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– No vivo, sabes. En vista de los acontecimientos, no ha recibido ninguna de sus vacunas. La pequeña Cristina de la Inés, tampoco. Entonces, yo me digo, mi Natalia se puede pescar de todo. ¡Y nada! Sin médicos, ni antibióticos y con todas esas sucias enfermedades en el aire, que antes uno ni se acordaba de ellas, a causa de las vacunas. Al menor mal, tiemblo. Ni siquiera tengo más agua oxigenada. ¿Sabes lo que tengo para cuidarla? ¡Un termómetro!

– ¿Y quién te la cuida en estos momentos, mi pobre María?

– Una muchacha del burgo, que cuida también a la Cristina.

Me voy diciéndole que me llame a Inés. Ya está aquí. Con Inés es otra cosa. Con Inés soy breve, autoritario y secretamente tierno.

– Inés, vas a volverte al burgo, después de haber dado tu voto a Judith, para la votación. Vas a ir a ver a tu Cristina y una vez hecho esto, me esperarás en tu casa, iré para allí. Tengo que hablarte.

Se queda un poco atónita con esta cascada de órdenes, pero como lo había previsto, accede. Cambiamos una mirada, una sola, la dejo y me voy a buscar a Meyssonnier.

Es un asunto difícil, Meyssonnier. Al abordarlo, siento un cierto remordimiento de manipular así a mis semejantes, sobre todo cuando se trata de él. Sin embargo, es en interés de todos, tanto de los de Malevil como de los de La Roque. Esto es lo que me digo, cuando mi habilidad se me vuelve un poco odiosa, incluso para mí mismo, así como se le vuelve a veces a Thomas. Es enorme lo que voy a pedirle a Meyssonnier. Tengo un poco de vergüenza. Lo que no me ha impedido, evidentemente, juntar todos mis triunfos y presentarme con un juego ganador que tiene en cuenta sus ambiciones municipales y hasta su vida privada.

Me escucha sin decir una palabra, con esa cara estrecha que el deber y el esfuerzo han modelado, sus ojos que parpadean y sus pelos lacios (ha conseguido cortarlos, no sé cómo). Soy muy consciente de lo que hago: le traigo todo junto sobre una bandeja de oro, las llaves de La Roque y María Lanouaille. Ni esas dos cosas bastarán para decidirlo a dejar Malevil. Va a ser un tormento para él, ya lo sé. Sin embargo, no puedo elegir. No veo a nadie en La Roque que esté a su altura.

Cuando le he explicado todo, no dice ni sí ni no. Se informa, rumia.

– Sí, he entendido bien, mi tarea en La Roque será doble. Establecer una vida comunal y organizar la defensa.

– La defensa primero -digo yo.

Mueve la cabeza.

– Es que esto no va ser fácil, los muros no están fuera del alcance de la escalada. Hay una longitud muy grande de muralla entre las puertas sur y oeste. Me faltará gente. Sobre todo jóvenes.

– Te daré a Burg y a Jeannet.

Hace una mueca.

– ¿Y el armamento? Me harían falta los fusiles 36 de Vilmain.

– Tenemos veinte, nos los dividiremos.

– Me haría falta el bazooka.

Me pongo a reír.

– ¡Exageras! ¡Qué es ese nacionalismo! Te tomas ya un poco demasiado a pecho los intereses de La Roque.

– Yo no he dicho que vaya a aceptar -dice Meyssonnier con reserva.

– ¡Y me haces un chantaje, además!

Pero no lo hago ni siquiera sonreír.

– Bueno -digo yo después de un memento de reflexión-. Cuando las fortificaciones de La Roque estén terminadas, te confiaré el bazooka quince días por mes.

– ¡En fin! -dice Meyssonnier.

Este "en fin" tiene el sentido indefinido y reticente que le damos en Malejac. Prosigue:

– Está también el botín de Courcejac que Feyrac trajo aquí. Es gordo. Faltaría saber si tú lo reivindicas.

– ¿Qué es lo que hay? ¿Lo sabes?

– Sí. Acaban de decírmelo. Aves, dos cerdos, dos vacas, heno y remolachas en cantidad. El heno ha quedado allá en un hórreo que por lo menos no fueron tan sonsos como para quemar.

– ¡Dos vacas! Creí que los de Courcejac no tenían más que una.

– Habían escondido la segunda, para no dársela a Fulbert.

– ¡Mira eso, esa gente! No les importaba que los bebés de La Roque reventaran de hambre siempre que el de ellos estuviera bien alimentado! ¡No les trajo suerte!

– Entonces -retoma Meyssonnier, trayéndome secamente al tema-. ¿Qué es lo que haces? ¿Quieres tu parte?

– ¡Yo quiero mi parte! ¡Qué caradura! ¡Ese botín pertenece a Malevil íntegro, ya que fue Malevil el que venció a Vilmain!

– Escucha -dice Meyssonnier, sin sonreír-. Esto es lo que te propongo: te llevas todas las gallinas…

– ¡De las gallinas me importa un cuerno! Tenemos bastantes en Malevil. Tragan demasiados cereales.

– Espera: te llevas las gallinas, los dos cerdos y nosotros nos quedamos con el resto.

Me pongo a reír.

– ¡Malevil, dos cerdos y La Roque, dos vacas! ¿Es esa la idea que tienes de un reparto equitativo? ¿Y el heno? ¿Y las remolachas?

No dice nada. Ni una palabra. Agrego después de un momento:

– De cualquier manera, no puedo decidirlo solo. Tengo que hablarlo en Malevil.

Y como él se obstina en callarse, la mirada severa, yo sigo de bastante mala gana:

– En vista de que ustedes no tienen más que una en La Roque, se podría hacer un esfuerzo por el lado de las vacas.

– ¡En fin! -dice Meyssonnier con tristeza, como si a él le hubiera tocado la peor parte en nuestra transacción.

Después, silencio. Rumia de nuevo. No lo apuro.

– Si he entendido bien -dice con cara de asco- vamos a tener, además, que respetar las formas democráticas, discutir durante horas y dejarnos criticar por cualquier cosa por gente que no hará nada más que estar bien sentadas sobre sus culos.

– No exageres, tendrás un consejo municipal de oro.

– ¿De oro? ¿Y esa buena mujer, es de oro?

– ¿Judith Médard?

– Sí, Judith. ¡Tiene una lengua! ¿Y qué es lo que es, exactamente, esa mujer? -dice con suspicacia-. ¿Una P.S.U.?

– ¡Qué esperanza! Es una cristiana de izquierda.

Su cara se iluminó.

– Me gusta más eso. Siempre me he entendido con esa clase de católicos. Son unos idealistas -agrega, con un ligero desprecio.

¡Como si él no fuera un idealista! En todo caso, está completamente serenado. Porque a Marcel, Faujanet, Delpeyrou, él los conoce. Era Judith la que, si me atrevo a decirlo así, le parecía llena de algo desconocido.

– Acepto -dice por fin.

Puesto que acepta, voy a mi vez a plantearle mis condiciones.

– Escucha, quisiera sin embargo que entre el consejo municipal de La Roque y Malevil, quede bien entendido esto: los diez fusiles 36 de Vilmain y eventualmente las dos vacas de Curcejac no son donadas a La Roque. Están puestas a tu disposición durante todo el tiempo que duren tus funciones en La Roque.

Me mira, con ojo crítico.

– ¿Esto quiere decir que quieres recuperarlos, si los larroquenses me ponen en la calle?

– Sí.

– Tal vez no sea tan fácil.

– Y bien, en ese caso, fusiles y vacas se convertirían en los elementos de una negociación de conjunto.

– ¡De un regateo, entonces! -dice con el torio indefinible de incoarme un proceso.

Todo esto, por su parte, un poco frío. Distante, incluso. Estoy incómodo. Me apena despedirme de él sin nada que recuerde el calor que, en Malevil, marcaba nuestras relaciones.

– ¡Y bueno -digo, con una jovialidad forzada-, eres alcalde de La Roque! ¿Estás feliz?

Mi pregunta no lo es, me doy cuenta al instante.

– No -dice con sequedad-. Seré, espero, un buen alcalde, pero no soy feliz.

La metida de pata es como una pendiente. Continúo rodando por ella.

– ¿Aun viviendo en lo de María Lanouaille?

– Aun -dice sin sonreír y me da la espalda.

Me quedo solo, su desaire me duele. El hecho de que me lo haya merecido no me consuela para nada. Por suerte, no tengo tiempo para condolerme de mis estados de ánimo. El señor Fabrelâtre me toca el codo y me pide una entrevista con una cortesía a dos dedos de la obsequiosidad. No puedo decir que me guste mucho ese largo cirio blanquecino con su pequeño cepillo de dientes bajo la nariz y sus ojos que parpadean detrás de sus anteojos de metal. El aliento fuerte por añadidura.