinemos crímenes pasados de clase similar, y si hay alguno que se parezca estrechamente a éste, eh bien, tendremos en él una pista valiosísima».

—¿Se refiere usted, señor, a la utilización del mismo procedimiento de muerte?

—No, no; quiero decir más que eso. La muerte de Nellie Parsons, por ejemplo, no me dice nada. Pero la muerte de Alice Corrigan... Dígame, inspector Colgate, ¿no nota usted un sorprendente parecido entre estos crímenes?

El inspector Colgate examinó unos momentos el problema en su imaginación.

—No, señor —dijo al fin—; no encuentro otro parecido que en uno y otro caso el marido tuvo una coartada férrea.

—Ah, ¿ha notado usted eso? —preguntó Poirot con acento de satisfacción.

4

—Ah, Poirot. Celebro verle. Entre. Es usted el hombre que necesito.

Hércules Poirot accedió a la invitación.

El jefe de policía abrió una caja de cigarros, eligió uno y lo encendió. Y empezó a hablar entre bocanadas de humo.

—He decidido, sobre poco más o menos, tomar una línea de acción —declaró—; pero me gustaría conocer su opinión antes de obrar decisivamente.

—Le escucho, amigo.

—He decidido acudir a Scotland Yard y entregarles el caso. En mi opinión, aunque ha habido motivos para sospechar de una o dos personas, el asunto tiene sus raíces en el contrabando de drogas. No me cabe duda de que la Cueva del Duende era el lugar de cita de los contrabandistas.

—De acuerdo —asintió Poirot.

—Y estoy también seguro —añadió Weston— de quién es nuestro contrabandista: Horace Blatt. Poirot volvió a asentir.

—Eso está también indicado.

—Veo que nuestros pensamientos han recorrido el mismo camino. Blatt tenía la costumbre de salir en un bote. A veces invitaba a alguien a que le acompañase, pero casi siempre iba solo. Su bote tenía unas velas rojas muy llamativas, pero hemos descubierto que tenía en reserva otras velas blancas. Blatt zarpaba un buen día para un sitio determinado y allí se encontraba con otro bote, bote de vela o de motor, el cual le entregaba la mercancía. Luego Blatt se dirigía a la Cueva del Duende a una hora conveniente.

Hércules Poirot sonrió.

—Sí, sí, a la una y media. La hora del almuerzo inglés, cuando todo el mundo se encuentra en el comedor. La isla es de propiedad particular. No es un sitio donde pueda entrar cualquiera a pasar un día de campo.

—Exacto —dijo Weston—. Por consiguiente, Blatt desembarcó en la Ensenada del Duende y guardó su «mercancía» en aquella pequeña cornisa de la cueva. Alguien se presentaría a recogerla a su debido tiempo.

—Recordará usted —observó Poirot— aquella pareja que vino a comer a la isla el día del asesinato. Probablemente era ese el procedimiento para llevarse el contrabando. Dos veraneantes de un hotel de Saint Loo vienen a la isla de los Contrabandistas. Aquí anuncian que se quedarán a comer, pero que quieren recorrer la isla primero. Es fácil descender luego a la playa, coger la caja de los emparedados, guardarla en el bolso de mano de madame, y volver a comer al hotel, un poco tarde quizá, a las dos menos diez, por ejemplo, después de haber dado un paseo mientras todos los demás huéspedes se encontraban en el comedor.

—Así me lo imagino yo también —dijo Weston—. Pero esas organizaciones de contrabando de estupefacientes son implacables. Si alguien se entera por casualidad de sus asuntos, ello equivale a una sentencia de muerte. A mí me parece que esa es la verdadera explicación de la muerte de Arlena. Es posible que aquella mañana Blatt se encontrase en la cueva depositando su mercancía. Sus cómplices tenían que ir a buscarla aquel mismo día. Arlena llega en su esquife y le ve entrar en la cueva con la caja. Le pregunta ella de qué se trata y él la mata y huye en su bote lo más rápidamente posible.

—¿Cree usted definitivamente que Blatt es el asesino? —preguntó Poirot.

—Parece la solución más probable. Claro que es posible que Arlena averiguase antes la verdad, que dijese algo a Blatt acerca del asunto y que algún otro miembro de la banda consiguiese una falsa entrevista con la mujer y la asesinase en la playa. Como digo, creo que lo mejor que podemos hacer es entregar el caso a Scotland Yard. Ellos tendrán muchos más medios que nosotros para comprobar las relaciones de Blatt con la banda.

Hércules Poirot asintió, pensativo.

—¿Cree usted entonces que es lo mejor que podemos hacer? —preguntó Weston.

—Es posible —contestó al fin Poirot, todavía pensativo.

—Vamos, Poirot, ¿le queda a usted algo en el buche?

—Caso de ser así, no podría probar nada —dijo gravemente Poirot.

—Ya sé que usted y Colgate tienen otras ideas —repuso Weston—. Me parecen un poco fantásticas, pero me veo obligado a confesar que puede haber algo aprovechable en ellas. Pero aunque tengan ustedes razón, continuaré pensando que éste es un caso para el Yard. Les entregaremos lo hecho y ellos podrán trabajar con la policía de Surrey. Estoy convencido de que no es realmente un caso para nosotros. No está suficientemente localizado.