El basilisco reside en el desierto; mejor dicho, crea el desierto. A sus pies caen muertos los pájaros y se pudren los frutos; el agua de los ríos en que se abreva queda envenenada durante siglos. Que su mirada rompe las piedras y quema el pasto ha sido certificado por Plinio. El olor de la comadreja lo mata; en la Edad Media, se dijo que el canto del gallo. Los viajeros experimentados se proveían de gallos para atravesar comarcas desconocidas. Otra arma era un espejo; al basilisco lo fulmina su propia imagen.
Los enciclopedistas cristianos rechazaron las fá-bulas mitológicas de la Farsalia y pretendieron una explicación racional del origen del basilisco. (Estaban obligados a creer en él, porque la Vulgata traduce por basilisco la voz hebrea Tse pha, nombre de un reptil venenoso.) La hipótesis que logró más favor fue la de un huevo contrahecho y deforme, puesto por un gallo e incubado por una serpiente o un sapo. En el siglo XVII, Sir Thomas Browne la declaró tan monstruosa como la generación del basilisco. Por aquellos años, Quevedo escribió su romance El basilisco, en el que se lee:
EL BEHEMOTH
CUATRO siglos antes de la era cristiana, Bebemoth era una magnificación del elefante o del hipopótamo, o una incorrecta y asustada versión de esos dos ani-males; ahora es, exactamente, los diez versículos fa-mosos que lo describen (Job 40: 10-19) y la vasta forma que evocan. Lo demás es discusión o filología.
El nombre Behemoth es plural; se trata (nos dicen los filólogos) del plural intensivo de la voz hebrea b'bemah, que significa bestia. Como dijo fray Luis de León en su Exposición del Libro de Job: