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Se echó a reír y parte de la desconfianza desapareció de su cara.

– Tendrían razón. En cierto modo, eso es lo que estoy haciendo.

– ¿Pertenece al cuerpo de bomberos?

Sacudió la cabeza.

– Compañía de seguros.

– ¿Ha sido intencionado? -había estado tan sumergida en las aguas pantanosas de las relaciones familiares, que ni siquiera me había preguntado cómo se inició el incendio.

Reapareció su recelo.

– Sólo estoy recogiendo cosas. El laboratorio me dará un diagnóstico.

Sonreí.

– Tiene razón en ser cauteloso, nunca se sabe quién puede venir a fisgonear después de un incendio como éste. Me llamo V. I. Warshawsky. Soy detective privada, cuando no me dedico a buscar alojamiento urgente. Y hago proyectos para Seguros Ajax de vez en cuando -saqué una tarjeta de mi bolso y se la tendí. Se limpió la mano llena de hollín en un kleenex y estrechó la mía.

– Robin Bessinger. Estoy en la sección de incendios provocados y fraudes de Ajax. Me sorprende no haber oído su nombre.

A mí no me sorprendía. Ajax tenía sesenta mil empleados en el mundo entero, no era posible que alguien los conociera a todos. Le expliqué que mi trabajo con ellos había consistido en reclamaciones o renovación de pólizas y le di unos cuantos nombres que podía conocer. Se ablandó un poco más y me confió que las señales de un siniestro provocado eran bastante evidentes.

– Le enseñaría los lugares donde vertieron acelerador, pero no quiero que entre en el edificio si no lleva casco. Aún siguen cayendo cascotes.

Mostré el oportuno pesar por verme negada esa atención. -¿Ha suscrito últimamente el propietario un montón de seguros extra?

Sacudió la cabeza.

– No lo sé. No he visto las pólizas. Me pidieron que viniera antes de que los saqueadores se llevaran demasiadas pruebas. Espero que su amiga sacara todas sus cosas, poco se puede rescatar de esta ruina.

Había olvidado preguntar a Elena si había habido algún herido grave. Robin me dijo que la unidad de homicidios de la policía se hubiese unido a la brigada antibombas y atentados si hubiese habido algún muerto.

– No le habrían permitido estacionar aquí sin dar alguna buena razón de encontrarse junto al lugar del siniestro, es un hecho que a los incendiarios les gusta volver para ver si el trabajo ha quedado bien hecho. No ha habido ningún muerto, pero media docena de personas o más han sido trasladadas al Michael Reese con quemaduras y problemas respiratorios. Los pirómanos suelen asegurarse de que el edificio pueda ser evacuado, saben que una investigación en un viejo tugurio como éste no recibirá demasiada atención si no hay delito de homicidio para excitar a los polis -consultó su muñeca-. Debo volver al trabajo. Espero que su amiga encuentre un nuevo hogar que esté bien.

Asentí fervientemente y partí para iniciar mi búsqueda con un fácil optimismo producto de la ignorancia. Empecé por la Oficina de Alojamiento de Emergencia de Michigan Sur, donde me uní a una larga cola. Había mujeres con niños de todas las edades, viejos murmurando para sí mismos, abriendo exageradamente los ojos, mujeres que se aferraban ansiosamente a unas maletas o a pequeños objetos, al parecer un interminable mar de gentes tiradas a la calle por alguna crisis o cualquier otra cosa desde el día anterior.

Los altos mostradores y las paredes desnudas nos hacían sentir como si fuésemos solicitantes a la puerta de un campo de trabajo soviético. No había ningún asiento; cogí un número y me apoyé en la pared para esperar mi turno.

Junto a mí, una mujer de unos veinte años, en avanzado estado de gestación y con un bebé ya grande en los brazos, estaba bregando con otro niño que apenas caminaba. Le ofrecí cogerle al bebé o distraer al de dos años.

– Está bien -dijo suavemente en voz baja-. Todd sólo está cansado de estar en pie toda la noche. No pudimos entrar al refugio porque nos mandaron a uno que no admitía bebés. No pude conseguir dinero para el autobús y volver aquí para que nos mandaran a otro.

– ¿Y entonces qué hizo? -no sabía qué era más terrible, si su lamentable situación o su forma dulce y resignada de contarlo.

– Bueno, encontramos un banco en el parque allá arriba, en Edgewater, junto al refugio. El bebé durmió, pero Todd no se podía acomodar.

– ¿No tiene amigos o familiares que la puedan ayudar? ¿Y el padre del bebé?

– Bueno, él ha intentado encontrarnos casa -dijo con indiferencia-, pero no encuentra trabajo. Y mi madre, estábamos viviendo con ella, pero tuvo que ir al hospital, parece que va a estar allí mucho tiempo y no puede seguir pagando el alquiler.

Eché un vistazo a mi alrededor. Docenas de personas esperaban antes que yo. La mayoría tenían esa mirada abatida de mi interlocutora, cuerpos encorvados por tanta humillación. Los que no, se mostraban agresivos, en espera de aceptar un sistema que no había posibilidades de vencer. Las necesidades de Elena -mis necesidades- estaban con toda seguridad muy por detrás de su urgente solicitud de refugio. Antes de irme le pregunté si Todd y ella querían desayunar algo: iba a acercarme al burguer a comprar algo.

– Aquí dentro no dejan comer, pero a lo mejor Todd quiere ir con usted a comer algo.

Todd mostraba una gran renuencia a separarse de su madre, ni siquiera para conseguir algo de comer. Finalmente lo dejé gimiendo junto a ella, fui al burguer, compré una docena de panecillos con huevo y envolví todo en una bolsa de plástico para ocultar que era comida. Se lo alargué a la mujer y salí tan rápidamente como pude. Aún sentía escalofríos en la piel.

Capítulo 3

Peter no es ningún santo

El tipo de alojamiento que Elena podía pagar no parecía ser de los que anuncian en los periódicos. Las únicas residencias que venían en los anuncios por palabras estaban en Lincoln Park y eran a partir de cien dólares a la semana. Elena estaba pagando setenta y cinco al mes por su cuartito del Indiana Arms.

Me pasé cuatro horas pateando inútilmente las calles. Peiné el barrio Sur, cubriendo la calle Cermak entre Indiana y Halsted. Hace un siglo vivían aquí los Fields, los Sears y los Armour. Cuando se fueron a la orilla norte, la zona se degradó rápidamente. Hoy sólo se encuentran terrenos baldíos, vendedores de coches, viviendas de protección oficial y las ocasionales viviendas de ocupación individual. Hace algunos años alguien decidió restaurar todo un bloque de las mansiones originales. Allí se alzan, como una macabra ciudad fantasma, opulentas carcasas vacías en medio de la decadencia que impregna la vecindad.

Los pilotes del ferrocarril elevado del Dan Ryan que corren sobre mi cabeza me hacen sentir insignificante mientras voy de puerta en puerta, preguntando a algún portero borracho o indiferente por un cuarto para mi tía. Recordé vagamente haber leído algo respecto a todas las viviendas de ocupación individual que fueron derribadas cuando construyeron las Torres Presidenciales, pero por lo que fuese el impacto que eso pudo tener en la calle no me había impresionado antes. Sencillamente no había alojamiento disponible para gente de escasos recursos como Elena. Los hoteles que encontré estaban todos llenos -y las víctimas del incendio de la noche anterior, más listas que yo, habían estado allí al amanecer para alquilar los pocos cuartos disponibles. Caí en eso a la cuarta vez que un mugriento encargado me dijo: "Lo siento, si hubiese venido a primera hora de la mañana, cuando aún teníamos algo…"

A las tres suspendí la búsqueda. Al borde del pánico ante la perspectiva de tener que alojar a Elena indefinidamente en el futuro, me dirigí a mi oficina del Loop para llamar a mi tío Peter. Esa decisión sólo podía tomarla cuando el pánico se apoderaba de mí.