—Entonces, ¿qué es lo quiere Praxis de Mor… de Marte? Fort contestó:
—Estamos seguros de que cuanto suceda aquí tendrá efectos en casa. Por el momento hemos identificado una coalición con elementos progresistas en la Tierra, cuyos miembros son China, Praxis y Suiza. Detrás de éstos hay docenas de elementos menores, menos influyentes. La posición que adopte la India en esta situación será crucial. La gran mayoría de las metanac la consideran como un pozo sin fondo, es decir, por mucho que echen en ella, nada cambiará. Nosotros no estamos de acuerdo. Y pensamos que Marte es crucial también, de otro modo, como un poder en ascenso. Por eso queremos encontrar los elementos progresistas de aquí para mostrarles lo que estamos haciendo. Y ver qué opinan de ello.
—Interesante —dijo Sax.
Y en verdad lo era. Pero muchos continuaban inflexibles en su negativa a tratar con una metanacional terrana. Y mientras tanto, todas las discusiones sobre los otros temas continuaban, reverdecidas, con frecuencia más polarizadas cuanto más se prolongaban.
Esa noche, en la diaria reunión en el patio, Nadia meneó la cabeza, maravillada por la capacidad de la gente para ignorar lo que tenían en común y discutir agriamente por cualquier menudencia sobre la que discrepasen.
—Quizás el mundo es demasiado complejo para que ningún plan funcione —les dijo a Nirgal y Art—. Tal vez no deberíamos buscar un plan global, sino algo que nos venga bien a nosotros. Y luego esperar que Marte pueda salir adelante empleando varios sistemas diferentes.
—No creo que eso funcionase tampoco —dijo Art.
—¿Qué puede funcionar? El se encogió de hombros.
—Aún no lo sé.
Y él y Nirgal siguieron examinando grabaciones, persiguiendo lo que de pronto le pareció a Nadia un espejismo cada vez más lejano.
Nadia se fue a la cama. Si fuese un Proyecto de construcción, pensó mientras la vencía el sueño, lo echaría todo abajo y empezaría de nuevo.
La imagen hipnagógica de un edificio desplomándose la despertó bruscamente. Después de un rato, suspiró; supo que esa noche no dormiría y salió a dar otro de sus paseos nocturnos. Art y Nirgal se habían quedado dormidos en la sala de vídeo, con las caras contra la mesa, iluminadas por la luz de la pantalla en avance rápido. Fuera, el aire soplaba hacia el norte, hacia Gournia a través de las puertas, y Nadia lo siguió tomando el sendero elevado. El repiqueteo de las hojas de bambú, las estrellas en las claraboyas del techo… Y luego el sonido de unas risas lejanas, quizás en el estanque de Phaistos.
Las luces del fondo del estanque estaban encendidas, y un grupo numeroso se estaba bañando. En la pared de enfrente había una plataforma iluminada sobre la que se apretujaban unas ocho personas. Una de ellas, un hombre desnudo, se subió a una especie de plancha y se lanzó desde la plataforma, agachándose y aferrando la parte delantera de la plancha, que parecía avanzar sin encontrar resistencia. Se deslizó por el flanco curvo y oscuro del túnel, acelerando hasta que salió disparado por un reborde de roca y planeó sobre el estanque, dio una vuelta de campana y cayó estrepitosamente al agua; emergió con un grito, recibido por una salva de vítores.
Nadia bajó para echar un vistazo. Alguien subía ya la plancha por una escalera que llevaba a la plataforma, y el hombre que se había lanzado en ella estaba en el agua. Nadia no lo reconoció hasta que llegó a la orilla del estanque. Era William Fort.
Nadia se despojó de las ropas y se metió en el agua; estaba muy caliente, a la temperatura del cuerpo o un poco más. Con un grito, una mujer salió disparada por la pendiente, como un surfista sobre una inmensa ola de roca.
—La caída parece brutal —le estaba diciendo Fort a uno de sus compañeros—, pero con esta gravedad tan ligera no hay ningún problema.
La mujer salió proyectada por encima del agua, describió un salto de ángel perfecto y con una última vuelta cayó ruidosamente al agua y fue aclamada al emerger. Otra mujer había recuperado la plancha y salía del estanque cerca del pie de las escaleras talladas en la pendiente.
Fort saludó a Nadia con una inclinación de cabeza desde el agua, que le llegaba a la cintura, el cuerpo enjuto y fuerte bajo la piel vieja y arrugada. Su rostro mostraba la misma mirada a beatitud que en los seminarios.
—¿Quiere probarlo? —le preguntó.
—Quizá más tarde —dijo ella, observando a la gente que había en el agua, tratando de averiguar quiénes estaban allí y a que bando pertenecían. Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo se sintió disgustada consigo misma y con la política, que se infectaba todo si uno lo permitía.
Pero entonces, ella noto que eran en su mayoría jóvenes nativos, de Zigoto, Sabishii, Nueva Vanuatu, Dorsa Brevia, el agujero de transición Vishniac, Christianopolis. Casi ninguno participaba en los debates, y el poder que tenían era algo que Nadia no podía calibrar. Probablemente no significaba nada que se reunieran allí por la noche desnudos en el agua caliente, con ánimo festivo; muchos venían de lugares donde los baños públicos eran corrientes, así que estaban acostumbrados a alternar con gente con la que pelearían en cualquier otro lugar.
Otra amazona bajó gritando por la pendiente y luego voló y se hundió en el estanque. La gente nadó hacia la mujer como tiburones atraídos por la sangre. Nadia se sumergió en el agua ligeramente salada. Al abrir los ojos vio burbujas cristalinas explotando por todas partes, y después cuerpos que nadaban retorciéndose como delfines sobre la negra superficie del fondo. Una visión sobrenatural.
Salió a la superficie y se escurrió el pelo. Fort estaba entre los jóvenes como un Neptuno decrépito, mirándolos con su curiosa impasibilidad. Tal vez, pensó Nadia, esos nativos eran en verdad la nueva cultura marciana de la que John Boone había hablado, que brotaba entre ellos inadvertidamente. La transmisión generacional de la información siempre contenía un alto margen de error; así era como se producía la evolución. Y aunque la gente se había unido a la resistencia marciana por diferentes razones, todos parecían converger allí, en un género de vida que remitía al paleolítico en algunos aspectos, que volvía atrás, a alguna cultura antigua que anulaba todas las diferencias, o avanzaba para crear una nueva síntesis. En realidad no importaba cuál. Quizás ése fuese un posible nexo de unión.
O eso parecía decirle a Nadia la expresión beatífica de Fort, mientras Jackie Boone bajaba disparada por la pared y volaba fuera como si fuese una valkiria en todo su esplendor.
El programa concebido por los suizos llego a su fin. Los organizadores decretaron tres jornadas de descanso a las que seguiría una reunión general. Art y Nirgal pasaron esos días en su pequeña sala de conferencias, viendo grabaciones las veinticuatro horas del día, hablando incansablemente y tecleando en sus IA con un martilleo desperado. Nadia los mantenía activos, arbitraba cuando ellos estaban en desacuerdo y redactaba las secciones que consideraba problemáticas. A menudo entraba y encontraba a uno de ellos dormido en la silla, mientras el otro miraba fijamente la pantalla.
—Mira —graznaba el insomne—, ¿qué opinas de esto?
Nadia leía la pantalla y hacía comentarios mientras les metía la comida bajo las narices, lo que solía despertar al que dormía.
—Parece prometedor. Volvamos al trabajo.
En la mañana de la reunión general Art, Nirgal y Nadia subieron al escenario del anfiteatro juntos. Art se adelantó llevando su IA. Miró a la muchedumbre congregada, como aturdido de ver tanta gente, y tras un largo silencio dijo: