La cúpula tenía una sola puerta de metal, entreabierta. El sol daba contra los vidrios de colores, el alambre del pararrayos se agitaba frente a la ventana. Etchenaik se acercó lentamente pegado a la pared y con una patada precisa abrió la puerta, que fue y volvió con un pestañeo violento. El ruido hizo volar a las palomas, que brotaron con el sosegado escándalo acostumbrado. Adentro, los papeles que estaban sobre la mesa pintada de rosa se dispersaron. Algunos todavía no habían tocado el piso cuando ya Etchenaik estaba ahí, el revólver en el aire.
Parado en medio de la habitación vacía miró a su alrededor y recordó la escena de una película francesa: él era un oficial SS, los «maquis» lo esperaban pegados al suelo del entrepiso; subía así por la escalera caracol y al asomar medio cuerpo era recibido por una ráfaga de ametralladora. Ahora caía hacia atrás golpeándose con los escalones de hierro mientras los impactos lo perseguían para rematarlo y saltaban los pedazos de revoque que sentía sobre la cara. Los otros pasaban sobre su cadáver, corrían junto a la cama, destrozaban las almohadas para sacar las armas ocultas, guardaban los papeles en bolsones mal cerrados, huían entre maldiciones dejando un vino inconcluso, la calidez del humo.
Se sentó en la cama deshecha y un momento después oyó pasos apurados. Se asomó y vio al gallego que llegaba quejoso y dolorido.
– Se te escaparon, gil -dijo Tony cuando estuvo junto a él.
– Yo subía y ellos bajaban. ¿Y vos?
– Los perdí en seguida y no llegué a tomar la chapa. Cuando nos paró el semáforo de Córdoba, ellos pasaron y el tachero no quiso seguir. Entonces me bajé y allá se quedó puteando.
Tony se acarició la cara y Etchenaik descubrió la mancha roja en el pómulo, el principio de la hinchazón.
– ¿Y eso?
– Volvía para ayudarte y me topé con los que estaban acá con Vicente. Me reconocieron. El tipo iba a seguir pero de pronto se paró y me dio un piñón espantoso. «Tira hijo de puta», me decía, y me pateaba en el suelo. Suerte que la mina lo tironeaba para rajar. No entiendo nada.
– Creyeron que vos los deschavaste. Estaban muy asustados, fíjate que dejaron todo.
Tony había recogido sin leerlo uno de los papeles caídos y acababa de encender con él una hornalla de la cocinita a gas. En la otra mano tenía una pava de agua que había encontrado sobre la mesa.
– Déjame de joder con este asunto. Encima me ligo una trompada… Arréglate solo.
– ¿Quién iba en el Peugeot? -dijo el veterano sin oír las quejas.
– Dos tipos. Pelo corto, uno más joven y el otro con bigotes. Gente prolija.
El gallego le alcanzó el primer mate y Etchenaik lo aceptó apoyando la espalda en una pared cubierta de afiches. Mirándolo a Tony no pudo dejar de sonreír.
– ¿Viste Los desconocidos de siempre?
– Sí. ¿De qué te reís?
– ¿No te das cuenta? Estamos como ellos después del asalto frustrado, cuando el viejito «sportivo» se come la papilla en la cocina.
81. Consignas
Tony se sentó en un banquito con la pava entre las piernas. Cuando levantó la cabeza, reía en silencio, con los ojos empequeñecidos, brillantes.
– Es una cosa de locos -dijo-. Va a haber que dedicarse a otra cosa… ¿Viste La armada Brancaleone?
Etchenaik negó con la cabeza, riendo también.
– El viejito «sportivo» hace de judío y arrastra un baúl enorme donde lleva todo. Cuando hay algún despelote se mete adentro. Hay una parte en que descubren que es judío y lo bautizan a la fuerza…
– ¿Sabes que se murió?
– ¿Quién se murió?
– El viejito -contestó Etchenaik levantándose-. Hace unos años… No sé cómo se llamaba, pero era bárbaro.
– Y viejito en serio, eh.
– Sí.
Se hizo un silencio chiquito, aparente. Desde la cúpula todos los sonidos de la calle eran un murmullo distante, la terraza y ese lugar eran una campiña artificial, el decorado de una vieja película de ciencia ficción con Ángel Magaña. ¿Qué hacían ahí?
Tony sintió algo así, porque trató de seguir con el mate como si nada, agarró mecánicamente uno de los tantos papeles que habían quedado en el piso. Pero no pudo leer bien, sin anteojos.
– Lee vos, a ver qué dicen.
Estaba escrito a máquina y era, indudablemente, una copia de mimeógrafo. Etchenaik comprobó de una ojeada que todos los volantes eran iguales. Leyó rápidamente, y salteando los detalles los cuatro violentos párrafos que terminaban en siglas y consignas encendidas.
– Nos conviene rajar rápido -dijo doblando en cuatro el papel-. Puede haber sido la cana, porque éstos andan en la pesada-pesada…
– ¿Y por qué se llevan a uno y dejan a los otros dos?
– Entonces no será la cana -concluyó el veterano encogiéndose de hombros, con pocas ganas de deducir, desinflado.
El gallego se levantó y pasó el pañuelo por todas partes, hasta por los lugares que no había tocado. Etchenaik andaba ahora por el entrepiso, haciendo sonar las tablas sobre su cabeza.
– Parece que son varios los que buscan a Vicente o los que quieren esconderlo -dijo.
– Etche…
– ¿Qué?
– ¿No sentís como si estuviéramos perdiendo interés? Este caso no es como el de Marcial, que andábamos a los tiros, no parábamos nunca, tuvimos una semana de película.
– Has leído poco, gallego -dijo Etchenaik, didáctico, bajando la escalera-. Lo habitual es que se alternen las aventuras de acción continuada con episodios más psicológicos… Debe ser eso.
Tony puso cara de no entender dónde estaba lo psicológico de tomar mate en una siesta de verano en un inhabitable sucucho de Tribunales.
– Además, decía Hammett, creo… Siempre existe la posibilidad de que aparezca alguien en la puerta de la habitación con un revólver en la mano y comience la acción.
Insensiblemente, el gallego miró hacia la puertita que daba a la terraza. Pero no apareció nadie.
– Vamos -dijo Etchenaik saliendo-. Me voy a dar una vuelta por el City Bank ahora.
Recorrieron toda la terraza, pateando alguna lata, enredándose en restos de alambre. El sol hacía espejitos de colores con los vidrios. Estaba todo lleno de objetos dispersos, como monedas que hubiesen rodado libres hasta detenerse allí. El veterano se dio vuelta, señaló la cúpula.
– Alguna vez me hubiera gustado vivir en un lugar así -dijo antes de bajar.
– Para mear tenés que salir afuera -fue el comentario de Tony.
82. Guita grande
El City Bank era un edificio de vidrios desaforados, sin aristas ni resquicio. Al entrar, Etchenaik se deslizó sobre un alfombrado que daba ganas de sacarse los zapatos. Los sedantes violines de la música funcional le silbaban al oído.
Se adivinaba correr el dinero como un río lento tras los mostradores; exactas jóvenes uniformadas y llenas de porvenir lo extraerían con redes finísimas para depositarlo en higiénicas bolsitas transparentes con destino desconocido.
El veterano pasó frente a las cajas y caminó con pasos largos hasta el recodo final del mostrador. Había un muchacho rubio que tecleaba una inmensa máquina sin arrancarle el menor sonido. Una tira de papel crecía con regularidad y se extendía por la alfombra.
– El contador -dijo Etchenaik.
– Buenas tardes, señor -intentó el rubio empezando desde el principio. Le habían enseñado así.
Etchenaik metió la mano en el bolsillo y la sacó entrecerrada, con un pequeño carnet en la palma. Lo mostró.
– El contador -dijo otra vez.