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En su compañía siento siempre una impresión de intimidad, de confianza y de melancolía. Casi me caso con ella y lejos de guardarme rencor por ese fracaso, me conserva su amistad. La estimo por eso. Ni una muchacha sobre mil, creo, hubiera reaccionado como ella. Y cada vez que la encuentro, me digo, no sin pesar: aquí tienes uno de los caminos posibles que la vida hubiera podido tomar. Me hago preguntas sobre ese posible, y preguntas de Tántalo, ya que no puedo responderlas. Me digo una vez más que ningún hombre puede afirmar que hubiera sido feliz cerca de una mujer antes de haber tentado la experiencia. Y si la tienta, ya sea feliz o desgraciada, deja de ser una experiencia para transformarse en su vida.

Una cosa es segura, de todos modos. Si me hubiera casado con ella, hace quince años, me hubiera valido la pena. Ha envejecido muy poco, sin marchitarse ni desecarse, sino poniéndose más pulposa, sin exceso. El talle es agradablemente delgado, a pesar de Cristina, pero aquí y allá todo es redondo y con la tez que tiene, tan rosa, tan fresca, parece recién salida del baño. Un poco de cosméticos y el pelo, se ha ocupado de eso, esperándome. Esto me hace las cosas más fáciles, porque siento que voy a tener contra mí, en esta entrevista, todo el peso de una civilización desaparecida.

Nada de sutilezas campesinas, ni enrevesados preámbulos. Aunque viva en una ciudad pequeña, Inés es de extracción urbana, aunque su sintaxis no sea mejor que la de la Menou. Me incrusto en la poltrona, la miro en los ojos, trato de hacer callar en mí toda emoción y voy derecho al grano:

– ¿Inés, te gustaría venir a vivir con nosotros en Malevil?

He dicho "con nosotros", no he dicho "conmigo". Pero no sé si a esta altura ha captado el matiz, porque la invaden todos los rosas profundos y un oleaje parece levantarla, partiendo de sus pies y propagándose hasta su pecho. Un gran silencio. Me mira y hago un esfuerzo para que mi mirada no diga más de lo debido, ya que tengo tanto miedo de que se confunda.

Abre la boca (que es bella y carnosa), la vuelve a cerrar, traga saliva y cuando al fin puede hablar, dice, elípticamente:

– Si eso debiera darte un gusto, Emanuel.

Me lo temía: personaliza el debate. Deberé ser más claro.

– No es solamente a mí a quien darías un gusto, Inés.

Se sobresalta -como si la hubiera abofeteado. Todo su color refluye y me dice con algo que parece a la vez una decepción y un remordimiento:

– ¿Estás hablando de Colin?

– No quiero hablar solamente de Colin.

Y como me mira no atreviéndose a comprender, le hablo de Miette, de Cati, sobre todo del fracaso que ha sido su casamiento con Thomas en nuestra comunidad. Ahí también, personaliza.

– Pero yo, Emanuel, hubiera podido decirte de antemano que con una chica como Cati…

La corto.

– Pon a Cati de lado, no es una cuestión de persona. Hoy hay ocho hombres en Malevil, y dos mujeres. Tres, si vienes tú. ¿Te parece que un hombre puede permitirse acaparar una para él solo? ¿Y si lo hace, qué van a pensar los otros?

– ¿Y los sentimientos, entonces, qué haces con ellos? -dice Inés, con una vivacidad muy próxima a la indignación.

Los sentimientos. Cierto, su posición es fuerte. Siento detrás de ella siglos de amor cortés y amor romántico. La miro.

– No me comprendes, Inés. Nadie te obligará jamás a hacer lo que no tengas ganas de hacer. Serás absolutamente libre en tus elecciones.

– ¡Mis elecciones! -dice Inés.

Es un grito. Pone todo un mundo de reproches en ese plural y no únicamente reproches, porque no ha estado jamás tan cerca de una declaración de amor. Me conmueve tanto que llevado por el flujo de su emoción, estoy a punto de ceder. No la miro. Me quedo silencioso. Me recupero. Me hace falta un buen rato para superar estos "mis". Pero veo con claridad que no es el buen camino y que una pareja durable en Malevil sería muy rápido incompatible con la vida comunitaria. Desde ese punto de vista, la desproporción del número de hombres y mujeres sobre la que me gustaría apoyarme en la discusión no es, sin embargo, lo esencial. En realidad, hay que elegir: la célula familiar o una comunidad no posesiva.

Me parece que tampoco puedo decirle a Inés qué sacrificio hago renunciando a ella. Si se lo dijese, la fortalecería en sus "sentimientos".

– Inés -le digo, inclinándome hacia adelante-, aunque no fuera más que por Colin, es imposible. Si me caso contigo, se sentirá terriblemente decepcionado y celoso. Si tú te casas con él, yo no sería feliz tampoco. Y no está solamente Colin. Están los demás.

Colin es un argumento que le llega. Y como, además, se da cuenta de mi inflexibilidad, y de que no tiene, aun después de esto, por qué preferir La Roque a Malevil, ya ni sabe en qué está. Adopta entonces una posición muy femenina, que después de todo no es peor que otra. Se refugia en el silencio y en las lágrimas. Me levanto de la poltrona, me siento a su lado en el diván y le tomo la mano. Llora. La comprendo. Está como yo, en tren de renunciar a uno de los posibles a menudo soñados de su vida.

Cuando veo que las lágrimas se agotan, le doy mi pañuelo y espero.

Me mira y me dice en voz baja:

– ¿He sido violada, tú lo sabías?

– No lo sabía. Me lo figuraba.

– Todas las mujeres del burgo han sido violadas, hasta las viejas, hasta Josefa.

Como me quedo silencioso, sigue:

– Es por éso que…

Exclamo:

– ¡Pero estás loca! ¡No hay más que una razón, la que te he dicho!

– Porque eso sería injusto, Emanuel. Aunque haya sido violada, no soy sin embargo una puta.

– ¡Pero estoy seguro! -digo con fuerza-. ¡No es para nada tu culpa, ni se me ocurre!

La tomo en mis brazos, le acaricio con mano temblorosa la mejilla y los cabellos. En ese instante, sería únicamente compasión lo que debería sentir, pero no siento más que deseo. Me cae encima de improviso y me posee con una brutalidad que me asusta. Mis ojos se enturbian, mi respiración cambia. Me queda justo la suficiente lucidez como para pensar que debo obtener su consentimiento a cualquier precio y en seguida, si no quiero ponerme en el caso de, a mi vez, violarla yo.

La acucio. La presiono para que me conteste. Aunque está pasiva entre mis brazos, duda, resiste todavía y por fin cuando consiente es, me parece, más por haberse contagiado de mis deseos que por estar persuadida de mis razones.

Resbalamos sobre la piel blanca que encuentra así su utilidad, sin que aflore en ningún momento mi ternura por ella. Se diría que he encerrado a esta ternura en un rincón de mi conciencia para que se deje de molestarme. Y poseo a Inés con rudeza, con violencia.

Sin embargo, ese saqueo acabado, pago también mi parte. Si es verdad que se puede ser feliz en diferentes niveles, lo soy en el más humilde nivel. ¿Pero acaso después de todos esos combates y de toda esa sangre, hay todavía lugar para otra felicidad que la supervivencia del grupo? No me pertenezco más: eso es lo que le digo al despedirme, apenado también de que me deje con un poco de frialdad, como lo hizo Meyssonnier hace una hora.

A Meyssonnier, sin embargo, cuando lo vuelvo a ver en la capilla crepuscular, una vez la sesión terminada, lo encuentro más sosegado, más amistoso. Se acerca a mí y me lleva aparte.

– ¿Adónde estabas? Te han buscado por todas partes. En fin -prosigue con su discreción habitual-, poco importa. Escucha, tengo buenas noticias. No hay ningún problema. Han elegido toda la lista, luego, por proposición de Judith, han elegido a Gazel cura, por una ajustada mayoría. En fin, sobre la marcha, te han elegido obispo de La Roque.

Me quedo estupefacto. Es el colmo esta promoción episcopal, concomitante con la entrevista que acabo de tener. Es verdad que los ausentes tienen sus ventajas. Pero si debo ver en ello el dedo de Dios, veo que Él tiene una indulgencia por las debilidades de la carne que nunca se le ha reconocido. En ese momento, sin embargo, no es la ironía lo que me choca. Exclamo con vivacidad: