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—¿Quiere usted decir que Linda se imaginaba que había matado realmente a Arlena? —preguntó Rosamund en tono de incredulidad.

—Sí —contestó Poirot—. Recuerde que es poco más que una chiquilla. Leyó aquel libro de hechicería y medio se lo creyó. Aborrecía a Arlena. Modeló deliberadamente el muñeco de cera, le comunicó el hechizo, le clavó el alfiler en el corazón, lo fundió... Y aquel mismo día murió Arlena. Gente más vieja y más culta que Linda ha creído fervientemente en la magia. Linda creyó, naturalmente, que todo era verdad... que utilizando el sortilegio había conseguido matar a su madrastra.

—¡Oh, pobre criatura, pobre criatura! —exclamó Rosamund—. Yo creí... me imaginé algo completamente diferente... que ella sabía algo que...

Rosamund se detuvo.

—Sé lo que pensaba usted —dijo Poirot—. Realmente la actitud de usted asustó a Linda todavía más. Ella creía que su acción había ocasionado en realidad la muerte de Arlena y que usted lo sabía. Cristina Redfern contribuyó también a atemorizarla y acabó por imbuirle la idea de que las tabletas para dormir eran el medio más rápido e indoloro de expiar su crimen. Y es que, una vez que el capitán Marshall probó su coartada, era de importancia vital que apareciese un nuevo sospechoso. Y como ni Cristina ni su marido conocían lo del contrabando de drogas, se fijaron en Linda como víctima propiciatoria.

—¡Qué maldad! —exclamó Rosamund.

—Sí, tiene usted razón —asintió Poirot—. Cristina es una mujer de una crueldad y una sangre fría extraordinarias. En cuanto a mí, me encontré con una gran dificultad. ¿Era Linda culpable solamente del infantil ensayo de un sortilegio, o la había llevado su odio todavía más lejos? Traté de hacérselo confesar. Pero fue inútil. En aquel momento me encontré en grave incertidumbre. El jefe de policía se sentía inclinado a aceptar la explicación del contrabando de estupefacientes, cosa que a mí no me satisfacía. Volví a repasar los hechos: cuidadosamente. Tenía en mi poder una colección de piezas de un rompecabezas, detalles aislados, hechos concretos. El conjunto debía acoplarse hasta formar un mosaico armonioso y completo. Existían unas tijeras encontradas en la playa, un frasco arrojado por una ventana, un baño que nadie quería confesar haber tomado... detalles todos perfectamente inofensivos en sí mismos, pero transformados en significativos por el hecho de que nadie se prestaba a reconocerlos. Sin embargo debían tener un significado. Ninguno de ellos encajaba en la hipótesis de la responsabilidad del capitán Marshall, o de Linda, o de la banda de contrabandistas. Y, sin embargo, tenían que tener un significado. Volví entonces a mi primera solución, a la de que Patrick Redfern había cometido el asesinato. ¿Existía algo que lo apoyase? Si, el hecho de que faltaba una gran suma de dinero de la cuenta corriente de Arlena. ¿Quién se había llevado aquel dinero? Patrick Redfern, naturalmente. Arlena era el tipo de mujer fácilmente explotable por un hombre joven y apuesto... pero en modo alguno el tipo de mujer que se presta al chantaje. Su conducta era demasiado transparente para que ella pretendiera guardar su secreto. La hipótesis del chantaje nunca entró en mi imaginación. Y, sin embargo, alguien había sorprendido aquella conversación. ¿Pero quién? La mujer de Patrick Redfern. Fue una historia inventada por ella, sin el apoyo de su prueba exterior. ¿Por qué la inventó? La respuesta vino a mí como un rayo. ¡Para justificar la ausencia del dinero de Arlena!

»Patrick y Cristina Redfern. Los dos obraron de perfecto acuerdo. Cristina no tenía la fuerza física para estrangular a Arlena. Tuvo que hacerlo Patrick. ¡Pero aquello era imposible! Cada minuto de su tiempo hasta el hallazgo del cuerpo estaba justificado.

»Cuerpo... la palabra cuerpo removió algo en mi imaginación: cuerpos tendidos en la playa... Todos semejantes. Patrick Redfern y Emily Brewster fueron a la ensenada y vieron un cuerpo tendido allí. Un cuerpo... ¿y si no fue el de Arlena, sino el de otra persona? El rostro estaba oculto por el gran sombrero chino.

»Pero había solamente un cuerpo muerto: el de Arlena. ¿Sería entonces un cuerpo vivo?... ¿El de alguien que fingiese estar muerto? ¿Sería el de la misma Arlena, inducida por Patrick a realizar aquella especie de broma? Mi razón me contestó que no. Era demasiado arriesgado. Un cuerpo vivo... ¿de quién? ¿Existía alguna mujer capaz de ayudar a Redfern? Claro que sí... ¡su esposa! Pero ella era una criatura delicada, de piel blanca... ¡Ah, sí!, pero se venden tinturas que sirven para teñirse, frascos de tintura... frascos, frascos... Uno de ellos figuraba entre las piezas de mi rompecabezas. Sí, y después, naturalmente, un baño para quitarse la tintura y poder bajar a jugar al tenis. ¿Y las tijeras? ¡Pues para cortar aquella reproducción del sombrero era preciso que desapareciesen!, y en el apresuramiento por destruirlo quedaron olvidadas las tijeras... única cosa que la pareja de asesinos olvidó.

»¿Pero dónde estuvo Arlena durante todo aquel tiempo? Aquello estaba perfectamente claro. O Rosamund Darnley o Arlena Marshall habían estado en la Cueva del Duende, ya que el perfume que ambas usaban me lo había revelado así. Era seguro que Rosamund no había estado. Luego fue Arlena la que se ocultó allí, hasta que la costa quedó libre de enemigos.

»Cuando Emily Brewster se alejó en el bote, Patrick quedó dueño de la playa y en plena oportunidad para cometer el crimen. Arlena Marshall fue muerta a las doce menos cuarto, pero el testimonio del forense nos habla solamente de la hora más temprana posible en que pudo cometerse el crimen. Que Arlena fue muerta a las doce menos cuarto fue lo que le dijeron al doctor, no lo que él dijo a la policía.

»Quedan dos puntos más por aclarar. La declaración de Linda Marshall proporcionó a Cristina Redfern una coartada. Pero aquella declaración se fundaba a su vez en el testimonio del reloj de pulsera de Linda Marshall. Todo lo que se necesitaba probar para desmentirlo era que Cristina había tenido dos oportunidades de manipular en el reloj. Yo las encontré fácilmente. Cristina había estado sola en la habitación de Linda aquella mañana... y eso era una prueba indirecta. A Linda le oímos decir que «tenía miedo de llegar tarde», pero que cuando bajó al vestíbulo vio en el reloj colgado allí que no eran más que las diez y veinticinco. La segunda oportunidad de manipular en el reloj la tuvo Cristina tan pronto como Linda volvió la espalda para meterse en el mar.

»Queda también la cuestión de la escalerilla. Cristina había declarado siempre que no tenía cabeza para las alturas. Otra mentira cuidadosamente preparada.

»Yo tenía ya mi mosaico con cada pieza bellamente colocada en su sitio. Pero desgraciadamente no tenía pruebas concretas. Todo estaba en mi imaginación.

»Fue entonces cuando se me ocurrió una idea. El crimen había resultado tan bien, tan perfecto, que no me cabía dudar de que Patrick Redfern lo repetiría en lo futuro. ¿Pero qué decir del pasado? Era remotamente posible que éste no fuese su primer asesinato. El método empleado, estrangulación, estaba en armonía con la manera de ser de Patrick, criminal por placer, tanto como por provecho. Si había sido ya asesino, era seguro que habría utilizado los mismos me—, dios. Pedí al inspector Colgate una lista de las mujeres víctimas de estrangulación. El resultado me llenó de esperanza. La muerte de Nellie Parsons, encontrada estrangulada en unos matorrales solitarios, pudo ser o no ser obra de Patrick Redfern, pero la de Alice Corrigan respondía exactamente a lo que yo estaba buscando. El mismo método en esencia. Escamoteo del tiempo; un asesinato cometido no a la hora que indican las apariencias, sino después; un cuerpo que se supone descubierto a las cuatro y cuarto; un marido que prueba su coartada hasta las cuatro y veinticinco.