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Emanuel llamaba a esto "sacar los trapitos al sol" en familia: institución sana, me dijo, y al mismo tiempo divertida.

Me contó que en La Roque, una larroquense se había levantado para reprocharle a Judith el no poder hablar con los hombres sin manosearles el brazo. Eso, de por sí, era gracioso, dijo Emanuel, pero lo más gracioso fue la respuesta, sinceramente estupefacta, de Judith: no tengo conciencia de obrar así, dijo ella con su voz bien articulada. ¿Hay aquí alguien que pueda corroborar ese testimonio?

Prueba, agregó riéndose Emanuel, de que es bueno que los demás nos digan cómo nos ven, ya que uno no se ve a sí mismo.

En cambio, de confesiones particulares ni se habló más. Y Gazel tuvo que renunciar al privilegio que apreciaba tanto, de "perdonar" o de "retener" los pecados de los otros, privilegio que Emanuel, debemos recordarlo, encontraba "exorbitante" y que nunca había ejercido sin malestar.

Antes de encontrar la solución astuta que debía poner fin a la "inquisición" del cura de La Roque, Emanuel, durante días, se mostró muy preocupado por el diferendo entre Gazel y Meyssonnier. Recuerdo que me habló varias veces, y en particular en su cuarto, sentados los dos de cada lado del escritorio. Evelina, acostada en la cama grande, pálida y extenuada, y reponiéndose de un violento ataque de asma (debido, según mi opinión, a la instalación de Inés Pimont en Malevil).

– Ves, Thomas, no se puede tener dos jefes en una comunidad: un jefe espiritual y un jefe temporal. No hace falta más que uno. Si no aparecen tensiones y conflictos de nunca acabar. El que manda en Malevil debe ser también el obispo de Malevil. Si un día, después de mi muerte, eres elegido jefe militar, deberás tú también…

Yo exclamé:

– ¡Ni se te ocurra! ¡Es contrario a mis opiniones!

Me interrumpió con vehemencia:

– ¡Importan un carajo tus opiniones personales! ¡No importan absolutamente para nada! ¡Lo que importa es Malevil, y la unidad de Malevil! ¡Deberías comprender esto: sin unidad, no se sobrevive!

– ¡Pero vamos, Emanuel, no me puedes imaginar poniéndome de pie frente a mis compañeros y empezar a recitar oraciones!

– ¿Y por qué no?

– ¡Me sentiría ridículo!

– ¿Y por qué te sentirías ridículo?

Su pregunta fue articulada con tanta violencia que no supe qué contestar. Y al cabo de unos instantes, prosiguió en una forma más reposada, y como si hablara consigo mismo tanto como a mí:

– ¿Te parece tan idiota rezar? Estamos rodeados de lo desconocido. Como tenemos necesidad de ser optimistas para sobrevivir, suponemos que ese desconocido es benévolo y le rogamos que nos ayude.

Para apreciar la "fe" de Emanuel, a falta de textos realmente "comprometidos" de su mano, se debe elegir entre una hipótesis máxima y una hipótesis mínima. No siento, en lo que me concierne, la necesidad de elegir entre las dos, pero cito las palabras que acaban de leer como corroborando más la hipótesis mínima.

Lo que sigue me resulta tan penoso de escribir que lo voy a decir muy rápido y muy breve y con un mínimo de detalles. Desgraciadamente, la magia no existe, porque si pudiera, callando el asunto, suprimirlo, me callaría hasta el fin de los tiempos.

Durante la primavera y el verano de 1978 y 1979, Malevil y La Roque, conjugando sus fuerzas, aniquilaron dos bandas de saqueadores. Habíamos establecido con nuestra vecina un sistema de telecomunicación visual y auditiva, que permitía advertirnos mutuamente de los ataques, volando al instante en ayuda del otro.

Fue el 17 de marzo de 1979 cuando tuvo lugar la alerta más seria. La campana de la capilla de La Roque se puso a repicar al alba a todo vuelo y por la duración excepcional del doblar de las campanas nos advirtió la importancia del peligro. Emanuel dejó a Jacquet y a las dos mujeres para asegurar la defensa de Malevil y en tres cuartos de hora de loco galope por el atajo forestal, llegamos a la orilla del bosque, a cien metros de las murallas del enemigo. Lo que vimos nos paralizó de estupor. A pesar de las trampas, a pesar de los alambres de púa, a pesar del fuego nutrido de sus defensores, cinco o seis escaleras estaban ya colocadas en distintos lugares contra las murallas. La banda contaba con unos cincuenta individuos resueltos y según lo supimos más tarde, unos doce ya se habían introducido en la plaza cuando las fuerzas de Malevil intervinieron, tomando a los agresores por detrás y con su tiro de mosquetería y el bazooka (nos tocaba el turno de estar en posesión de él) matando a mucha gente y poniéndolos en fuga. Emanuel organizó en seguida la persecución de los sobrevivientes, los que, fraccionados en pequeños grupos todavía temibles, se escondían en la maleza. Esta cacería duró ocho días durante los cuáles los de Malevil estuvieron constantemente a caballo por montes y valles.

El 25 de marzo se tuvo la certeza de que el último bandolero había sido muerto. Ese día, al desmontar de su Amaranta, Emanuel sintió un vivo dolor en el abdomen, tuvo vómitos repetidos y se acostó con fiebre alta. A su ruego, palpé su vientre y apoyé cuatro dedos en el lugar que me indicó. Pegó un grito que en seguida reprimió, me dirigió una mirada que nunca olvidaré y me dijo con una voz sin timbre: no vale la pena que sigas, es un ataque de apendicitis. Es el tercero.

Los días siguientes, me dijo que había tenido dos ataques en el 76 y que se debió haber operado en Navidad. Ya estaba todo arreglado y su pieza reservada en la clínica, cuando a último momento, desbordado de trabajo y sintiéndose en perfecto estado, había postergado la operación para Pascua. Agregó sin mirarme: fue una negligencia y la pago.

Ocho días después del grave ataque del 25 de marzo, Emanuel estaba levantado, sin embargo. Recomenzó a alimentarse. Con todo yo notaba que no andaba más a caballo y que se abstenía de hacer esfuerzos. Además comía poco, se recostaba frecuentemente y se quejaba de náuseas. Un mes pasó así en un estado en el que esperábamos ver una convalecencia y que no era, en realidad, más que un alivio.

El 27 de mayo, en la mesa, Emanuel fue presa de violentos dolores. Lo trasportamos a su cuarto. Estaba agitado por escalofríos y el termómetro marcaba 41º. Su vientre estaba tenso y duro. Su dureza se acentuó en los días subsiguientes. Emanuel sufría terriblemente y me sorprendió la rapidez con la cual sus rasgos se alteraron. En menos de tres días, sus órbitas se hundieron, y su cara, naturalmente plena y coloreada, se volvió color ceniza y descarnada. No teníamos nada para aliviarlo, ni una aspirina. Rondábamos su pieza, llorando de rabia y de impotencia pensando que Emanuel se iba a morir por falta de una operación que, en tiempos normales, hubiera durado diez minutos.

Al sexto día los dolores disminuyeron. Pudo beber la mitad del bol de leche que yo le llevaba por la mañana y me dijo: Tengo cuarenta y tres años. Tenía una constitución robusta. ¿Pero sabes lo que más me sorprende? Es que mi cuerpo, que me ha proporcionado tanto placer, me haga pagar una cuenta tan cara antes de abandonarme.

Dicho eso, me miró con sus ojos hundidos, me hizo una media sonrisa con sus labios descoloridos y me dijo:

– En fin, abandonarme, es una forma de hablar. Tengo más bien la impresión de que nos vamos a ir juntos.

A la tarde, como todos los días, Meyssonnier vino a verlo desde La Roque. Emanuel, aunque muy débil, lo interrogó sobre sus relaciones con Gazel y pareció contento de saber que habían mejorado. Estaba lúcido del todo. A la noche, me pidió que juntara a todo Malevil al pie de su cama. Cuando estuvo hecho, nos miró uno por uno, como si hubiera querido grabar nuestros rasgos en su espíritu. A pesar de que era capaz de hablar, no pronunció una sola palabra. Tal vez tuviera miedo, si hablaba, de ceder a su emoción y de brindarnos el espectáculo de sus lágrimas. Sea lo que fuere, se contentó con mirarnos con una expresión angustiosa de afecto y de pena. Después, con la mano nos hizo la señal de adiós, cerró los ojos, los reabrió y cuando salíamos le pidió a Evelina y a mí que nos quedásemos. Después de esto, no pronunció ni una palabra. Hacia las siete de la tarde, apretó la mano de Evelina con fuerza y murió.