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Poirot prosiguió:

—Usted estaba evidentemente inquieto y sorprendido por la ausencia de Arlena. Demasiado evidentemente, quizá. Teniendo todo esto en cuenta, mister Redfern, mi opinión, es que ella fue a la Ensenada del Duende a reunirse con usted, que allí se encontraron y que usted, la mató como tenía planeado.

—¡Usted está loco! —exclamó Patrick con su jovial voz de irlandés—. Estuve con usted en la playa hasta que acompañé en el bote a miss Brewster y descubrimos el cadáver.

—Usted la mató —repitió Poirot— después de que miss Brewster se alejó en el bote para ir a avisar a la policía. Arlena Marshall no estaba muerta cuando ustedes llegaron a la playa. Esperaba oculta en la cueva a que se despejase la costa.

—¿Pero y el cadáver? Miss Brewster y yo vimos el cadáver.

—Un cuerpo sí, pero no un cadáver. El cuerpo vivo de la mujer que le ayudó a usted, pintados brazos y piernas con yodo y el rostro oculto por un sombrero de cartón verde. Cristina, su mujer (o posiblemente nada más que su amante), le ayudó a cometer este crimen como le ayudó a cometer aquel otro de hace años, cuando se descubrió el cuerpo de Alice Corrigan veinte minutos antes de que ésta muriese... asesinada por su marido Edward Corrigan ¡Usted!

—Ten cuidado, Patrick, no pierdas la serenidad —dijo la voz fría y aguda de Cristina—. Mister Poirot bromea.

—Les interesará saber —continuó Poirot— que tanto usted como su esposa Cristina fueron fácilmente reconocidos por la policía de Surrey en un grupo fotografiado aquí. Les identificaron a ustedes en seguida como Edward Corrigan y Cristina Deverill, la joven que descubrió el cadáver.

Patrick Redfern se puso en pie. Su bello rostro se transformó, congestionado de sangre, ciego de rabia. Era el rostro de un homicida... de una fiera.

—¡Maldito gusano! —rugió, arrojándose sobre Poirot y clavándole los dedos en la garganta.

Capítulo XIII

1

Poirot se expresó de este modo:

—Una mañana, sentados en este mismo sitio, hablábamos de los cuerpos tostados por el sol, tendidos como reses sobre una losa, y fue entonces cuando se me ocurrió cuan poco diferencia hay entre un cuerpo humano y otro. La mirada atenta y valuadora distingue esta pequeña diferencia, pero no la mirada superficial y errante. Una joven moderadamente bien hecha es parecidísima a otra. Dos piernas morenas, dos brazos morenos y, entre unas y otros, un pequeño traje de baño: tal es un cuerpo tendido al sol sobre la arena. Cuando una mujer anda, cuando ríe, cuando habla, cuando vuelve la cabeza, hay en ella personalidad, individualidad. Pero en el ritual del sol, no.

»Fue aquel día cuando hablamos del Mal, de la maldad bajo el sol, como dijo mister Lane. Nuestro amigo es una (persona muy sensible; le afecta el Mal, percibe su presencia; pero aunque es un buen instrumento registrador, no supo exactamente dónde se encontraba el Mal. Para él, el Mal estaba concentrado en la persona de Arlena Marshall y casi todos los presentes se mostraron de acuerdo con esta opinión.

»Pero para mi imaginación, aunque la Maldad estaba presente, no estaba en modo alguno centralizada en Arlena Marshall. Estaba relacionada con ella, sí, pero de un modo totalmente diferente. Yo la vi en todo momento como una víctima eterna y predestinada. Porque era bella, porque tenía hechizo, porque los hombres volvían la cabeza para mirarla, suponía la gente que era ese tipo de mujer que destroza vidas y destruye almas. Pero yo la vi de un modo diferente. No era ella quien fatalmente atraía a los hombres... eran los hombres los que fatalmente la atraían a ella. Era el tipo de mujer de quien los hombres se enamoran fácilmente y de quien se cansan con la misma rapidez. Y todo lo que me contaron o pude averiguar no hizo más que afirmar mi convicción en este punto. Lo primero que se contaba de Arlena era que el hombre de cuyo divorcio fue causa rehusó casarse con ella. Fue entonces cuando el capitán Marshall, uno de esos hombres incurablemente caballeros, apareció en escena y la solicitó en matrimonio. Para un hombre tímido y reservado como el capitán Marshall, una humillación pública de cualquier clase es la peor de las torturas... De ahí su amor y compasión por su primera mujer, a quien se acusó y juzgó públicamente por un asesinato que no había cometido. Se casó con ella y encontró su mayor recompensa en la comprobación de la bondad de su carácter. Después de su muerte, otra bella mujer, quizá del mismo tipo, puesto que Linda, tiene cabellos rojos (que probablemente heredó de su madre), fue sacada a la pública ignominia. Y otra vez Marshall realiza un acto de redención. Pero esta vez no suficientemente recompensado. Arlena es estúpida, indigna de simpatía y de desinteresada protección... Pero aunque cesó de amarla y le atormentaba su presencia, continuó complaciéndola. Ella era para él como una chiquilla que no podía pasar de cierta página en el libro de la vida.

»Yo vi en Arlena Marshall, con su pasión por los hombres, una presa predestinada para un ser sin escrúpulos» En Patrick Redfern, con su buen tipo, su apostura, su innegable encanto para las mujeres, reconocí en seguida ese tipo de hombre. El aventurero que, de un modo u otro, vive a costa de las mujeres. Observando desde mi asiento en la playa, adquirí la certeza de que Arlena era la víctima de Patrick. Y asocié aquel foco de Maldad de que hablábamos con Patrick Redfern y no con Arlena Marshall.

»Arlena había entrado recientemente en posesión de una gran suma de dinero heredada de un viejo admirador que no tuvo tiempo de cansarse de ella. Arlena era de esas mujeres defraudadas invariablemente en su dinero por un hombre u otro. Miss Brewster mencionó un joven que se había «arruinado» por Arlena, pero una carta suya, encontrada en la habitación de la señora Marshall, aunque expresaba el deseo (cosa que no cuesta nada) de cubrirla de joyas, le acusaba recibo de un cheque por medio del cual aperaba escapar a determinada persecución, ¡Claro caso de un joven disipador que vive de una mujer! No tengo duda de que Patrick Redfern encontró sencillísimo inducir a Arlena a que de vez en cuando le entregase considerables sumas «para inversión». Probablemente la deslumbró con historias de grandes oportunidades que harían la fortuna de los dos. Las mujeres que viven solas y sin protección son fácil presa de esta clase de criminales... que generalmente escapan con el botín. No obstante, si hay un marido, un padre o un hermano, las cosas pueden tomar un giro desagradable para el embaucador. Cuando el capitán Marshall hubiese descubierto lo que había sido de la fortuna de su esposa, podía esperar poca clemencia por su parte.

»Sin embargo, aquello no le importaba, porque contaba con hacer desaparecer a Arlena cuando lo juzgase necesario, con la misma facilidad que había hecho desaparecer a una joven con quien se casó con el nombre de Corrigan y a quien persuadió de que hiciese un seguro de vida por una gran cantidad a su favor.

»Le ayudó en sus planes una joven que pasaba aquí por su esposa y a quien profesaba verdadero afecto. Era una joven lo más diferente del tipo de sus víctimas que puede imaginarse: fría, tranquila, desapasionada, pero resueltamente leal a su amante y actriz consumada. Desde su llegada aquí, Cristina Redfern desempeñó un papel; el papel de «la pobre mujercita», débil, ingenua, más bien intelectual que atlética. Recuerden las cualidades que fue mostrando sucesivamente. Su repugnancia a tostarse al sol, y su consiguiente piel blanca. Sus ataques de vértigo en las alturas, aquella historia de su repentina paralización en la catedral de Milán, etcétera. Tanto hizo notar su fragilidad y su delicadeza, que casi todo el mundo hablaba de ella como de una «mujercita». En realidad, era tan alta como Arlena Marshall, pero con manos y pies pequeños. Hablaba de sí misma como de una antigua maestra de escuela, procurando dar la impresión de mujer instruida y falta de cualidades atléticas. Era realmente cierto que había trabajado en un colegio... pero con el empleo de profesora de gimnasia, pues era una joven extremadamente activa que podía trepar como un gato y correr como una atleta.