Выбрать главу

—¿Es su marido aquel que nada, mistress Redfern? ¡Qué magnífica es su brazada! Es un estupendo nadador.

Mistress Redfern, por su parte, exclamó:

—¡Oh, miren! ¡Qué botecito más encantador con las velas rojas! Es mister Blatt, ¿verdad?

El bote de las velas rojas cruzaba en aquel momento el extremo de la bahía.

—Fantástica idea la de las velas rojas —rezongó el mayor Barry; ahora se había alejado la amenaza de la historia del fakir.

Hércules Poirot miró con curiosidad al joven que acababa de llegar a la orilla nadando. Patrick Redfern era un magnífico ejemplar humano. Enjuto, bronceado, con anchas espaldas y estrechas caderas, emanaba de su persona una especie de satisfacción y alegría pegadizas... una nativa sencillez que le hacía querer de todas las mujeres y de la mayoría de los hombres.

Permaneció un momento en la orilla, sacudiéndose el agua y levantando una mano en alegre saludo a su esposa.

—¡Ven aquí, Pat! —le gritó ella.

—Allá voy.

Se alejó un poco para recoger la toalla que había dejado sobre la arena.

Fue entonces cuando pasó por delante de todos una mujer que bajaba del hotel a la playa.

Su llegada despertó toda la expectación de una entrada en escena.

Además, caminaba como si no lo supiese. Sin conciencia aparente. Parecía que estaba demasiado acostumbrada al invariable efecto que su presencia producía.

La mujer era alta y delgada. Llevaba una sencilla bata blanca, sin espalda, y lo que se veía de su piel tenía un bello bronceado. Era perfecta como una estatua. Sus cabellos eran de un llameante castaño rojizo, ligeramente rizados sobre el cuello. Su rostro tenía aquella leve dureza que aparece cuando han llegado y se han ido los treinta años, pero el efecto del conjunto de su persona era de juventud... de soberbia y de triunfante vitalidad. La expresión de su rostro tenía una inmovilidad de china, más acentuada por la inclinación de los azules ojos. Sobre la cabeza llevaba un fantástico sombrero chino de cartón verde jade.

Fue tal el efecto que produjo su persona, que todas las demás mujeres de la playa parecieron de pronto borrosas e insignificantes. Y con igual inevitabilidad, la mirada de todos los hombres presentes la siguieron.

Los párpados de Hércules Poirot aletearon, y su bigote tembló apreciablemente. El mayor Barry se incorporó y sus ojos saltones abultaron aún más con la excitación. A la izquierda de Poirot, el Reverendo Stephen Lane lanzó el aliento con un ligero silbido y se irguió nervosamente.

El mayor Barry musitó:

—Arlena Stuart, así se llamaba antes de casarse con Marshall... La vi en «Come and Go» poco antes de que abandonase la escena. Algo digno de admirarse, ¿verdad?

—Es bonita... sí —dijo Cristina Redfern, lentamente y con frialdad—. ¡Pero tiene algo de la belleza de la fiera!

—Hace poco hablaba usted de la maldad, mister Poirot —dijo bruscamente Emily Brewster—. ¡Esa mujer aparece ahora ante mi imaginación como una personificación del mal! Es mala si las hay. Sé, desgraciadamente, muchas cosas de esa mujer.

—A mí me recuerda una muchacha de Simla —dijo el mayor Barry en tono reminiscente—. Tenía también el cabello rojizo. Era la mujer de un subalterno. ¡Los hombres andaban locos por ella! ¡Ya todas las mujeres, por supuesto, les habría gustado sacarle los ojos! En más de un hogar voló por su causa el frutero de las manzanas.

Acompañó el comentario de una maliciosa risita y añadió tranquilamente:

—El marido era un buen sujeto. Adoraba la tierra que ella pisaba. Nunca vio nada... o fingió que no lo veía.

—Esas mujeres son una amenaza, una amenaza para... —dijo Stephen Lane con voz vibrante de indignación.

Se calló. Arlena Stuart había llegado a la orilla del agua. Dos jóvenes, poco más que unos muchachos, se pusieron en pie bruscamente y la siguieron. Ella los acogió, sonriente.

Su mirada se deslizó más allá, hacia el sitio donde estaba Patrick Redfern.

Fue, pensó Hércules Poirot, como observar la aguja de una brújula. Patrick Redfern se desvió, sus pies cambiaron de dirección. La aguja tiene que obedecer las leyes del magnetismo y gira hacia el Norte. Los pies de Patrick Redfern le llevaron hacia Arlena Stuart.

Ella se detuvo, sonriéndole. Luego avanzó lentamente a lo largo de la playa, por el lado de las ondas. Patrick Redfern la acompañó. Ella se tendió junto a una roca, Redfern se dejó caer sobre la arena a su lado.

Cristina Redfern se puso bruscamente en pie y se dirigió hacia el hotel.

5

Después de su marcha reinó un corto silencio, algo violento. Emily Brewster lo rompió al fin:

—¡Pobre muchacha; la compadezco! Llevan solamente casados uno o dos años.

—La muchacha de Simla, de que hablé antes —intervino el mayor Barry—, destrozó un par de matrimonios felices.

—Hay un tipo de mujer —dijo miss Brewster— que gusta de destrozar hogares. —Guardó silencio, y añadió al cabo de unos minutos—: ¡Patrick Redfern es un imbécil!

Hércules Poirot no dijo nada. Seguía contemplando la playa, pero no miraba a Patrick Redfern y Arlena Stuart.

—Voy a recoger mi esquife —anunció miss Brewster, levantándose.

El mayor Barry fijó con franca curiosidad en Poirot sus ojos de pescado:

—Bien, Poirot —dijo—, ¿en qué piensa usted? No ha abierto usted la boca. ¿Qué opina de la sirena? ¿Demasiado bonita?

—Es posible —contestó Poirot.

—Usted es perro viejo. ¡Conozco a los franceses!

—¡Yo no soy francés! —replicó Poirot fríamente.

—Bien, pero no me diga que no tiene usted una mirada para las mujeres bonitas. ¿Qué le parece ésa?

—Que no es joven —contestó Poirot.

—¿Y eso qué importa? ¡Una mujer tiene la edad que representa! Y ésta lleva los años maravillosamente.

Hércules Poirot hizo un gesto de asentimiento.

—Sí —dijo—; no hay que negar que es bonita. Pero no es la belleza lo que importa, a fin de cuentas. No es la belleza la que hace que todas las cabezas (excepto una) se vuelvan en la playa para mirarla.

—Comprendo, querido amigo, comprendo —afirmó el mayor no muy convencido, y de pronto preguntó con repentina curiosidad—: ¿Qué, está usted mirando tan fijamente?

—Estoy mirando la excepción —contestó Hércules Poirot—. Al único hombre que no levantó la cabeza cuando ella pasó.

El mayor Barry siguió con la mirada hasta posarla sobre un hombre de unos cuarenta años, muy tostado por el sol. Tenía un rostro agradable y sereno y estaba sentado en la arena fumando una pipa y leyendo el «Times».

—¡Oh, aquél! —exclamó el mayor—. Aquél es el marido. Es Marshall.

—Lo sabía —dijo Hércules Poirot.

El mayor Barry rió entre dientes. El también era un solterón. Estaba acostumbrado a pensar en el marido desde tres ángulos solamente: como el obstáculo, como el inconveniente o como la salvaguardia.

—Parece buen muchacho —dijo—. Tranquilo, reposado... ¿Habrá venido ya mi «Times»?

Se puso en pie y se encaminó hacia el hotel.

La mirada de Poirot se trasladó lentamente al rostro de Stephen Lane.

Stephen Lane observaba a Patrick Redfern y Arlena Marshall. De pronto se volvió hacia Poirot. Brillaba una luz fanática en sus ojos.

—Esa mujer —dijo— es la maldad hecha carne. ¿Lo duda usted?

—Es difícil asegurarlo —contestó lentamente Poirot.

—¿Pero es que no siente usted en el aire, en torno suyo, la presencia del Mal?

Hércules Poirot asintió inclinando lentamente la cabeza.

Capítulo II

1